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– ¿Quién eres? -quiso saber Tommy Broadus.

– Romeo Brock. Cuéntaselo a tus nietos, gordo.

– Has cometido un error, Romeo.

– Tengo tu dinero y a tu mujer. Desde aquí no parece un error.

En la calle, un faro montado en la puerta de un coche llameó una vez. Luego el coche dio la vuelta en el patio y se alejó.

– Con toda esa gasolina y te pones a pegar tiros -protestó Gaskins, de camino hacia los coches-. Hemos tenido suerte de no salir volando.

– Suerte tengo de sobra -replicó Brock-. Creo que para la próxima voy a bordar una herradura en el asiento del coche.

– Sí, ya. Pero ¿por qué tenías que pegarle un tiro a ese tío?

– Porque si no sería sólo un robo.

– ¿Qué estás diciendo?

– Que el nombre de Romeo Brock va a empezar a sonar por las calles. -Brock se sacó las llaves del bolsillo-. Ahora mi nombre significará algo.

15

Ramone encontró a Regina en la cocina, apoyada contra la isleta con una copa de Chardonnay en la mano. Era muy temprano para beber alcohol, tratándose de ella. Había hecho pollo al horno con judías verdes y una ensalada. Estaba todo preparado. Ramone le dio un beso y le contó lo que había hecho.

– ¿Has visto a Helena?

– No, estaba en la cama.

– Yo iré mañana. Les llevaré un estofado o algo, para que no tengan que pensar en la comida.

– Están de estofados hasta las cejas.

– Pues entonces llamaré a Marita. Es una metomentodo, pero por lo menos es bastante eficiente. A ver si podemos organizar unos turnos, que a cada una le toque cocinar un día. -Es buena idea. ¿Dónde están los niños?

– Ya han cenado y se han ido a su cuarto.

– He hablado con Diego por teléfono. Parecía estar bien.

– No se ha echado a llorar ni nada, si te refieres a eso. Pero está como muy callado desde que se lo he dicho.

– Ya sabes cómo es -replicó Ramone-. Piensa que se tiene que hacer el duro, incluso en momentos así. Se lo guarda todo.

– Vaya, habló el efusivo. A propósito, hoy lo han mandado a casa del colegio antes de tiempo.

– Ahora, ¿por qué?

– Que te lo cuente él.

Ramone puso a buen recaudo la placa y la pistola y subió a la habitación de Alana. La niña había puesto todos sus caballitos de plástico en fila y estaba sentando a sus muñecas, las Barbies y las Groovy Girls, en las sillas. Le gustaba organizar sus cosas.

– ¿Cómo está mi niña?

– Bien, papá.

Ramone le dio un beso en la cabeza y olió su pelo rizado.

El cuarto de Alana siempre estaba en orden, hasta un punto obsesivo. A diferencia de la habitación de Diego, que era un perpetuo desastre. Al chico le resultaba imposible organizarse, y no sólo en cuanto a su espacio personal. Tampoco se acordaba de apuntar los deberes, por ejemplo. Incluso cuando los terminaba a tiempo, luego los entregaba tarde.

– Tendríamos que hacerle algunas pruebas -había dicho Regina en cierta ocasión-. A ver si tiene problemas de aprendizaje o algo.

– Lo que pasa es que es un despistado -replicó Ramone-. No necesito pagar a nadie para que me lo diga.

Pero Regina le llevó a hacerse las pruebas. El psicólogo, o lo que fuera, dijo que Diego tenía una cosa llamada desorden de la función ejecutiva, y que por eso tenía problemas para organizarse, tanto en sus cosas como en sus pensamientos. Y eso le estaba retrasando en el colegio.

– Lo único que pasa es que no quiere hacer los deberes, nada más -dijo Ramone.

– Mira su habitación. La ropa limpia mezclada con la sucia. Ni siquiera sabe separarlas.

– Porque es un vago. Lo único es que ahora lo llaman de otra manera. Vamos, que me ha costado mil pavos aprender una palabra nueva.

– Gus.

Ramone se acordaba de todo esto cuando llamó a la puerta y al entrar vio la explosión de camisetas y vaqueros tirados por el suelo. Diego estaba tumbado en la cama, oyendo go-go con los auriculares puestos, los ojos vidriosos clavados en un libro abierto. El chico se quitó los auriculares y bajó el volumen del estéreo portátil.

– ¿Qué hay, Diego?

– Hola, papá.

– ¿Qué haces?

– Leer este libro.

– ¿Cómo puedes leer y escuchar música a la vez?

– Soy multitarea, supongo.

Diego se sentó al borde de la cama y dejó el libro a su lado. Parecía cansado y decepcionado por que su padre le estuviera echando el mismo sermón de siempre. Ramone se daba de cabezazos por pegarle la tabarra un día como aquél, pero lo había hecho por pura costumbre.

– Oye, no habría tenido que…

– No pasa nada.

– ¿Estás bien?

– Bueno, tampoco éramos íntimos, ya lo sabes.

– Pero erais amigos.

– Sí, Asa y yo nos llevábamos bien. -Diego chasqueó la lengua. Era algo que tanto él como sus amigos hacían a menudo-. La verdad es que me siento fatal. Ayer le vi. No hablamos ni nada, pero le vi.

– ¿Dónde fue eso? ¿Dónde y cuándo?

– En la Tercera, en el centro deportivo. Shaka y yo estábamos jugando al baloncesto. Asa pasaba por la calle, y luego giró por Tuckerman.

– Hacia Blair Road.

– Sí, por ahí. Se estaba haciendo ya tarde. Estaba atardeciendo, de eso me acuerdo.

– ¿Qué más?

– Llevaba una North Face. Debía de ser nueva, porque hace mucho calor para ir con esa chupa ahora mismo. Iba sudando.

– ¿Qué más?

– Parecía preocupado. -Diego bajó la voz y se frotó las manos mientras hablaba-. Le llamamos, pero no se paró. Ojalá se hubiera parado, papá. No se me olvida la cara que tenía. No hago más que pensar que si le hubiéramos parado y hablado con él…

– Ven aquí, Diego.

Diego se levantó, y Ramone lo estrechó en sus brazos. Diego le abrazó con fuerza unos segundos. Ambos se relajaron.

– Estoy bien, papá.

– Vale, hijo.

Diego se apartó.

– ¿Te van a dar el caso?

– No, se lo han dado a otro. -Ramone se acarició el bigote-. Pero me gustaría preguntarte una cosa, Diego.

– Dime.

– ¿Estaba metido Asa en algo raro?

– ¿Hierba y ese rollo?

– Para empezar. Pero yo me refería a algo más grave. De hecho, la cuestión es si estaba metido en algo delictivo.