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– Es un chaval -replicó Rhonda, que tenía cuatro hijos de dos maridos distintos y ahora los criaba a todos ella sola. Pasaba gran parte del día comunicándose con sus móviles.

– Ya lo sé.

– Necesita mano dura -terció Bakalis, distraído con una revista de chicas que había cogido de su mesa. Bakalis no tenía hijos, pero quiso intervenir.

Antonelli, que estaba divorciado, tiró una serie de Polaroids sobre la mesa de Bakalis.

– Échales un vistazo, que te van a interesar.

Eran las fotos del cadáver de Jacqueline Taylor. Aparecía tumbada boca arriba, desnuda sobre un plástico negro. Para cuando su hermana fue a identificarla, ya la habían limpiado, pero las fotografías se habían hecho en cuanto llegó a la morgue. Las heridas de arma blanca se concentraban en el cuello y en un pecho que había quedado casi cercenado. Tenía los ojos abiertos, uno más que el otro, lo cual le daba aspecto de borracha, y la lengua salida e hinchada.

– Mira el pelo -pidió Antonelli. Al poner los pies sobre la mesa se le subió la pernera del pantalón, dejando al descubierto una pistolera de tobillo y la culata de su Glock.

Bakalis observó las fotografías una a una sin comentarios. Los ánimos no eran muy festivos, a pesar de que habían capturado a un asesino. Nadie podía estar contento con los resultados de aquel caso particular.

– Pobre mujer -comentó Green.

– Y pobre hombre -apuntó Ramone-. El tío era un ciudadano ejemplar hasta hace un año. Pierde el trabajo, se engancha al crack, ve que su mujer se folla a un gilipollas que deja la ropa sucia en el mismo sitio donde duermen sus hijos…

– Yo conocía a su hermano mayor -dijo Green-. Joder, yo conocía a William desde pequeño. Su familia era buena gente. Desde luego las drogas te joden vivo.

– Aunque se declare culpable le echarán de dieciocho a veinticinco años -calculó Rhonda.

– Y los niños están jodidos de por vida -concluyó Green.

– Menuda tía debía de ser -dijo Bakalis, todavía mirando las fotos-. O sea, para quedarse colgado así, por haberla perdido, y para tener que matarla, para que no la tuviera ningún otro hombre…

– Si no hubiera fumado esa mierda, a lo mejor no habría perdido la cabeza.

– No fue sólo el crack -interrumpió Antonelli-. Está demostrado que las tías te impulsan a matar. Hasta las tías que no puedes tener.

– Tiran más dos tetas que dos carretas -aseveró Rhonda Willis.

Bakalis dejó las fotografías en su mesa y puso las manos sobre el teclado del ordenador, pero se quedó mirando tontamente la pantalla sin mover los dedos.

– Eh, Tapón, ¿no te apetece escribir una citación?

– ¿Te apetece a ti chuparme la polla?

Se pasaron un rato intercambiando pullas hasta que llegó Gene Hornsby con la bolsa del Safeway. Ramone le dio las gracias y se puso con el papeleo, entre otras cosas tenía que anotar los detalles del caso en El Libro. El Libro era una enorme tablilla donde se detallaban los casos de homicidio abiertos y cerrados, los agentes asignados, los motivos del delito y cualquier otro elemento que pudiera servir de ayuda al fiscal y también para dejar constancia de la historia básica de la ciudad.

Para cuando terminaron ese día de trabajar, habían hecho un turno entero y más tres horas extras.

Ya en el aparcamiento de la VCB, situado entre el centro comercial Penn-Branch de Southeast, Gus Ramone, Bo Green, George Hornsby y Rhonda Willis se encaminaron hacia sus coches.

– Pienso darme un buen baño bien caliente -comentó Rhonda.

– ¿Esta tarde no tienes que llevar a tus hijos a ninguna parte? -preguntó Green.

– Hoy no, gracias a Dios.

– ¿Se viene alguien a tomar una cerveza? -sugirió Hornsby-. Os dejo que me invitéis.

– Yo tengo entrenamiento -contestó Green, que era entrenador de un equipo de fútbol infantil en el barrio donde se crio.

– ¿Y el Ramone? -insistió Hornsby.

– Pasa -contestó Rhonda, que sabía la respuesta de Ramone antes de que abriera siquiera la boca.

Pero Ramone no prestaba atención. Estaba pensando en su mujer y sus hijos.

7

Diego Ramone se bajó del autobús 12 junto a la estación del metro y echó a andar por la línea District en dirección a su casa. No había sido un buen día en el colegio, pero sí un día típico. Se había metido en líos, como le pasaba un par de veces a la semana desde que empezó a ir a aquel instituto. Ojalá pudiera haberse quedado en su antiguo colegio, en Washington, pero su padre insistió en transferirle a Montgomery County, y desde entonces las cosas no iban bien.

El señor Guy, el subdirector, había llamado ese mismo día a su madre para decirle que Diego se había negado a entregar el móvil cuando le sonó dentro del colegio. La verdad era que se le había olvidado que lo tenía encendido. Sabía que las reglas del centro prohibían llevar el móvil encendido, pero no quiso entregarlo porque a su amigo Toby le habían quitado el teléfono por lo mismo y no se lo devolvieron en varias semanas. Así que le dijo al señor Guy:

– No, no pienso entregarlo, porque ha sido un error sin intención.

Y entonces el señor Guy lo llevó a su despacho y llamó a su madre. El subdirector declaró que podía haberle expulsado por insubordinación, pero que le iba a dar una oportunidad. Menuda oportunidad. A Diego todavía le esperaba la bronca de su padre. Además, estar expulsado era más divertido que estar en el colegio. Por lo menos en ese colegio.

Ahora atravesó un corto túnel bajo las vías del metro y cruzó Blair Road. Llevaba una larga camiseta negra en la que aparecía el Diablo de Tasmania calcado a mano por un amigo, uno de los gemelos Spriggs. Bajo la camiseta llevaba una camiseta interior Hanes. Era otoño, pero todavía hacía buen tiempo para los pantalones pirata, y los suyos eran unos Levi's Silvertab unos centímetros por debajo de la rodilla. Debajo llevaba unos boxers de SpongeBob. Hoy iba calzado con uno de los tres pares de zapatillas deportivas que tenía, unas Nike Exclusive, en blanco y azul marino.

Diego Ramone tenía catorce años.

De pronto sonó su politono de los Backyard en vivo en el Crossroads. Diego se sacó el móvil del cinto de los tejanos.

– ¿Sí?

– ¿Dónde estás, colega? -Era su amigo Shaka Brown.

– Pues cerca de la Tercera con Whittier.

– ¿Vas andando?

– Sí.

– ¿No te ha recogido tu madre?

– Me he pillado el doce.

Su madre había ido al colegio, pero Diego sabía que, si se subía al coche con ella, lo llevaría directo a casa y luego lo pondría a hacer los deberes. Tras negociar un rato, quedaron en que tomaría el autobús y luego iría andando al barrio, donde, Diego aseguró, sólo tenía planeado verse con Shaka para jugar un rato al baloncesto. El autobús le daba sensación de libertad y de ser adulto. Había prometido a su madre estar en casa antes de la hora de cenar.