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– Bill.

Ramone echó un vistazo al lugar: los comercios, las vías del tren, las fachadas traseras de las casas y la iglesia en la calle residencial que corría de este a oeste en una elevación al final del jardín.

– Me han llamado de la oficina para decir que venías -comentó Wilkins-. ¿Conocías a la víctima?

– Un amigo de mi hijo.

– ¿Asa Johnson?

– Si es que es él.

– Llevaba al cuello un carnet de esos de colegio. Su padre ha identificado el cuerpo.

– ¿Está aquí el padre?

– Está en el hospital. A su mujer le ha dado un ataque. Y él tampoco parecía muy entero, la verdad.

– ¿Hay algo ya?

– Al chaval le dispararon en la sien, con el agujero de salida en la coronilla. Hemos encontrado la bala. Aplastada, pero nos dará para saber el calibre.

– La pistola nada.

– No.

– ¿Casquillos?

– No.

– ¿Alguna corazonada?

– De momento nada.

Pero tanto Ramone como Rhonda y Loomis sabían que Wilkins ya se había imaginado un probable escenario y había eliminado algunas posibilidades. Lo primero que Wilkins supondría al ver a un adolescente negro con una herida mortal de bala sería «cosa de drogas». Un asesinato relacionado con el hampa, lo que algunos policías llamaban «limpiezas sociales». El darwinismo puesto en marcha por quienes estaban metidos en esa vida.

Wilkins habría considerado también la posibilidad de que hubiera sido un robo. Sólo que un chaval con esa edad y en aquella zona de la ciudad no podría llevar nada de mucho valor. Tal vez la cazadora North Face, las deportivas de cien dólares… pero todavía las llevaba puestas. De manera que el caso era dudoso. Le podrían haber atracado para robarle dinero o drogas. Pero eso les llevaba de nuevo al asunto de las drogas.

Tal vez, Wilkins pensó, la víctima había tonteado con la novia de otro fulano. O había dado esa impresión.

O podría haber sido un suicidio. Pero los chicos negros no se suicidaban, pensó Wilkins, de manera que no era probable. Además, no había arma. El chaval no podía haber escondido la pipa después de darse matarile.

– ¿A ti qué te parece, Gus? -preguntó por fin-. ¿Estaba el chaval metido en drogas?

– No que yo sepa.

Bill Wilkins había adquirido el apodo de Garloo por su tamaño gigantesco, las orejas puntiagudas y la coronilla calva. Garloo era el nombre de un monstruo de juguete muy popular en la primera mitad de los años sesenta. A Wilkins le había bautizado así uno de los pocos veteranos con bastante edad para recordar a aquella criatura con taparrabos. El apodo le venía muy bien. Respiraba por la boca, su postura era encorvada, sus andares pesados. La primera impresión que daba era de ser medio hombre medio bestia. En la cantina tenían un medallón de papel con el nombre de Garloo pintado crudamente con rotulador, que Wilkins se colgaba del cuello cuando estaba borracho. Por las tardes solía rondar por allí.

A Wilkins le faltaban seis años por cumplir, de los veinticinco reglamentarios, y habiendo perdido las ganas y las esperanzas de ascender, sólo le quedaba la diluida ambición de mantener su rango y posición en la brigada. Y para ello necesitaba cerrar un número razonable de casos. Para él los casos difíciles eran maldiciones, no retos.

A Ramone le caía bastante bien. Otros policías de Homicidios acudían frecuentemente a él con problemas informáticos, puesto que Wilkins sabía de ordenadores y se le daban bien, y siempre estaba dispuesto a ayudar. Era un tipo honesto y bastante decente. Un poco cínico, pero no era el único. En cuanto a sus dotes investigadoras como bien había dicho Rhonda, no tenía mucha imaginación. -¿Testigos? -preguntó Ramone. -De momento ninguno. -¿Quién nos avisó? -Una llamada anónima. Está grabada. Ramone miró al agente apoyado contra el coche patrulla, un tipo alto, delgado y rubio. Estaba bastante cerca para oír la conversación. Ramone leyó automáticamente el número del vehículo, un hábito de sus tiempos de Patrulla.

– Vamos a empezar a sondear -comentó Wilkins, atrayendo de nuevo la atención de Ramone.

– Aquello de allí es McDonald Place, ¿no? -preguntó Ramone, señalando la calle residencial al fondo deljardín.

– Serán las primeras puertas que probemos.

– Y la iglesia.

– Saint Paul's Baptist -dijo Rhonda.

– También -aseguró Loomis.

– En el refugio de animales hay trabajadores nocturnos, ¿no?-inquirió Ramone.

– Hay bastante terreno que cubrir -dijo Wilkins.

– Podemos echar una mano -ofreció Ramone.

– Pues bienvenidos a la fiesta -repuso Wilkins.

– Voy a echar un vistazo al cuerpo -dijo Ramone-, si no os importa.

Ramone y Rhonda Willis se alejaron. Al pasar junto al coche patrulla, el agente se dirigió a ellos.

– Oigan, detectives…

– Sí, ¿qué pasa? -contestó Ramone, volviéndose hacia él.

– Me preguntaba si había aparecido ya algún testigo.

– De momento no -contestó Rhonda.

Ramone leyó la placa del agente y le miró a los ojos azules.

– ¿Tiene usted aquí alguna función?

– Estoy para ayudar en lo que haga falta.

– Pues hágalo. Que no se acerque nadie al cuerpo, ¿de acuerdo? Ni mirones, ni periodistas.

– Sí, señor.

– Has estado un pelín cortante, ¿no, Gus? -comentó Rhonda, mientras atravesaban el jardín.

– Los detalles de esta investigación no son asunto suyo. Cuando yo iba de uniforme no se me habría ocurrido siquiera tener tanto descaro. Si estás con un superior, cierras la boca a menos que te pregunten.

– A lo mejor es un tipo ambicioso, nada más.

– Otra cosa que jamás se me pasó por la cabeza. La ambición.

– Pero te ascendieron de todas formas.

El cadáver no estaba muy lejos, cerca de un estrecho sendero. No se aproximaron demasiado para no alterar con su presencia la escena del crimen. Karen Krissoff, técnica de la policía científica, trabajaba en torno a Asa Johnson.

– Karen -saludó Ramone.

– Gus.

– ¿Ya has sacado las impresiones? -preguntó Ramone, refiriéndose a huellas en la tierra blanda.

– Podéis acercaros -respondió Krissoff.

Ramone se agachó junto al cuerpo para examinarlo. No sintió náuseas mirando el cuerpo del amigo de su hijo. Había visto tantos cadáveres que ya no eran más que objetos inanimados, y apenas le afectaban. Sólo estaba triste y algo frustrado sabiendo que ya no se podía hacer nada.

Cuando terminó de examinar a Asa y los alrededores, se levantó con un gruñido.

– Hay quemaduras de pólvora -comentó Rhonda, que se había fijado antes de acercarse-. Disparo a quemarropa.