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– Desde luego no es el hombre más varonil del planeta, eso es verdad.

– ¿Y por eso querían expulsar a Diego?

– Por insubordinación. Es que se negó a entregar el móvil.

– Para empezar no tendrían que haberle buscado las cosquillas.

– Ya lo sé. Pero son las reglas. En fin, por lo menos haz como que estás enfadado con él. Un poco.

– Más enfadado estoy con el colegio.

– Yo también.

– Voy a hablar con él. -Ramone se inclinó sobre el fogón-. Que sepas que estás achicharrando el ajo.

– Ve a ver a tu hijo.

Ramone le dio un beso en el cuello, justo debajo de la oreja. Regina olía un poco a sudor, pero también era un olor dulce. Era el aceite que se ponía en la piel, con un toque de grosella.

Mientras se marchaba, Ramone insistió:

– Baja un poco el fuego.

– El fuego lo puedes bajar tú -respondió ella- el día que te pongas a cocinar.

Ramone atravesó el pasillo, dejando atrás el sonido de las canciones de los Thunderbirds y las Pink Ladies, y subió al piso de arriba.

Estaba más que reconsiderando la decisión de haber trasladado a Diego al colegio de Montgomery County, aunque en su momento le parecía no tener otra opción. Ramone y Regina estaban de acuerdo en que el colegio público de su zona era inaceptable. Para empezar el edificio estaba en estado de perpetua ruina, y siempre faltaba material, incluidos papel y lápices. Entre la tenue iluminación, puesto que muchos de los fluorescentes y lámparas estaban estropeados o habían desaparecido, los detectores de metales y el personal de seguridad apostado en cada puerta, aquello parecía una cárcel. Cierto es que se invertía mucho dinero en el sistema educativo de Washington D.C., pero curiosamente muy poco parecía revertir en los alumnos. Y los chicos habían empezado a encontrar problemas, tanto en el colegio como en la calle. En su zona, donde muchos padres tenían dos trabajos y otros estaban ausentes o no se involucraban en las vidas de sus hijos, algunos chicos comenzaban a tontear con la delincuencia. No era un buen ambiente para Diego, que tampoco era muy buen estudiante y de hecho se sentía atraído por aquellos que trasgredían las normas.

Gus Ramone había hablado de todo esto con su mujer, intensamente y en privado. Al final decidieron que sería bueno para Diego estar en contacto con otro ambiente. Pero incluso entonces, cuando la misma Regina se empeñó en hacer el cambio, Ramone no estaba del todo seguro de sus motivos para sacar a Diego de la enseñanza pública de D.C. Lo que le rondaba la mala conciencia era que los chicos del colegio de su barrio eran casi todos negros o hispanos.

A pesar de todo gestionaron la matrícula. Para ello tuvieron que emplear una especie de estratagema para establecer residencia en Montgomery. En los años noventa, cuando Regina daba clase y contaban con dos sueldos, habían invertido en una propiedad, una pequeña casita en Silver Spring, en una zona que en aquel entonces no valía nada. Les costó ciento diez mil dólares. Se la alquilaron a un albañil guatemalteco y su pequeña familia. Luego obtuvieron un número de teléfono de Maryland para la casa, y trasfirieron las llamadas a su dirección en D.C. Con esto y las escrituras de la casa, tenían lo necesario para solicitar la residencia en Maryland y poder cambiar a Diego de colegio.

