Brock le clavó la mirada, pero la sonrisa no vaciló.
– Tápale también la boca al chaval.
Gaskins obedeció y luego se apartó. Brock bebió un trago de coñac y le dio vueltas en la copa mientras dejaba que el gusto se asentara en su lengua.
– Muy bueno -comentó-. ¿Quieres una copa, tío?
– No, gracias -contestó Gaskins.
Brock le devolvió la Glock.
– Muy bien. A ver, gordo, ¿dónde tienes el material? -preguntó Brock. -¿El material?
– Sólo la pasta. No quiero drogas. -Ya te he dicho que no tengo nada.
– Oye, ya has visto que no me cuesta nada usar la pipa. Como no te pongas a cantar ya mismo, voy a tener que usarla de nuevo.
– Haz lo que te dé la gana. Yo no pienso decir nada.
Brock bebió otro trago, dejó la copa y se acercó a Chantel Richards. Le acarició lentamente la mejilla con el dedo. Ella respondió con calidez al tacto y apartó la cabeza.
Broadus no mudó la expresión.
– Te voy a dar a elegir. O me das el dinero o me voy a follar a Chantel en tus narices, ¿entendido? ¿Qué te parece?
– A tu aire. Por mí como si invitas a todo el puto barrio. Os la podéis follar todos por turnos.
A Chantel le llamearon los ojos.
– Hijo de puta.
– ¿No la quieres? -preguntó Brock.
– Joder. La mayoría de las veces ni siquiera me gusta esa zorra.
Brock se volvió hacia Gaskins.
– Ponle una copa a la dama.
– ¿Qué te apetece, chica? -preguntó Gaskins.
– Martell. Que sea el Cordon Bleu.
Brock y Chantel estaban sentados en una cama King-size del dormitorio principal, en el piso superior. Sobre la cómoda había varias cajas ornamentadas que debían de ser joyeros. Por la puerta abierta del vestidor se veían muchos trajes, una ordenada hilera de zapatos y un juego de maletas de lujo. Chantel bebió un sorbo de coñac, cerró los ojos y repitió la operación.
– Sí que es bueno -comentó-. Ciento noventa dólares la botella. Siempre me pregunté a qué sabría.
– No lo habías probado, ¿eh?
– ¿Tú crees que me iba a dejar probarlo?
– ¿El tío ese no cuida de su mujer? Y sobre todo de una tía como tú. Da que pensar.
– Lo único que a Tommy le importa es esta casa y toda la mierda que ha comprado para decorarla.
– ¿Son tus joyas? -preguntó Brock, señalando con la cabeza hacia la cómoda.
– Son suyas. A mí no me compra nada. Eso sí, el coche que has visto sí que es mío. Lo pago todos los meses. Yo trabajo.
– ¿Qué más tiene?
– Un huevo.
– ¿Un huevo?
– Uno de esos huevos Fabergé, según dice él. Lo compró en la calle. Yo ya le dije que en la puta calle no hay huevos Fabergé, pero él dice que es auténtico.
– Yo no quiero ningún huevo falso. Estoy hablando de dinero.
– Tiene dinero, pero vete a saber dónde.
– El chico que está ahí abajo con él, el listillo de la sonrisita, ha venido a recoger dinero, ¿no? Va de correo a Nueva York, a por droga, ¿no?
– Supongo.
– Pero no sabes dónde está la pasta.
– Tommy no me lo diría nunca. Supongo que no me quiere lo bastante.
– Pero adora sus cosas.
– Más que su vida.
Brock frunció los labios, su gesto habitual cuando estaba urdiendo un plan.
– Ahí delante no había mucho jardín -comentó.
– ¿Eh?
– ¿Hay césped en la parte trasera?
– Un poco.
– Y tendrá un cortacésped, ¿no?
– Sí, ahí fuera, en un cobertizo.
– Y no será eléctrico, ¿verdad? Porque ahora sería una patada que fuera eléctrico.
Gaskins sostenía la pistola con el brazo caído. Broadus y Reese estaban atados en sus butacas, y Reese además estaba amordazado.
Chantel se había servido otra copa y entre trago y trago se miraba las largas uñas pintadas.
Brock llegó de la parte trasera de la casa con un bidón de diez litros de gasolina.
– ¿Q… qué piensas hacer con eso? -preguntó Broadus.
Brock sacó el tubo amarillo y abrió el tapón de presión y empezó a salpicar gasolina por toda la sala.
– No -dijo Broadus-. No, ni se te ocurra.
Brock echó gasolina sobre las estatuas de mujeres, salpicó los libros de cuero de las estanterías.
– Espera.
– ¿Tienes algo que decir?
– Suéltame.
Gaskins sacó una navaja Buck y cortó la cinta que le ataba las muñecas y tobillos.
– ¡Hijos de puta de mierda! -protestó Broadus, frotándose las muñecas.
– El dinero-pidió Brock.
– Soy un hombre arruinado. -Broadus se acercó al televisor y cogió uno de los tres mandos a distancia. Apuntó con él hacia el acuario y apretó un botón. El acuario empezó a subir sobre la base, dejando al descubierto un pequeño alijo de heroína bien empaquetada y lo que parecía ser una gran cantidad de dinero.
Brock se echó a reír, encantado. Los otros se quedaron mirando el botín con distintas emociones. Chantel se dirigió hacia las escaleras.
– ¿Adónde vas? -preguntó Brock.
– A por algo para meter el dinero. Y a por mis cosas. ¿A ti qué te parece?
Volvió con dos maletas Gucci idénticas y un reloj Rolex President que le puso a Brock en la muñeca. Brock dejó la heroína y llenó una de las maletas con el dinero. Luego la cogió por el asa, con la pistola en la mano derecha.
– No -dijo Gaskins, viendo que se acercaba a Edward Reese, que seguía atado y amordazado. Pero Brock siguió andando decidido, le pegó el cañón de la 45 al hombro y apretó el gatillo.
Reese dio una sacudida y se desplomó en la butaca. La camisa Rocawear blanca quedó al instante despedazada y negra por el contacto con la pólvora. Luego se empapó de rojo. Reese quiso gritar, pero no podía con la cinta en la boca.
– Sonríe ahora, cabrón -dijo Brock.
– Vámonos -le apremió Gaskins. Brock, que saboreaba lo que acababa de hacer, ni siquiera se movió, de manera que Gaskins tuvo que repetir a gritos-: ¡Vámonos!
– ¿Te vienes? -le preguntó Brock a Chantel.
La mujer atravesó la sala para acercarse a ellos.