– No que yo sepa. Pero ya te he dicho que este año no éramos tan amigos. Si lo supiera te lo diría.
– Ya lo sé. Bueno, ya hablaremos más tarde. Anda, te dejo leyendo tu libro. Y escucha música a la vez si quieres.
– La verdad es que no estaba leyendo.
– No me digas.
– Papá… hoy me he vuelto a meter en líos.
– ¿Qué ha pasado?
– Pues que había un ensayo de incendio, y cuando estábamos fuera un chico me contó un chiste y me eché a reír.
– ¿Y qué?
– Vaya, que me reí con ganas. Y me expulsaron para el resto del día.
– Por reírte fuera del colegio.
– Son las normas. El director habló por los altavoces antes del ejercicio y nos advirtió de eso. Yo ya sabía que no me podía reír, pero es que no lo pude evitar. Es que me hizo muchísima gracia.
– Pero no es posible que fueras el único.
– Qué va, había mucha gente riéndose y haciendo bromas. Pero el señor Guy no les dijo nada. Se vino derecho hacia mí.
– No te preocupes.
Ramone se marchó de la habitación de su hijo con la mandíbula tensa.
Holiday se sirvió un vodka con hielo, de pie junto al mostrador de formica de su pequeña cocina. No tenía nada que hacer, salvo beber.
No veía mucho la televisión, excepto por los deportes, y no leía nunca. Había pensado dedicarse a hacer algún deporte, pero siempre había sospechado de la gente con esas aficiones. Le parecía que estaban perdiendo el tiempo en lugar de hacer algo productivo. Había problemas que resolver y objetivos que alcanzar, y sin embargo ahí estaban ellos, hombres hechos y derechos, dando golpes a unas pelotitas blancas, escalando rocas o montando en bicicleta. Y encima con la ropa esa de ciclista, por Dios bendito, como niños disfrazados de vaqueros.
Esa noche a Holiday no le hubiera importado hablar con alguien. Tenía cosas que discutir, asuntos policiales que estaban más allá de la conversación de bar. Pero no se le ocurría nadie a quien llamar.
Tenía pocos amigos, y ninguno a quien pudiera calificar de íntimo. Un policía con el que alguna vez se había tomado una copa, Johnny Ramírez, que era un resentido pero no estaba mal para echarse una cerveza de vez en cuando. Los chicos del Leo's, también. Conocía a algunos de los residentes del barrio, como para saludarlos cuando se los cruzaba por la mañana, pero no para invitarlos a su casa. Vivía en Prince George's y no era el último blanco de la zona, pero a veces se lo parecía. Se había criado allí y aquélla era su casa, pero la gente que conocía estaba ahora en Montgomery o en Charles County, o se había marchado a otra parte. En ocasiones se encontraba con algún conocido, negros con los que había ido al instituto Eleanor Roosevelt, ahora padres de familia. Hablaban un momento, se ponían al día de veinte años en una breve conversación, y luego se despedían. Conocidos con recuerdos comunes, pero no amigos de verdad.
Es cierto que tenía a las mujeres. Siempre había tenido talento para ligar, pero nunca con ninguna con la que quisiera despertarse a la mañana siguiente. Sus noches no tenían más sentido que sus días.
Esa tarde Dan Holiday había llevado en el coche a un tal Seamus O'Brien, un hombre que había hecho una fortuna vendiendo una empresa tecnológica a finales de los años noventa y se había comprado un equipo de la NBA. O'Brien había ido a Washington a reunirse con un grupo de legisladores que compartían sus mismos valores, y también para hacerse una foto con un grupo de estudiantes de una escuela pública experimental, residentes al este del río Anacostia. Les había traído pósters firmados por uno de sus jugadores, un escolta proveniente de Eastern High. O'Brien jamás volvería a ver a esos chicos, ni a participar en sus vidas, pero una fotografía suya con un puñado de sonrientes niños negros le haría sentir en paz con el mundo y por otra parte quedaría muy bien en la pared de su oficina.
Holiday le escuchó hablar en el coche de las ayudas públicas a los estudiantes, de la oración en el colegio y de su deseo de ejercer una influencia en la cultura del país, porque ¿de qué servía el dinero si no se hacía una buena obra con él? Sus frases estaban salpicadas de referencias al Señor y a su salvador personal, Jesucristo. Holiday sintonizó la radio satélite para oír The Fish, un programa cristiano adulto y contemporáneo, pero después de la primera canción O'Brien le pidió que buscara Bloomberg News.
Ésa había sido su jornada: llevar a un rico empresario de una cita a otra, esperarle en la puerta y luego conducirle al aeropuerto. Un buen puñado de dinero, pero cero absoluto en el departamento de logros personales. Por eso nunca se despertaba por las mañanas con los ojos bien abiertos, como cuando era policía. En aquel entonces siempre estaba deseando ir al trabajo. En cambio ahora, su trabajo ni le gustaba ni le dejaba de gustar. No era más que una especie de cuentakilómetros, un viaje sin destino, una pérdida de tiempo.
Holiday se llevó la copa y un paquete de tabaco al balcón, que daba al aparcamiento. Más allá se veía la parte trasera del Hecht's, en el centro comercial de P.G. Plaza. Un hombre y una mujer discutían en algún lugar, en algunos coches que conducían despacio por el parking se oía música rap de estremecedores bajos, de otros salían los diálogos de sintetizadores y percusión propios del go-go.
Los sonidos llegaban hasta Holiday, pero no le molestaban ni perturbaban el escenario que se estaba formando en su mente. Pensaba en un hombre a quien le gustaría oír la historia del adolescente asesinado en el jardín comunitario de Oglethorpe. Holiday bebió un trago, preguntándose si ese hombre seguiría vivo.
Ramone y Regina cenaron con una botella de vino. Cuando la acabaron abrieron otra, algo bastante inusual. Estuvieron hablando intensamente de la muerte del amigo de Diego y en un momento dado Regina se echó a llorar, no sólo por Asa y no sólo por sus padres, con los que tampoco tenía demasiada relación, sino por ella misma, pensando en lo espantoso que sería perder a uno de los suyos de esa manera.
– El Señor debería castigarme por ser tan egoísta -comentó, enjugándose las lágrimas con una risita avergonzada-. Es sólo que tengo miedo.
– Es natural -contestó Ramone. No le dijo que él temía por sus hijos todos los días.
En la cama se besaron y se abrazaron, pero ninguno tomó la iniciativa para hacer el amor. Para Gus sobre todo, un beso apasionado era siempre preludio de otra cosa, pero no esa noche.
– Dios está llorando -soltó de pronto.
– ¿Qué?
– Eso dijo Terrance Johnson. Estábamos en el patio y empezó a llover. ¿Te imaginas?
– Bueno, no es raro que Terrance piense en Dios.
– No, lo que quiero decir es que, si tu hijo se muere de esa forma, o pierdes por completo la fe o estás tan furioso con Dios que reniegas de él.
– Terrance recurrirá ahora a Dios más que nunca. En eso consiste la fe.
– Pareces Rhonda.
– Es que a las negras nos gusta mucho la iglesia.