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Una vez en su casa se metió en la cama, pero no se durmió. Se quedó mirando el techo mientras el sol empezaba a filtrarse por las cortinas venecianas. Pero no veía el techo. Más bien se veía de joven, de uniforme, en un jardín comunitario muy parecido al que acababa de dejar. En su memoria, el agente de homicidios T. C. Cook estaba trabajando, con su abrigo y su sombrero marrón. Veía el escenario del crimen iluminado por las luces estroboscópicas de los coches patrulla y los ocasionales flashes de las cámaras.

Era como ver una fotografía en su mente. Veía las luces, a los jefes, al periodista de Canal 4 y muy claramente a sí mismo y al detective T. C. Cook.

También en la fotografía, joven y de uniforme, estaba Gus Ramone.

11

Mientras los trabajadores iban llegando a sus puestos en el refugio de animales y la imprenta, la policía de Homicidios y la Científica trabajaban en torno al cadáver de un joven en un jardín comunitario entre las calles Oglethorpe y Blair Road. Varios agentes y la cinta policial mantenían a raya a los mirones, que especulaban entre ellos y llamaban por móvil a su familia y amigos, lejos de la escena.

El detective Bill Garloo Wilkins, que tenía el turno de doce a ocho de la mañana en la VCB, estaba a punto de terminar la jornada cuando llegó la llamada con la denuncia anónima. Acudió al jardín con el detective George Loomis, un tipo de hombros caídos que se había criado en Section Eights, cerca del hogar Frederick Douglass en Southeast. Wilkins estaba a cargo del caso.

Mientras Wilkins y Loomis trabajaban en el escenario del crimen, Gus Ramone llegaba a las oficinas de la VCB para su turno de ocho a cuatro. Rhonda Willis ya estaba en su mesa. Le gustaba llegar temprano, tomarse un café y preparar la agenda del día. Como siempre, comentaron los planes para la jornada, así como cualquier actividad relacionada con el crimen violento que hubiera podido desarrollarse. Mencionaron a la víctima no identificada encontrada junto a Blair Road, así como que Garloo Wilkins se encargaba de la investigación. Ramone todavía tenía que terminar con William Tyree, y Rhonda testificaría en un caso de drogas que había cerrado varios meses antes. Ramone quería interrogar a una posible testigo de un homicidio antes de que la mujer entrara en su trabajo en el McDonald's, en Howard U. Rhonda accedió a acompañarle. Luego irían juntos a los juzgados entre la Cuarta y E.

La posible testigo, una mujer joven llamada Trashon Morris, resultó no ser de gran ayuda. La habían visto en un club a las afueras de Shaw, con un joven involucrado en un asesinato cometido esa misma noche. El joven, Dontay Walker, había estado discutiendo en el club, decían los testigos, con un tipo al que más tarde encontraron muerto a tiros dentro de su Nissan Altima, en la Sexta, al sur de U. A Walker lo buscaban en relación con el asesinato, y de momento andaba en paradero desconocido. Pero cuando Ramone interrogó a Trashon Morris, a quien interceptó cuando salía de su edificio, ella no recordaba ninguna discusión en el club ni ninguna otra cosa de aquella noche, por lo visto.

– No me acuerdo -insistió, sin mirar a Ramone a los ojos ni reconocer siquiera la presencia de Rhonda Willis-. Yo no sé nada de ninguna pelea. -Morris tenía unas uñas postizas extra largas, pintadas de color chillón, grandes aros en las orejas y mucho pelo.

– ¿Había bebido usted mucho esa noche? -preguntó Ramone, queriendo determinar su credibilidad en el caso improbable de que recuperara la memoria y acudiera a testificar ante el juez.

– ¿Usted qué cree? Estaba en un club. Claro que bebí.

– ¿Cuánto?

– Lo que me apeteció. Era fin de semana y tengo veintiún años.

– Según me han dicho se marchó del club con Dontay Walker.

– ¿Quién?

– Dontay Walker.

– La gente dice lo que le da la gana. -Trashon se miró el reloj-. Oiga, me tengo que ir a trabajar.

– ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar escondido Dontay desde aquella noche?

– ¿Quién?

Ramone le dio su tarjeta.

– Si vuelve a ver a Dontay, o sabe algo de él, o recuerda algo que no nos haya dicho, llámeme.

– Tengo que ir a trabajar -repitió ella. Y echó a andar hacia la estación del metro, al final de la manzana.

– Muy dispuesta a colaborar -comentó Ramone, mientras se dirigía con Rhonda hacia un Impala granate de la policía, aparcado junto a la cuneta.

– Una de esas chicas fabulosas del gueto -dijo Rhonda-. Más vale que a mis hijos no se les ocurra traerme a casa a nadie con esas pintas, porque sale disparada de una patada.

– Estará furiosa con su madre, por ponerle Trashon.

– Sí, vaya nombrecito -repuso Rhonda-. Hay nombres que son un karma.

En los juzgados, Ramone y Rhonda Willis subieron a la primera planta a rellenar el formulario para su comparecencia en juicio, y luego a la novena, donde trabajaban los fiscales estatales, los fiscales federales que llevaban los casos desde la detención del sospechoso hasta el juicio. Tanto en los pasillos como en los despachos se veía a muchos policías de homicidios. Lo normal. Unos llevaban buenos trajes, otros trajes baratos, y alguno iba con sudadera. Acudían a testificar, charlar, informar de los progresos en algún caso y hacer horas extras. Algunos días había más policía en aquellas oficinas que en la comisaría o en la calle.

Ramone encontró al fiscal Ira Littleton en su despacho. Hablaron del caso de Tyree y la comparecencia ante el juez, una conversación que consistió en un sermón de Littleton sobre etiqueta y procedimientos en el tribunal. Ramone le permitió soltar su discurso. Cuando terminó, fue al despacho de Margaret Healy, una pelirroja inteligente y endurecida, de unos cuarenta y cinco años, que dirigía el equipo de fiscales del Estado. Los papeles rebosaban de su mesa y se extendían por el suelo. Ramone se dejó caer en una de las cómodas butacas.

– Me han dicho que has sido muy rápido en el caso del apuñalamiento.

– Gracias a Boo Green.

– Es un trabajo de equipo -replicó Healy, utilizando una de sus expresiones favoritas.