– Así que es usted escritor -comentó, intentando fingir que el tema le interesaba.
– Sí. De hecho hoy salgo para una gira de tres semanas, para presentar mi libro.
– Debe de ser un trabajo interesante.
– Puede serlo.
– ¿Es divertido estar de gira?
«¿Follas mucho?»
– A veces. Por lo general es cansado. Tanto viaje en avión te deja chafado.
– Vaya.
– Lo de la seguridad en los aeropuertos es agotador últimamente.
– Qué me va a contar.
«Será maricón.»
– A veces me horroriza.
– Ya me imagino.
«Este tío no tiene pelos en los huevos.»
Holiday apenas habló el resto del trayecto. Ya había cumplido con su deber y le había dado un par de tarjetas. Se acabó. Chupeteó un caramelo de menta y se puso a pensar en su siguiente copa.
Estaba más aburrido que una ostra. Aquélla no era forma de ganarse la vida. Con una puta gorra de chófer.
– Vuelo con United -dijo el cliente cuando se acercaban a los carteles con códigos de colores que les indicaban la entrada al aeropuerto.
– Muy bien.
Holiday dejó a su cliente en su puerta y sacó el equipaje del maletero. El escritor le dio una propina de cinco dólares. Holiday estrechó aquella manita y le deseó un feliz viaje.
A esas horas la 495 sería un puro atasco desde Virginia hasta Maryland. Holiday decidió esperar en un bar a que pasara la hora punta. Ya volvería a la carretera cuando se aligerase un poco el tráfico. Tal vez pudiera charlar con alguien mientras se centraba en sus cosas.
Encontró un hotel en Reston, en la segunda salida de la autopista. Era una especie de centro llamado Town Center, un bloque de franquicias, restaurantes y cafeterías que parecía que alguien hubiera arrancado de una ciudad de verdad para soltarlo en un campo de maíz. De camino al bar se presentó al conserje y le tendió varias tarjetas, junto con un billete de diez dólares. Gran parte de sus encargos venían de los hoteles, que Holiday cultivaba con su toque personal.
El bar no estaba mal. Era de temática deportiva, pero no demasiado agresivo. Había muchas mesas altas, para los que querían estar de pie en grupo, y taburetes para quien prefiriera sentarse. Los ventanales daban a una calle falsa. Holiday se sentó en la barra y dejó el tabaco y las cerillas en la superficie de mármol, fría al tacto. Una ventaja de Virginia: todavía se podía fumar en los bares.
– ¿Qué le pongo? -preguntó la camarera, una rubia escotada.
– Absolut con hielo.
Holiday se fumó un Marlboro. Entre los clientes, básicamente hombres, abundaban las perillas, los pantalones Kenneth Cole Reaction, los zapatos de cordones Banana Republic y las camisas de golf para los que se habían tomado la tarde libre. Las mujeres iban igualmente pulcras y sosas. Holiday, con su traje Hugo Boss de confección y la camisa blanca, parecía un hombre de negocios del lado del euro, algo más en la onda que aquel puñado de pringados.
Entabló conversación con un joven representante, y se invitaron mutuamente a un par de rondas. Cuando el representante subió a su habitación Holiday advirtió que ya había oscurecido. Pidió otra copa y se quedó mirando el vapor que subía de los cubitos de hielo. Estaba relajado. Se estaba hundiendo en el pozo habitual y todavía no tenía ningunas ganas de salir.
Una atractiva pelirroja que ya no volvería a cumplir los treinta y cinco se sentó junto a él. Llevaba un traje ejecutivo de falda y chaqueta, de un tono verdoso que acentuaba el color de su pelo y el verde de sus ojos, unos ojos llenos de vida que presagiaban que sería una fiera en la cama. Holiday captó todo eso de un rápido vistazo. Se le daba bien.
Alzó el cigarrillo humeante entre los dedos.
– ¿Te importa? -preguntó, enseñando en una sonrisa los dientes y las arrugas en torno a sus ojos azul hielo. La primera impresión era crucial.
– No si me invitas a uno.
– Hecho. -Holiday le ofreció el paquete, le encendió el cigarrillo y apagó de un soplo la cerilla-. Danny Holiday.
– Rita Magner.
– Un placer.
– Gracias por el pitillo. Sólo fumo cuando viajo.
– Yo también.
– Es que me aburro. -La mujer le guiñó un ojo-. Así tengo algo que hacer.
– Las ventas pueden ser un rollo. Cada noche en un hotel…
– Camarera… -llamó ella.
Holiday le echó un buen vistazo mientras ella pedía. Advirtió la marca de bronceado en el dedo anular. Casada. Pero le parecía bien. Eso no hacía más que avivar sus ansias. Su muslo redondo se tensó al cruzarse de piernas. Holiday le miró el escote pecoso, los pechos pequeños en un suelto sujetador negro.
– A mi cuenta -le dijo Holiday a la camarera cuando sirvió a Rita su copa.
– Me vas a acostumbrar mal.
– Te dejo pagar la próxima.
– De acuerdo -aceptó ella-. Bueno, ¿tú a qué te dedicas?
– Seguridad. Vendo rastreadores, equipos de vigilancia, aparatos de escucha telefónica, esas cosas. A la policía.
Tenía un amigo, ex policía como él, que se dedicaba justo a eso, de manera que sabía lo suficiente para dar el pego.
– Ya.
– ¿Y tú?
– Productos farmacéuticos.
– ¿Tienes alguna muestra que quieras probar conmigo?
– No seas malo -replicó ella con una sonrisa socarrona-. Perdería el trabajo.
– Tenía que preguntarlo.
– No pasa nada por preguntar.
– ¿No?
Ella bebía vodka con tónica, y él siguió con el Absolut con hielo. Rita no se quedó atrás en las copas. Terminaron el paquete de tabaco de Holiday y compraron otro. Él se acercó y ella se lo permitió, y Holiday supo que la tenía en el bote.
Le contó el momento en el que más vergüenza había pasado en su trabajo. Era una variación de una anécdota que ya había contado muchas veces, pero iba cambiando los detalles sobre la marcha. Eso también se le daba bien.
– ¿Y tú? -preguntó.
– Ay, Dios -suspiró ella, apartándose el pelo de la cara-. Vale. Fue en Saint Louis, el año pasado. Había llegado en avión por la mañana, para una reunión importante durante el almuerzo, y pensé que tendría tiempo entre la llegada y la hora de la reunión, así que me puse ropa cómoda para el vuelo. Y sí, era muy cómoda, pero desde luego nada apropiada para la reunión.