Se dirigieron a la sala de vídeo y audio. Por el camino se cruzaron con Anthony Antonelli y Mike Bakalis, que discutían sobre los Redskins.
– Art Monk fue quien más yardas obtuvo en el ochenta y siete -comentó Bakalis.
– No, era Gary Clark -replicó Antonelli-. Qué coño, Kelvin Bryant hizo más yardas ese año.
– Yo hablaba de receptores.
– Clark era receptor, idiota.
Una vez en la sala, Ramone metió la cinta y pulsó el «Play». Se oyó la voz de un hombre informando del cadáver, y la operadora que intentaba en vano que el hombre se identificara. Ramone rebobinó para volver a escuchar.
– ¿Qué has encontrado? -preguntó Wilkins, viendo la expresión de Ramone, que parecía haber descubierto algo.
– Estoy escuchando el ruido de fondo.
– Un anónimo. Va a ser más que jodido dar con ese tío.
– Ya -dijo Ramone, sin oír siquiera a Garloo, concentrado en la conocida voz de la cinta, aquella «o» larga de Maryland, típica de un chico blanco de clase trabajadora de P.G. County, la lengua algo trabada por el alcohol.
– Si encontramos al anónimo de la llamada, igual tenemos un testigo. Joder, hasta es posible que sea el propio asesino -comentó Wilkins.
– Dios te oiga -repuso Ramone. Escuchó la grabación por tercera vez antes de devolverle la cinta a Wilkins-. Gracias.
– ¿Qué, te ha parecido reconocer la voz o algo?
– Si la pasas al revés a menos velocidad oirás su confesión.
– Estaría bien -canturreó Wilkins, parafraseando a Brian Wilson.
Ramone sonrió.
– ¿Y ahora qué?
– Luego iré a casa de los Johnson, a ver la habitación del chico y esas historias.
«No la jodas -pensó Ramone-, con esas manazas que tienes.»
– Supongo que le pediré al padre una lista de los amigos de su hijo -prosiguió Wilkins.
«No te olvides del colegio», pensó Ramone.
– No te importará que hable con tu hijo, ¿no?
– Ya he hablado yo con él, y no sabe nada. Pero deberías, sí, aunque sólo sea para el informe. Llama a Regina a mi casa y que te diga a qué hora le viene mejor.
– Gracias, Gus. Ya sé que esto es algo personal para ti, y voy a hacer lo que esté en mi mano.
– Te lo agradezco, Bill.
Cuando Ramone y Rhonda Willis salían por la puerta, Antonelli les preguntó adónde iban y Rhonda tuvo la cortesía de contarle los detalles de su nuevo caso.
– La víctima tiene varios antecedentes, algunos robos a gran escala, unos cuantos relacionados con la droga -comentó Rhonda-. En la base de datos han salido los nombres de algunos cómplices, que también estaban en el bisnes.
– Parece un ajuste de cuentas -dijo Antonelli.
– Podría ser -convino Rhonda-. Pero ya sabes que yo trabajo igual todos los casos. Porque Dios los creó inocentes. Nadie nace culpable.
Ella y Ramone salieron y encontraron a Garloo Wilkins fumándose un Winston y apurándolo hasta el filtro junto a un aparcamiento lleno de coches particulares, camiones y SUVs, además de los vehículos policiales.
– Parece que Garloo está aplicándose con el caso -comentó Rhonda, una vez que ya no podía oírles.
– Va a su ritmo.
Se metieron en un Ford, y Ramone dejó que condujera ella. Quería pensar en el caso Johnson. No sabía por qué todavía no le había mencionado a nadie, ni siquiera a su compañera, que la voz de la cinta era la de Dan Holiday.
Holiday sacó el Post al balcón para leer atentamente el artículo sobre Asa Johnson. Luego apagó el cigarrillo y se llevó el café al segundo dormitorio de su apartamento, que había habilitado como despacho. Se sentó a la mesa, encendió el ordenador y se conectó a Internet. En el motor de búsqueda introdujo: «Asesinatos Palíndromos, Washington D.C.» Se pasó una hora leyendo e imprimiendo todo lo que encontró de utilidad sobre el tema, alguna información de páginas de asesinos en serie, casi todo proveniente de los archivos del Washington Post. Luego llamó al sindicato local de policía y localizó a un hombre que había patrullado las calles cuando él hacía rondas por la calle H. El hombre le proporcionó la dirección actual de la persona que buscaba.
Holiday se puso el traje de trabajo y salió del apartamento. Tenía que recoger a un cliente para llevarlo al aeropuerto.
La víctima era un tal Jamal White. Tenía dos balazos en el pecho y uno en la cabeza. Las quemaduras y los daños del cráneo indicaban que los disparos se habían efectuado a corta distancia. Estaba tumbado boca arriba, con una pierna doblada debajo de la otra en un ángulo antinatural. Tenía los ojos abiertos, mirando a la nada, y enseñaba los dientes, que sobresalían del labio inferior, como si se tratara de un animal sacrificado. Lo habían encontrado al borde del parque entre la Tercera y Madison. La sangre seca le teñía la camiseta blanca.
– Diecinueve años -informó Rhonda Willis-. Estuvo encerrado en Oak Hill una larga temporada siendo menor, y luego pasó un tiempo en la cárcel en D.C. mientras esperaba la sentencia. Robo de coches, posesión de drogas, algo de tráfico. Ningún delito violento. Apareció cerca de la Quinta y Kennedy, así que ya sabes de qué va. Su residencia oficial es la casa de su abuela en Longfellow.
– ¿Se le ha notificado a la familia?
– A la poca que tiene. La madre está actualmente en la cárcel. Drogadicta con múltiples condenas por robo. No tiene padre legal. Algún que otro hermanastro, pero no vivían con él. El pariente más cercano es la abuela, y ya la hemos llamado.
Hablaron con el policía de patrulla que había llegado el primero al lugar del crimen. Le preguntaron si había hablado con alguien que pudiera haber visto algo, o si había visto algo él mismo relacionado con el asesino. El agente negó con la cabeza.
– Supongo que deberíamos, no sé, buscar testigos -comentó Ramone.
– ¡Claro! -exclamó Rhonda-. Vamos a ver a la abuela y dejemos a esta gente hacer su trabajo.
Se alejaron de los técnicos para dirigirse a casa de la abuela, un adosado en el número 500 de Longfellow Street. Las ventanas del porche delantero tenían las cortinas echadas.
– Estará dentro a solas, supongo -comentó Rhonda-. Desahogándose con una buena llantina.
– Puedes volver en otro momento.
– No, esto hay que hacerlo, así que más vale ahora. Igual la mujer tiene algo que decirme, ahora que está pensando en ello. -Rhonda miró a Ramone-. Supongo que no querrás entrar conmigo.
– Tengo que hacer unas cuantas llamadas.
– Me dejas sola, ¿eh?
Rhonda se acercó a la casa y llamó a la puerta. Cuando se abrió, salió una mano para tocar la de Rhonda, que entró en la casa.
Ramone llamó al 411 para pedir el número de Investigaciones Strange, una agencia entre la Novena y Upshur. Derek Strange había sido policía. Ahora era detective privado y Ramone ya había acudido a él en otras ocasiones buscando información. A cambio él también le entregaba de vez en cuando algunos datos sueltos.