– ¿Shaylene Vaughn? -preguntó Rhonda.
– Sí.
– Somos del grupo de Delitos Violentos de la policía. Éste es mi compañero, el sargento Ramone.
– ¿Podemos pasar? -dijo Ramone, enseñándole la placa.
Shaylene asintió.
El salón estaba vacío, excepto por un cenicero lleno de colillas en la alfombra y una solitaria silla de plástico.
– ¿Está Darcia Johnson en casa? -preguntó Rhonda.
– Está por ahí.
– ¿Dónde?
– Últimamente se queda en casa de su novio.
– ¿Y quién es y dónde vive?
– Pues no lo sé.
– ¿No sabes cómo se llama?
– La verdad es que no.
– ¿Te importa que echemos un vistazo? -dijo Ramone.
– ¿Por qué?
– Parece que te acabas de despertar -terció Rhonda-. Darcia podría haber estado aquí mientras dormías. Tal vez esté en la parte trasera o algo así y tú no te has dado cuenta.
La chica perdió su expresión inocente y por un momento el odio llameó en sus ojos. Pero enseguida se desvaneció también, tan deprisa como había aparecido, como si se viera obligada a utilizar todos los elementos de su repertorio de emociones. Hizo un descuidado gesto con la cabeza, señalando la parte trasera de la casa.
– Ahí no está. Vayan a verlo ustedes mismos, si no me creen.
Ramone entró en la cocina, larga y estrecha, y Rhonda en uno de los dormitorios. La casa apestaba a varios tipos de humo y comida estropeada.
En la cocina había cajas abiertas de cereales con azúcar, pero ningún otro producto. En la nevera no había ni agua ni leche, sólo una lata de un refresco de naranja. Había cucarachas en el fregadero, agitando sus antenas, y también en la cocina eléctrica, junto a un cazo sucio. La basura estaba llena a rebosar, coronada por unos restos de comida rápida.
Ramone se unió a Rhonda en el dormitorio. Había un colchón en el suelo, con las sábanas arrugadas y un par de almohadas; una televisión de pantalla grande, con varios DVDs pornográficos dispersos alrededor, y varios CDs apilados junto a un estéreo portátil en el suelo. También por el suelo había tangas, varios picardías y otros artículos de lencería barata.
Rhonda y Ramone se miraron y entraron en el segundo dormitorio, una copia del primero.
Por fin volvieron al salón, donde les esperaba Shaylene Vaughn malhumorada. Rhonda sacó el cuaderno.
– ¿Quién paga el alquiler de la casa?
– ¿Eh?
– ¿A nombre de quién está el contrato?
– Yo qué sé.
– Podemos averiguarlo llamando a la inmobiliaria.
Shaylene tamborileó con la mano contra el muslo.
– Dominique Lyons es el que paga.
– ¿No decías que no lo sabías? -preguntó Rhonda.
– Me acabo de acordar.
– Tú tienes trabajo. ¿No te llega para pagar el alquiler?
– Darcia y yo le damos el dinero que ganamos en el club, y él nos lo guarda.
– ¿Es el novio de Darcia? -preguntó Rhonda-. ¿O tu novio?
Shaylene se la quedó mirando.
– ¿Tiene Dominique algún apodo o algo así? -quiso saber Ramone.
– No que yo sepa.
– ¿Dónde vive?
– ¿Eh?
– ¿No tiene una dirección?
– Ya les he dicho que no lo sé.
– ¿Dónde estabas anoche a eso de las doce?
– Bailando en el Twilight hasta la una y media, más ó menos. Y luego vine a casa.
– ¿Sola?
Shaylene no contestó.
– ¿Y Darcia? -preguntó Rhonda
– También estaba trabajando.
– ¿Estaba Dominique también en el Twilight?
– Igual sí. Podría ser.
– ¿Conoces a un tal Jamal White? -preguntó Rhonda.
Shaylene se miró los pies descalzos y movió la cabeza.
– ¿Eso es un sí o un no? -insistió Rhonda.
– Conozco a algunos Jamals, pero no sé sus apellidos.
Rhonda exhaló despacio y le tendió su tarjeta.
– Ahí está mi teléfono. Puedes dejarme un mensaje a cualquier hora del día o de la noche. Voy a hablar también con Darcia y Dominique. Tú no tienes pensado irte a ninguna parte, ¿no?
– No.
– Gracias por tu tiempo. Volveremos a vernos.
– Cuídate -dijo Ramone.
Salieron del apartamento, contentos de respirar aire fresco, y volvieron al Ford.
– Un picadero -declaró Rhonda, sentándose al volante-. Eso es lo que es.
– Y tú crees que Dominique Lyons es su chulo.
– Puede ser. Primero tengo que buscarlo en la base de datos, a ver de qué va.
– Jamal White se enamora de una bailarina y prostituta, a su chulo no le hace gracia que el chaval quiera meter la polla donde él tiene la olla, y bang.
– De momento no está mal. -Rhonda miró a través del parabrisas-. En algún momento esa chica fue una niña a quien le cantaban nanas.
– Si tú lo dices…
– Y mira dónde está ahora. No es que la culpe por haberse enamorado. ¿Sabes?, como dedico todo mi tiempo a mis hijos y a mi trabajo, a la gente se le olvida que sigo siendo una mujer. Hasta una mujer cristiana como yo… bueno, de vez en cuando también necesito un pene.
– ¿De verdad?
– Pero este Dominique Lyons tiene que tener un pene muy especial. Vaya, uno de esos penes por los que una chica llega a bailar desnuda en un bar para luego darle el dinero que tanto le ha costado ganar. Uno de esos penes por los que una chica se prostituye en una cueva infestada de cucarachas donde no hay ni muebles ni comida ni bebida y aun así se siente como una reina. Vaya, que tiene que ser un pene espectacular.
– Vale.
– ¿Sabes? -Rhonda encendió el contacto del Ford-. Yo no necesito esa clase de pene.
Holiday y Cook aparcaron el Town Car tres edificios más abajo de una residencia de estilo rancho en Good Luck Estates, una pulcra comunidad de clase media de Good Luck Road, en la zona de New Carrollton, del condado Prince George's. En el camino particular había un Buick último modelo. Las cortinas de la mansión, de color gris oscuro, estaban cerradas.
– Vive a diez minutos de mi casa -comentó Cook-. Me viene muy bien, para pasarme por aquí a vigilar.
– ¿Cómo es? -preguntó Holiday.