– ¿Y los gorilas? -preguntó Gaskins.
– ¿Eh?
– Hasta un aficionado como él tendrá a alguien que le cubra, ¿no?
– Eso es cosa vuestra, colega. Yo paso de ese rollo. Yo lo que digo es que de casa de ese tío va a salir pasta gansa esta tarde, y luego entrará el perico. No digo más -explicó Cara de Pez.
– ¿Cuándo? -quiso saber Brock.
– Cuando anochezca, pero no muy tarde. A los correos no les gusta hacer el trayecto por la Noventa y cinco cuando hay poco tráfico. Por si hay algún control, supongo.
– ¿Dónde vive ese tipo?
Cara de Pez Lewis le pasó un papel. Brock lo leyó y se lo metió en el bolsillo de su camisa de rayón.
– ¿Cómo has conseguido la dirección? -preguntó Gaskins.
– Mi colega lo buscaría en la guía o yo qué sé. Yo me apalanqué en la calle y le vi entrar y salir de su casa. Está en una zona residencial. Muy tranquilo aquello.
– Una cagada, dejar que le pillaran así de fácil.
– Lo que yo digo. A un tío tan pringado se le puede pillar bien.
– ¿De dónde saca la pasta? -preguntó Gaskins pensativo.
– Pues pasando el material -improvisó Cara de Pez, aunque con voz de saberlo bien-. No puede ser su primera compra.
– Lo que pregunto es cómo sabemos que a este panoli no le respalda algún pez gordo.
– Porque mi colega el díler dice que andaba fardando de que está solo.
Gaskins miró a Brock. Notaba en su mirada ansiosa que su primo ya había decidido ir a por ello.
Estaría viendo ya el dinero, sintiéndolo entre los dedos, gastándoselo en ropa y mujeres, en un traje rojo. Lo que no hacía era pensar.
– ¿Cómo es? -preguntó Gaskins.
– ¿Cómo?
– A ver si vamos a equivocarnos de tío.
– Dice mi colega que está gordo. Demasiado viejo para la movida, pero supongo que habrá empezado tarde. Se presentó en el cuartel con una tía bastante buena. Y menuda lengua. Se pasaron todo el rato discutiendo por chorradas.
– ¿Alguien más?
– Mi colega no habló de nadie más.
– Si esto sale bien, te va a caer algo bueno -prometió Brock-. Para comprarte una sirena o lo que te salga de los huevos.
Cara de Pez forzó una sonrisa. Tenía los dientes podridos y la cara llena de cicatrices.
– Dime, ¿a un pez también le huelen los chichis a pescado? -preguntó Gaskins.
– Todos -contestó Cara de Pez, que no había estado con una mujer limpia desde hacía años.
– Lárgate. Ahora es cosa nuestra.
Cara de Pez salió del coche, agarrándose los pantalones. Brock y Gaskins le observaron alejarse por el callejón. Un pitbull le ladró furioso tras una verja.
– ¿Qué te parece? -preguntó por fin Brock.
– Me parece que no sabemos una mierda.
– Sabemos lo suficiente para plantarnos en casa de ese tío a ver qué pillamos.
– Yo no pienso quedarme hasta tarde. Tengo que estar en el trabajo al amanecer.
Brock marcó un número en su móvil.
13
Ramone, Rhonda Willis, Garloo Wilkins y George Loomis recorrieron metódicamente todas las casas de la corta manzana de McDonald Place, interrogando a los que encontraban en casa siendo un día laborable, y dejando tarjetas para los ausentes. Ramone anotaba los detalles pertinentes de sus conversaciones en un pequeño cuaderno de espiral del mismo tipo que llevaba usando muchos años.
De las entrevistas no surgió nada significativo. Una anciana dijo que por la noche la había despertado un ruido, creía que era una rama rompiéndose, pero no sabía a qué hora, puesto que se volvió a dormir sin molestarse en mirar el reloj. Nadie había visto nada sospechoso. Con excepción de la anciana, al parecer todo el mundo había dormido de un tirón.
La iglesia baptista en la esquina de la manzana, donde cruzaba South Dakota, estaba vacía por la noche.
Wilkins y Loomis habían hablado por teléfono con el turno nocturno del refugio de animales. Más tarde hablarían con los trabajadores cara a cara, pero las conversaciones preliminares indicaban que nadie había visto ni oído nada relacionado con la muerte de Asa Johnson.
– No me extraña -comentó Wilkins-. Con los putos perros que tienen ahí ladrando como posesos.
– Ahí dentro no se oye una puta mierda -convino George Loomis.
– Todavía hay gente de McDonald Place con quien no hemos hablado -terció Rhonda-. Llegarán más tarde del trabajo.
– Supongo que el ayuntamiento o la comunidad o quien quiera que controle el jardín tendrá una lista de la gente que trabaja en cada huerto -dijo Ramone.
– No creo que vengan a plantar nabos en plena noche, Gus -dijo Wilkins.
– Nunca se sabe -repuso Rhonda, repitiendo una de sus muletillas más utilizadas.
– No hay que dejar piedra sin remover -contribuyó Ramone con otra de las suyas.
– Conseguiré la lista -se ofreció Wilkins.
Rhonda se miró el reloj.
– Vas al centro para la comparecencia, ¿no?
– Sí -contestó Ramone-. Y tengo que llamar a mi hijo.
Gus Ramone echó a andar por un sendero que cruzaba el jardín. Atravesó huertos decorados con adornos y señales hechas a mano con títulos como I Heard It Through the Grapevine, Let It Grow y The Secret Life of Plants. Había móviles que giraban en la brisa y banderines. Por fin salió del jardín cerca de su coche.
Se metió en el Impala y se quedó mirando por el parabrisas. El tipo que estaba junto a su Town Car vestido con corbata era Dan Holiday. De eso no había duda. Ramone había oído que Holiday había montado una especie de servicio de limusinas después de dejar la policía. Su aspecto había cambiado muy poco desde que los dos llevaban el uniforme. Había echado una barriguita algo cómica, pero aparte de eso estaba igual. La cuestión era: ¿qué estaba haciendo allí? A Holiday le encantaba ser policía. Seguramente era uno de esos patéticos ex agentes que escuchaban por radio la frecuencia de la policía mucho después de haber entregado la pistola y la placa. Tal vez a Holiday le estaba costando olvidar su antigua vida. Bueno, lo tenía que haber pensado antes de cagarla.
La imagen de Holiday se desvaneció. Ramone pensó en Asa Johnson y en el terror que habría sentido en sus últimos momentos. Pensó en sus padres, Terrance y Helena. Visualizó el nombre de Asa y se dio cuenta de que se leía igual del derecho y del revés. Se quedó allí un rato dándole vueltas al tema. Y por fin se acordó de su hijo.