Pero ya desde el principio pareció que habían cometido un error. El colegio de Montgomery tenía estudiantes destacados, y la mayoría de ellos eran blancos. Se mostraba menos tolerancia hacia lo que se consideraba un comportamiento negativo. Reírse o hablar alto en los pasillos o el comedor era una ofensa que a menudo se castigaba con la expulsión temporal. Igual que estar cerca de algún conflicto, aunque no se participara en él. Parecía haber distintas reglas para Diego y sus amigos, por una parte, y para los chicos de las clases de los destacados y los más dotados. Ramone suponía que se favorecía a esos chicos, blancos en su mayoría, porque elevaban los resultados académicos del colegio. Todos los demás alumnos entraban en la categoría de «otros». Cuando Regina investigó un poco el asunto, descubrió que a los chicos negros de Montgomery se los suspendía, castigaba o expulsaba tres veces más que a los blancos. Desde luego algo olía mal, y aunque ni Gus ni Regina llegaron a hablar de racismo, sospechaban que el color de su hijo, y el de sus amigos, estaba indirectamente relacionado con la etiqueta de «problemáticos» que les habían colgado.

Todo esto sucedía en un colegio situado en un barrio conocido por su activismo liberal, un lugar donde era común ver en los coches pegatinas de «Celebremos la diversidad». Los días que Ramone iba a recoger a su hijo al colegio veía que la mayoría de los alumnos negros salían juntos y echaban a andar calle abajo en dirección a los «bloques», mientras que los blancos se dirigían a sus casas en la parte alta del barrio. A veces se quedaba allí en el coche viendo todo esto y se decía: «He cometido un error con mi hijo.»

El caso es que Ramone nunca estaba seguro de estar haciendo lo mejor para sus hijos. Y los que afirmaban hacerlo o se engañaban o mentían. Por desgracia los resultados no se sabían hasta el final.

Ramone llamó a la puerta de Diego. No hubo respuesta y tuvo que llamar más fuerte.

Diego estaba sentado al borde de la cama, un colchón sobre un somier de muelles encima de la moqueta. Tenía al lado el balón de rugby con el que dormía. Llevaba puestos unos auriculares, y cuando se los quitó Ramone oyó música go-go a gran volumen. El chico llevaba una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto unos brazos delgados y bien definidos y unos hombros tan anchos como los de un hombre. Empezaba a asomarle el bigote y se había recortado las patillas en forma de dagas en miniatura. Llevaba el pelo muy corto, y cada quince días se pelaba en la barbería de la Tercera. Su tono de piel era algo más claro que el de Regina, pero había heredado los grandes ojos castaños de su madre y la gruesa nariz. El hoyuelo del mentón era de Ramone.

– ¿Qué haces, papá?

– ¿Qué haces tú?

– Descansar.

Ramone se quedó de pie junto a él, con los pies separados en pose autoritaria, un vicio de policía. Diego lo advirtió, sonrió con ironía y meneó la cabeza. Se levantó de la cama y se puso junto a su padre. Sólo era unos centímetros más bajo.

– Deja que te lo cuente.

– Venga.

– Lo de hoy ha sido…

– Ya lo sé.

– No ha sido nada.

– Mamá me lo ha contado.

– Me tienen enfilado, papá.

– Bueno, les diste razones al principio.

– Es verdad.

Diego había dado guerra al llegar al colegio. Pensó que tenía que demostrar a sus compañeros que el chico nuevo no era un blando, que era un tipo duro, chulo y además gracioso. En septiembre Ramone y Regina habían recibido varias llamadas de los profesores exasperados quejándose de que Diego era un alborotador en clase. Ramone se puso muy serio con él, le dio severos y amenazadores sermones, lo castigó e incluso lo sacó del entrenamiento de rugby, aunque no llegó a prohibirle que jugara el partido semanal. La mano dura pareció funcionar, o tal vez Diego terminó adaptándose por sí mismo. Un par de profesores le dijeron a Regina que el comportamiento de Diego había mejorado en clase, e incluso alguno llegó a asegurar que tenía potencial para ser una influencia positiva sobre otros alumnos, un líder. Pero la primera impresión negativa que había causado en la directora, la señora Brewster, una mujer blanca, y el subdirector, el señor Guy, fue muy perjudicial. Ramone tenía la sensación de que a esas alturas tenían a su hijo en el punto de mira. Diego, desanimado y desmotivado, estaba perdiendo interés en el colegio. Sus notas habían empeorado.