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– Ya me lo veo venir.

– Deja que te lo cuente. El caso es que el avión llegó con mucho retraso, y además tenía que recoger el coche de alquiler. En fin, que para cuando terminé con todo, no tenía tiempo de pasar por el hotel a cambiarme.

– ¿Y dónde te cambiaste entonces?

– Pues había un parking debajo del restaurante donde teníamos la reunión.

– ¿Y no podías usar los servicios del hotel?

– El parking estaba muy oscuro y no había nadie. Así que me cambié en el asiento trasero del coche. Total, que estaba desnuda de cintura para arriba, pero desnuda del todo, porque me tenía que cambiar también el sujetador, y de pronto aparece un tipo que iba a por su coche. Y en lugar de hacer lo más decente y pasar de largo, aunque fuera mirando, va el tío y se acerca a la ventanilla y da unos golpecitos. Y no veas cómo me miraba, vamos, dándome un buen repaso.

– Tampoco me extraña.

– …Y me dijo algo así como: «Señorita, ¿la puedo ayudar?»

Holiday y Rita se echaron a reír.

– Eso es lo mejor de la historia -comentó Holiday-. Ese detalle.

– Justo. Porque si no tampoco es algo tan raro. Vaya, que no era la primera vez que estaba desnuda en un coche.

– Y seguro que tampoco será la última.

Rita Magner sonrió, se sonrojó un poco, y apuró su copa.

– Aquel día del parking, ¿llevabas el tanga negro que llevas ahora?

– ¿Cómo lo sabes?

– Venga, seguro que llevas tanga. Y tiene que ser negro.

– Mira que eres malo.

Luego Rita mencionó el minibar de su habitación.

Ya en el ascensor, Holiday se decidió a besarla en la boca. Ella entreabrió los labios, y contra la pared de madera sus piernas se abrieron como una flor. Él subió la mano por el muslo desnudo hasta tocar el encaje del tanga negro, y debajo el calor y la humedad. Ella gimió con sus caricias.

Una hora más tarde, Holiday volvía a su Lincoln. Rita había resultado ser tan ansiosa y voraz como esperaba, y cuando terminaron, Holiday la dejó con sus recuerdos y su culpa. Rita no hizo el más mínimo ademán para que se quedara. Era como las otras, parte del atrezo, una anécdota para contar a los chicos en el Leo's y dar rienda suelta a su imaginación y su envidia incluso. Pero Holiday ya la había borrado de su memoria, había olvidado su cara para cuando metió la llave en el contacto.

9

Gus Ramone entró por la puerta y oyó Summer Nights en el cuarto de estar al fondo de la casa. Alana estaría viendo un DVD, uno de sus musicales favoritos. A juzgar por el olor a ajo y cebolla, Regina estaba en la cocina, preparando la cena.

«Están aquí y están a salvo.» Era lo primero que pensaba nada más entrar al recibidor. Cuando llegó a la cocina pensó en Diego, preguntándose si también estaría en casa.

– ¿Cómo estás, preciosa? -saludó a su hija, que estaba bailando delante del televisor, imitando los movimientos que veía en la pantalla. El cuarto de estar, que habían añadido a la casa unos años atrás, se abría a la cocina.

– Bien, papá.

– Hola -le dijo a Regina, que se hallaba de espaldas a él removiendo el contenido de un cazo con una cuchara de madera. Llevaba ropa deportiva, pantalones con rayas a un lado y camiseta a juego.

– ¿Qué hay, Gus?

Ramone guardó su placa y la pistolera del cinturón con su Glock 17 en un cajón que había habilitado para tal efecto, y lo cerró con llave. Sólo él y Regina tenían la llave de ese cajón.

Luego volvió con su hija, que ahora movía la pelvis en el centro del salón imitando al joven actor de la pantalla. El hombre sonreía con lascivia, bailando en las gradas, con los movimientos ágiles y fluidos de un gato callejero, mientras su engominada cohorte le azuzaba cantando: Tell me more, tell me more…

– Did she put up a fight? -cantó Alana, mientras Ramone se inclinaba para darle un beso en la cabeza, entre una masa de densos rizos negros heredados de su padre.

– ¿Cómo está mi pequeñaza?

– Estoy bien, papá.

La niña siguió bailando, alzando los pulgares como Danny Zuko. Ramone volvió a la cocina y rodeó los hombros de su mujer con los brazos para darle un beso en la mejilla. Luego se estrechó contra ella por detrás, sólo para demostrar que todavía le iba la marcha. Las arrugas en las comisuras de los ojos de Regina indicaban que sonreía.

– Oye, ¿está bien que la niña vea esa película?

– Es Grease.

– Ya sé lo que es. Pero Travolta se menea como si estuviera follando y la niña lo está imitando.

– Es sólo un baile.

– ¿Así lo llaman ahora?

Ramone se puso a su lado.

– ¿Un buen día?

– Hemos tenido una racha de suerte. Pero no creo que nadie esté muy contento. El hombre no era ningún criminal, pero se puso loco con el crack y mató a su mujer por celos y por despecho. Ahora ella está en la morgue, a él seguramente le caerán veinticinco años y los niños se han quedado huérfanos. Tiene miga la cosa.

– Has hecho tu trabajo -replicó ella, un refrán repetido en su casa.

Todos los días Ramone hablaba con ella de su jornada. Para él era muy importante porque, según su experiencia, si un policía no hablaba de su trabajo su matrimonio acababa en desastre. Además, Regina le comprendía. Ella también había sido policía, aunque ahora le pareciera que había sido en otra vida.

– ¿Dónde está Diego?

– En su cuarto.

Ramone miró el cazo. El ajo y la cebolla empezaban a dorarse en el aceite de oliva.

– Tienes el fuego demasiado alto -protestó-. Se está quemando el ajo. Y la cebolla tiene que estar transparente, no negra.

– Déjame en paz.

– El fuego sólo tiene que estar alto para hervir agua.

– Por favor.

– ¿Estás haciendo una salsa? -Sí.

– ¿La de mi madre?

– La mía.

– A mí me gusta la salsa de mi madre.

– Pues haberte casado con ella.

– Oye, baja el fuego, ¿quieres?

– Ve a ver a tu hijo.

– A eso voy. ¿Qué ha pasado hoy?

– Dice que no sabía que tenía el móvil encendido. Un amigo le llamó justo cuando salía del servicio, y el señor Guy lo oyó.

– ¿El señor Guy o gay?

– Gus…

– Yo sólo digo que, con ese nombre, el tío tendrá algún problema.