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– Sí.

– Y hace bastante calor para llevar esa North Face.

Ramone no dijo nada. Estaba mirando hacia la carretera, más allá de los curiosos, los agentes y los técnicos. Había un Lincoln Town Car negro aparcado en Oglethorpe, y de pie junto a la puerta, un hombre con un traje negro. Era alto, delgado y rubio. Miró a los ojos a Ramone un instante, pero luego abrió la puerta del coche y se sentó al volante. Dio media vuelta y se alejó.

– ¿Gus? -llamó Rhonda.

– La chaqueta sería nueva. Me imagino que se la acababa de comprar y estaba impaciente por lucirla -concluyó Ramone.

Rhonda Willis asintió.

– Sí, los chicos son así.

12

Conrad Gaskins salió de la clínica junto a la iglesia, entre Minnesota Avenue y Naylor Road, en Randle Highlands, Southeast. Llevaba una camiseta con manchas de sudor y unos desvaídos pantalones Dickies de color verde. Se había levantado a las cinco de la mañana para ir al punto de encuentro de Central Avenue, en Seat Pleasant, Maryland. Allí le recogía todas las mañanas un ex presidiario, uno de esos cristianos que consideraban su deber dar trabajo a hombres que estaban en la misma situación por la que ellos habían pasado. El punto de encuentro estaba cerca del domicilio que compartía con Romeo Brock, una casa de alquiler bastante ruinosa, de dos dormitorios, en una arboleda en Hill Road.

Brock le esperaba en el SS, en el parking de la clínica. Gaskins se metió en el coche.

– ¿Has meado en el bote? -preguntó Brock.

– Ya se asegura de eso mi agente de la condicional. Dice que tengo que dar una muestra de orina todas las semanas.

– Puedes comprar orina limpia.

– Ya lo sé. Pero aquí casi te cachean antes de meterte en el baño. Aquí ese puto truco no vale. Por eso me mandan a esta clínica.

– De todas formas saldrá negativo.

– Pues sí. No me he metido ni siquiera un porro desde que salí.

Y hasta le sentaba bien. Incluso le gustaba el dolor de espalda al final de una honrada jornada de trabajo. Como si su espalda le recordara que había hecho algo decente.

– Vamos a que puedas lavarte un poco -dijo Brock-. Apestas, tío.

Tomaron Prince George's atravesando Southern Avenue, la frontera entre la ciudad y el campo, territorio comanche. Los criminales sabían que podían atravesar de un lado a otro aquella frontera con pocas posibilidades de ser detenidos, puesto que ningún cuerpo de policía tenía jurisdicción para cruzar. Habían intentado reclamar la ayuda de los Marshals federales y la oficina de Alcohol, Tabaco y Armas, pero de momento habían sido incapaces de coordinar los distintos cuerpos y agencias. Entre el aburguesamiento de la ciudad, que había desplazado a P. G. a muchos residentes de bajo salario, y la desorganización de las fuerzas de la ley, los barrios en torno a la línea del condado se habían convertido en un paraíso para los delincuentes, la nueva tierra sin ley del área metropolitana.

– ¿Estás bien? -preguntó Brock.

– Cansado, nada más.

– ¿Nada más? ¿Sólo cansado? No estarás preocupado por algo, ¿no? Porque ya sabes que lo tengo todo más que controlado.

– Ya te he dicho que sólo estoy cansado.

– Estás cabreado porque sigues fichado. Tienes que ir a mear en un bote de plástico y en cambio yo estoy libre.

– Hmp -gruñó Gaskins.

Su joven primo era todo bravuconadas y todavía no había visto el otro lado de la montaña. Gaskins había estado en ambas pendientes. Involucrado en el tráfico de drogas a muy temprana edad, había sido matón. Lo habían detenido por agresión con agravantes y posesión de armas, y cumplió condena en Lorton. Y cuando cerraron Lorton, le trasladaron fuera del estado. No había nada que quisiera revivir. Pero había prometido a su tía, la madre de Romeo Brock, que se mantendría al lado de su hijo cuidando de que no le pasara nada malo.

De momento había cumplido su promesa. Mina Brock le había criado desde pequeño, tras la muerte de su madre. Y no podía retractarse del juramento de sangre que le había hecho a una mujer tan buena como ella. Seguramente ahora estaría de rodillas, frotando la orina del baño de algún hotel o limpiando la mierda de las sábanas de alguien. Le había cuidado y alimentado, y cuando hizo falta intentó inculcarle algo de sensatez a bofetadas. Era una santa. Lo menos que Gaskins podía hacer por ella era cuidar de su hijo.

Pero Romeo no estaba bien. Se acercaba a una peligrosa línea y estaba a punto de cruzarla. Y aunque a Gaskins nada le habría gustado más que pasar de él, se sentía atrapado. Le ponía enfermo saber adónde lo llevaba Romeo, y aun así no podía marcharse.

Corrían hacia un precipicio en un coche sin frenos.

Gaskins se duchó y se cambió en el único baño de la casa, una estructura de una planta con un porche delantero y un camino particular de grava, oculta entre viejos arces, robles y un alto pino. Un gran tulipero crecía junto a la casa, y algunas ramas habían caído sobre el tejado. Todo el conjunto necesitaba reparaciones, nuevas tuberías y cables eléctricos, pero el dueño jamás se pasaba por allí. El alquiler era barato, de acuerdo con las condiciones de la casa, y Brock siempre pagaba a tiempo. No quería visitas, ni del casero ni de nadie.

Gaskins se puso una sudadera con capucha y se miró al espejo. El trabajo de jardinero le mantenía en forma. En la cárcel se había dedicado a hacer pesas, así que tampoco es que se hubiera abandonado. Era un tipo compacto, de piernas gruesas y fuertes. Había sido un buen jugador de fútbol en su juventud, tipo Don Nottingham, difícil de parar, difícil de tumbar. Había jugado de joven en la organización Pop Warner, pero se apartó del tema cuando empezó a pasar drogas con otros chicos en el barrio de Trinidad, donde se crio. El entrenador intentó que no se marchara, pero Gaskins era demasiado listo. Podía ganar mucho dinero, y todas las cosas que eso implica. Y así fue, durante una temporada. Podría haber sido un buen halfback, si hubiera seguido con el fútbol. Pero era demasiado listo.

Entró en la habitación de Brock, tan desordenada como la de un adolescente. Brock estaba sentado en la cama, comprobando las balas de una Gold Cup del cuarenta y cinco.

– ¿Es nueva? -preguntó Gaskins.

– Sí.

– ¿Qué ha pasado con la otra?

– La he cambiado por ésta.

– ¿Y para qué tenías que traerla?

– Siempre voy armado a trabajar. Tú también vas a necesitar una pipa.

– ¿Por qué?

– He hablado con el tío. Cara de Pez tiene algo para esta tarde-explicó Brock.

– ¿Algo, qué algo?

– Algo bueno, no sé más. Dice que nos va a dar algo gordo.

– Yo ni siquiera debería meterme en el coche con alguien armado. Como nos registren, me voy al trullo de cabeza.