– Asa, tío, ¡espera!
Asa siguió andando. Por fin giró en Tuckerman, hacia el este.
– ¿Qué mosca le ha picado? -preguntó Diego-. Ha hecho como si no nos conociera.
– Ni idea. Además, hace calor para llevar esa North Face, ¿no?
– Iba sudando. Bah, querría fardar de chupa.
– ¿Has hablado con él últimamente?
– Este año no mucho. Como estoy en otro instituto…
– ¿Todavía juega al rugby?
– Qué va.
– Igual es que tenía prisa por llegar a su casa.
– Vive en la otra dirección.
– Entonces es que querría poner distancia -sugirió Shaka-. Su padre no le deja en paz.
– O igual sale con alguna tía.
– ¿Tú le has visto alguna vez andar con alguna tía?
– Es verdad. Pero a ti tampoco.
– Lo que pasa es que yo nunca tengo una sola. Yo tengo todo un harén.
– ¿Ah, sí? ¿Y dónde están?
– A ti te lo voy a decir.
Salieron de la pista para encaminarse hacia el sur por la Tercera. Pasaron por una pequeña zona comercial, una tienda de ropa de mujer con diseños africanos, una barbería, una tintorería y una parroquia. En la calle siguiente, en la esquina entre la Tercera y Rittenhouse, se detuvieron delante de una gran nave que ahora era una sala de fiestas y banquetes que se alquilaba para cumpleaños, aniversarios y otras celebraciones. Se llamaba sala Air Way VIP.
– Yo voy a casa de Fat Joe -dijo Shaka-. A jugar a la Play. Tiene el nuevo NC doble A.
– Mis viejos no me dejan ir a casa de Joe.
– ¿Por qué?
– Porque su padre tiene una pistola. Esa treinta y dos pequeña, ¿sabes?
– Pero no la vamos a tocar.
– Ya, pero mi padre no quiere que vaya a esa casa.
– Bueno. -Shaka chocó el puño con Diego-. Pues nos vemos, colega.
– Nos vemos.
Shaka se alejó por Rittenhouse, hacia la casa adosada de su madre en Roxboro Place. Diego fue hacia el este, en dirección a una casa colonial de estuco amarillo con un porche delante, en la cuesta a medio camino de la manzana.
El Tahoe de su padre no estaba en la calle. Diego se consideraba casi un hombre, pero todavía era lo bastante niño como para sentirse más seguro cuando su padre estaba en casa.
Ya casi había caído la tarde, y el sol poniente arrojaba largas sombras en el césped.
8
– ¿Está bien la música? -preguntó Dan Holiday, mirando por el retrovisor a su cliente, un tipo atlético de unos cuarenta y cinco años, sentado en la parte derecha del asiento trasero.
– Está bien. -El cliente llevaba unos tejanos planchados y un blazer de marca, camisa abierta en el cuello, botas negras de cuero y un reloj Tag Heuer que tenía que haberle costado mil pavos. El tipo llevaba también uno de esos pelados caros, con el pelo disparado en todas direcciones y de punta por delante. Su aspecto decía: «Yo no tengo que llevar corbata, como vosotros, pringados, pero tengo dinero, estad tranquilos.»
Holiday le había visto salir de su casa en Bethesda mientras le esperaba en el Town Car negro. Había calculado su edad aproximada y, sabiendo que era una especie de escritor (el encargo le venía de una editorial de Nueva York que solía solicitar sus servicios), pensó que al tío le gustaría la música de su juventud, o sea, el año 1977 y más allá. Y ya había sintonizado Fred, el programa de «clásica alternativa» de la radio antes de que el tipo llegara al coche.
– Puede cambiarla si quiere -informó Holiday-. Tiene los controles de la radio ahí detrás, justo delante de usted.
Se dirigían por la autopista hacia el aeropuerto de Dulles. Holiday llevaba puesta la chaqueta del uniforme, pero no la gorra de chófer porque con ella se sentía como un botones.
Sólo se ponía la gorra cuando llevaba en el coche a grandes empresarios, políticos y otros peces gordos.
Pero con este particular cliente no vio la necesidad de mucho formalismo, y eso era agradable. Pero la música, joder, le estaba poniendo los nervios de punta. Un heroinómano berreaba por los altavoces. El escritor movía la cabeza un poco, siguiendo el ritmo mientras contemplaba los controles de la radio.
– ¿Recibe aquí satélite?
– Pongo la unidad XM en todos mis coches -replicó Holiday. «En todos.» Tenía dos.
– Bien.
– Menuda idea la tecnología GPS. Cuando estaba en la policía la utilizábamos para seguir a los sospechosos.
– ¿Era usted policía? -Aquello pareció despertar la curiosidad del cliente, que por primera vez miró a Holiday a los ojos por el retrovisor.
– En D.C.
– Tenía que ser interesante.
– Algunas anécdotas sí tengo.
– Seguro.
– Pero, bueno, cuando me retiré monté este negocio.
– Parece demasiado joven para estar jubilado.
– Trabajé los años precisos, aunque no lo parezca. Supongo que tengo buenos genes.
Holiday sacó de debajo del quitasol un par de tarjetas de visita para ofrecérselas. El tipo leyó las letras en relieve: «Servicio de coches Holiday», en antigua caligrafía inglesa. Y debajo: «Transporte de lujo, seguridad, protección.» Y luego el eslogan: «Haremos de su día laborable un día festivo.» Abajo estaba el número de contacto de Holiday.
– ¿También tiene servicios de seguridad?
– Es la rama principal del negocio, mi especialidad.
– ¿Guardaespaldas y esas cosas, eh?
– Sí.
Holiday dejaba casi todo lo de «guardaespaldas y esas cosas» a Jerome Belton, su otro chófer y único empleado. Belton, antiguo nose-guard en Victoria Tech que se había volado la rodilla en su último año, se encargaba de los trabajos de seguridad, llevando a ejecutivos de alto nivel, raperos de tercera y otros artistas que acudían a dar algún espectáculo a la ciudad. Belton era un hombretón que cuando hacía falta podía asumir una expresión seria y dura, y por tanto poseía el equipamiento necesario para el trabajo.
Holiday adelantó a un taxi por la izquierda y volvió de un volantazo a su carril. Vio por el retrovisor que el escritor se metía las tarjetas en el bolsillo del pecho. Seguramente las tiraría a la basura en el aeropuerto, pero nunca se sabía. Los negocios crecen por el boca a boca, o al menos eso le habían dicho. Una vez los tenías en el coche, lo más importante era dar buena imagen. Los artículos del asiento trasero (los periódicos perfectamente doblados, el Washington Post, el New York Times y el Wall Street Journal; la lata de Altoids; las botellas de agua mineral Evian, y la radio satélite), todo estaba ahí para dar una impresión de servicio y que el cliente se sintiera una persona muy especial, para elevarle por encima de la chusma de los taxis y el transporte público. Holiday incluso llevaba en el maletero un Washington Times, por si el cliente parecía ser de esa cuerda.