Puso el motor en marcha y se dirigió hacia el centro.
Holiday miraba fijamente su copa. Bebió un sorbo y luego otro antes de dejarla sobre la barra. No debería haber ido al escenario del crimen. Había sido curiosidad, nada más.
– Cuéntanos algo, Doc -pidió Jerry Fink.
– Nada que contar -replicó Holiday. Ni siquiera recordaba cómo se llamaba la mujer que se había tirado la noche anterior.
Bob Bonano volvió de la jukebox. Acababa de echar unas monedas y ahora se bamboleaba al ritmo de la lastimera armónica y los primeros compases solemnes de In the Ghetto.
– Elvis -dijo Jerry Fink-. Intentando hacer crítica social. Alguien le engañó y le hizo creer que era Dylan.
– Sí, pero ¿de quién es esta versión? -preguntó Bonano.
Una mujer empezó a cantar el primer verso. Fink y Bradley West, sentados junto a Holiday, cerraron los ojos.
– Es la titi esa que cantaba Band of Gold -dijo Jerry Fink.
– No -dijo Bonano.
Holiday no atendía a la canción. Estaba pensando en Gus Ramone, junto al cuerpo del chico. Tenía una guasa del carajo que le hubieran encargado el caso a Ramone.
– Hizo también esa canción de Vietnam -declaró West-. Bring the Boys Home, ¿no?
– Ésa era Freda Payne, y me da igual lo que hiciera -replicó Bonano. Sacudió un paquete de Marlboro Light hasta que sobresalió un cigarrillo-. No es ésta.
Holiday se preguntó si Ramone se habría dado cuenta de que el nombre del chico, Asa, se escribía igual al derecho y al revés. El nombre era un palíndromo de ésos.
– Entonces, ¿quién es, so listo? -preguntó Fink.
– Candi Stanton. -Bonano encendió el cigarrillo.
– Lo sabes porque lo has leído en la juke.
– A ver, por un dólar -dijo Bonano, ignorando a Fink-, ¿cuál fue el mayor éxito de Candi Stanton?
Holiday se preguntó si Ramone habría relacionado al chico con las otras víctimas con nombres palíndromos. Todos eran adolescentes, a todos los mataron de un tiro en la cabeza y los encontraron en jardines comunitarios en torno a la ciudad.
Ramone era bastante buen policía, aunque su empeño en seguir siempre las normas constituía un obstáculo. No tenía ni comparación con el policía que él mismo había sido. Le faltaba el don de comunicación de Holiday, para empezar. Y todos los años que Ramone pasó en Asuntos Internos, trabajando casi siempre detrás de una mesa, no le habían hecho ningún bien.
– Ni idea -dijo Fink.
– Young Hearts Run Free -contestó Bonano con una sonrisa de satisfacción.
– Querrás decir Young Dicks Swing Free -dijo Fink.
– ¿Cómo?
– Es un tema disco de ésos.Te tenía que gustar -repuso Fink.
– Yo no he dicho que me gustara. Y me debes un dólar, judío de mierda.
– No tengo un dólar.
Bonano le dio una colleja.
– Pues, entonces, toma.
Holiday apuró la bebida y dejó el dinero en la barra.
– ¿A qué viene tanta prisa, Doc?-preguntó West.
– Tengo trabajo -contestó Holiday.
Ramone asistió a la comparecencia del caso Tyree, volvió a la escena del crimen, realizó más interrogatorios a posibles testigos, llevó a Rhonda Willis de vuelta a la VCB, llamó a Diego y luego cogió su propio coche, un Chevy Tahoe gris. Llegó a su barrio, pero no a su casa. Su turno había terminado, pero la jornada todavía no.
Los Johnson vivían en una modesta casa colonial de ladrillo, bien mantenida, en Somerset, al oeste del instituto Coolidge. Había coches aparcados a ambos lados de la calle: gente que habría acudido a dar el pésame, aportando algo de comida, para marcharse luego tan deprisa como había llegado. Más tarde se celebrarían un velatorio formal y el funeral, pero los parientes y amigos cercanos habían querido ofrecer una respuesta más inmediata. Nadie sabía realmente qué era lo apropiado en estas situaciones. Un guiso de pescado o una lasaña en la mano era una opción impotente pero segura.
A Ramone le abrió la puerta una mujer a la que no reconoció. Se identificó primero como amigo de la familia y en segundo lugar como oficial de policía. Había gente en el salón, unos con las manos en el regazo, otros charlando en voz queda, y otros en completo silencio. Deanna, la hermana pequeña de Asa, estaba sentada en la escalera con un par de niñas. Primas, imaginó Ramone. Deanna no estaba llorando, pero parecía confusa.
– Ginny -se presentó la mujer, estrechándole la mano-. Virginia. Soy la hermana de Helena, la tía de Asa.
– Lo siento muchísimo. -En efecto, Ginny se parecía mucho a Helena, la misma complexión fuerte y masculina y la perpetua expresión preocupada, como si llevara sobre sus hombros el peso de saber que algo horrible estaba a punto de suceder, que disfrutar del momento sería una pérdida de tiempo-. ¿Ha vuelto Helena del hospital?
– Está arriba en la cama, sedada. Helena quería estar con su hija.
– ¿Y Terrance?
– En la cocina, con mi marido. -Ginny le puso la mano en el brazo-. ¿Han encontrado ya algo?
Ramone movió ligeramente la cabeza.
– Perdone.
Atravesó un corto pasillo hasta la pequeña cocina al fondo de la casa. Terrance Johnson estaba sentado con alguien ante una mesa redonda, bebiendo cerveza de lata. Johnson se levantó para saludar a Ramone. Chocaron las manos y unieron los hombros, mientras Ramone le daba unas palmadas en la espalda.
– Te acompaño en el sentimiento. Asa era un chico estupendo.
– Sí. Mira, te presento a Clement Harris, mi cuñado. Clement, éste es Gus Ramone.
Clement le estrechó la mano sin levantarse.
– Asa era amigo del hijo de Gus. Gus es policía, trabaja en Homicidios.
Clement Harris masculló algo.
– ¿Una cerveza? -preguntó Johnson, con la mirada algo desenfocada.
– Sí, gracias.
– Yo me voy a tomar otra. -Johnson echó atrás la cabeza y apuró su lata-. No es que me quiera emborrachar ni nada.
– Lo entiendo. Venga, vamos a tomarnos una cerveza, Terrance.
Johnson tiró la lata vacía a la basura y sacó de la nevera dos cervezas de una marca que Ramone no habría comprado ni bebido. En la nevera había imanes con fotos de los niños: Deanna jugando en la nieve, Deanna vestida de gimnasia, Asa muy serio después de un partido, con el uniforme y los protectores de fútbol, y con un balón en la mano.
– Vamos fuera-sugirió Johnson. Dejaron a Clement en la mesa de la cocina sin más conversación.
La cocina daba a un estrecho patio trasero que lindaba con un callejón. Johnson no tenía ningún interés en la jardinería, por lo visto, y su mujer tampoco. El patio estaba lleno de malas hierbas, basura y cajas de cartón, y rodeado por una verja metálica oxidada.