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– Estoy harto de esperar -dijo Gaskins.

– Acaba de anochecer. Si va a venir el correo, estará al caer. Como ha dicho Cara de Pez, a estos tíos les gusta rular ya de noche, pero no demasiado tarde para no destacar.

– Según Cara de Pez.

– Tiene nombre de gilipollas, pero eso no significa que no tenga razón.

Poco más tarde llegó un coche por la calle y aminoró al acercarse a los bloques. Brock y Gaskins se agacharon cuando el coche pasó por delante y aparcó, como muchos otros vehículos, en la cuneta. Era un Mercury Sable, hermano del Ford Taurus.

– ¿Qué te había dicho? Cara de Pez ha atinado de momento-dijo Brock.

Brock fue a abrir la portezuela.

– ¿Qué haces?

– Pues ir a darle caña.

– Igual lleva pipa, y lo único que consigues es una pelea a tiros en la calle.

– Entonces, ¿qué hacemos?

– Piensa, chico. Esperamos a que salga, y si va con la pasta, le entramos.

– Pues seguirá llevando el arma, si la lleva ahora.

– Pero llevará también algo por lo que valga la pena arriesgarse.

Un joven de ropa limpia pero no llamativa salió del Mercury para dirigirse a la casa, hablando por el móvil y mirando a su alrededor. No vio a los hombres del Impala, puesto que sus cabezas apenas eran visibles sobre el salpicadero y el coche estaba aparcado lejos, a la entrada del patio. Las luces de seguridad de la casa se activaron y la cancela se abrió en cuanto se acercó. La puerta principal se abrió también y el hombre entró en la casa.

– ¿Lo has visto? -preguntó Gaskins.

– No había nadie en la puerta.

– Exacto. Llamó por teléfono y se abrió sola. Automática.

– Huele a dinero -dijo Brock.

– Espera.

Aguardaron otra media hora. Cuando volvió a abrirse la puerta de la casa no salió el hombre del Mercury, sino una mujer alta y pechugona de pelo rizado. Llevaba un bolsito en una mano y un móvil en la otra.

– Uh.

– No hemos venido a eso -declaró Gaskins.

– Ya, pero joder…

La vieron meterse en el Solara y salir marcha atrás del camino particular.

– Y ahora no me digas que me espere -saltó Brock-. Esa tía nos va a colar en la casa.

Gaskins no protestó. Cuando el Solara pasó de largo, Brock puso en marcha el SS, encendió los faros, dio media vuelta y siguió a la mujer hasta el cruce con la calle Octava. Cuando ella aminoró en la señal de stop, Brock aceleró, adelantó al Solara y se le cruzó bruscamente delante. Luego salió del coche de un brinco y fue a la parte trasera del Chevy, sacándose ya el Colt. Ella bajó la ventanilla y Brock ya la estaba oyendo ponerse chula cuando se acercó al Toyota y le apuntó a la cara con la pistola. La mujer abrió sus bonitos ojos castaños en expresión de sorpresa. Pero no parecía asustada.

– ¿Cómo te llamas, nena?

– Chantel.

– Suena francés. ¿Adónde ibas, Chantel?

– A por tabaco.

– No te va a hacer falta. Tengo de sobra.

– ¿Piensas robarme?

– A ti no, a tu hombre.

– Pues entonces deja que me vaya.

– Tú no vas a ninguna parte. Vuelves para la casa. -Brock hizo un movimiento con el cañón de la pistola-. Venga, sal de ahí.

– No tienes por qué hablarme así.

– Por favor… sal del puto coche.

Chantel apagó el motor y salió del Toyota. Le dio las llaves a Brock, que se las tiró a Gaskins, que se acercaba con cinta adhesiva en la mano libre.

– Mi compañero lo llevará de vuelta. Tú te vienes conmigo -aclaró Brock.

– Oye, si me vas a matar dispara ya. No quiero que me pongas esa cinta en la cara.

Brock sonrió.

– Tengo la sensación de que nos vamos a llevar bien.

La mujer le miró de arriba abajo.

– Pareces un demonio. ¿No te lo han dicho nunca?

– Una o dos veces.

Fue fácil entrar en la casa. Chantel Richards llamó a su novio, Tommy Broadus, desde fuera y él pulsó un botón en el control remoto del salón, donde estaba con su correo, un joven llamado Edward Reese. Chantel, Brock y Gaskins entraron nada más abrirse la puerta.

Llegaron al salón con la pistola en la mano. Tommy Broadus estaba sentado en una enorme butaca de cuero, con un whisky o algo de color ámbar en la mano. Edward Reese, vestido con un polo Rocawear, unos tejanos holgados y unas Timberland, se encontraba en una butaca parecida, al otro lado de una mesa de mármol con forma de riñón. Bebía un licor de tono parecido. Ninguno se movió. Gaskins los cacheó rápidamente y no encontró nada.

Brock anunció que venían a robar.

– Eso lo ve hasta Clarence Carter -replicó Broadus. Llevaba cadenas en el pecho, anillos en los dedos y su culo desbordaba la butaca-. Pero no tengo nada de valor.

Brock alzó la pistola. Chantel Richards se puso tras él. Brock disparó contra un ornamentado espejo de marco de pan de oro que colgaba sobre una chimenea de falsos leños. El espejo explotó arrojando cristales por toda la sala.

– Ahora tienes menos todavía -dijo Brock.

Todos esperaron a que les dejaran de pitar los oídos y el humo se despejara. Era un salón muy agradable, de lujosos detalles, con muebles de Wisconsin Avenue y estatuas de mujeres desnudas con jarrones sobre los hombros. Sobre una mesa de hierro y cristal, un televisor de plasma, el modelo Panasonic más grande, bloqueaba casi toda una pared. Otra estaba ocupada por una estantería cargada de volúmenes encuadernados en cuero. En medio del mueble había una alacena con un enorme acuario iluminado en el que nadaban diversas especies tropicales. Sobre el acuario había un espacio vacío.

– Átalos -ordenó Brock.

Gaskins le tendió su pistola, que Brock se metió en el cinto, sin dejar de apuntar a Broadus con el Colt.

Mientras Gaskins inmovilizaba con la cinta a Broadus y a Reese, Brock se acercó al mueble bar situado cerca del televisor. Broadus tenía a la vista varios licores caros, incluidas algunas botellas de Rémy XO y Martell Cordon Bleu, y debajo, en una plataforma separada, botellas de Courvoisier y Hennessey.

Brock buscó un vaso y se sirvió un Rémy.

– Es el XO -comentó Broadus, que parecía alterado por primera vez.

– Por eso me lo he puesto.

– Lo que digo es que no vas a notar la diferencia. No hay razón para que te sirvas un coñac de ciento cincuenta dólares la botella.

– ¿No crees que vaya a notar la diferencia?

– Palurdo -dijo Edward Reese con una sonrisa.