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– Reginald Wilson. Ahora andará cerca de los cincuenta.

– ¿Dice que era guardia de seguridad?

– En la época de los asesinatos, sí. Nos interesaban los hombres que pudieran ser confundidos por policías por el uniforme.

– ¿Y por qué él?

– Después del tercer asesinato, interrogamos a todos los guardias de seguridad que trabajaban en la zona, y luego, en una segunda ronda, volvimos a ver a los que vivían cerca de las víctimas. A Wilson lo interrogué yo personalmente. Tenía algo raro en la mirada, así que investigué su pasado. Había pasado un tiempo en el calabozo, cuando estaba en el ejército, por dos incidentes violentos, ambos contra compañeros suyos. Consiguió salir con una baja honrosa, lo que le permitió solicitar la entrada en la policía y las fuerzas especiales de P. G. County. Pero en ninguno de los dos cuerpos lo aceptaron. El problema no fue el test de inteligencia. De hecho, ahí sacó muy buenas marcas. Lo que falló fue el test psiquiátrico.

– De momento lo sigo. Buen coeficiente intelectual, cables cruzados. Así que ahora le va a demostrar a la policía que ha cometido un gran error, ¿cómo…?, ¿matando niños?

– Ya lo sé, es un poco peregrino. La verdad es que no había pruebas de nada, ni siquiera antecedentes de pedofilia. Sólo tenía la corazonada de que este tío no era trigo limpio. Me daba la impresión de haberlo visto antes, tal vez en la escena de algún crimen. Pero la memoria no me ayudaba. Ni el asesino tampoco. Recuerda que en los cuerpos no se encontraron restos, ni siquiera folículos de pelo humano, ni fibras de alfombras de casas, ni de coches. Ni sangre de otra persona. Ni tejido bajo las uñas. Los cuerpos estaban limpios. Lo único que había era semen en el recto. Y en aquel entonces no había manera de saber la procedencia, puesto que en 1985 no existían las pruebas de ADN.

– O sea, que dejaba algo de lefa. ¿Y qué se llevaba?

– Ya veo que eres bastante espabilado.

– Puedo serlo.

– Todas las víctimas tenían pequeños mechones de pelo cortado. Así que se llevaba recuerdos. Ése fue un detalle que jamás revelamos a la prensa.

– ¿Entró alguna vez en su casa?

– Claro, le interrogué en su casa. Recuerdo que no tenía casi muebles, pero sí una colección de discos gigantesca. Todo jazz, me dijo. Jazz eléctrico, que no sé qué será eso. Nunca he llegado a entender ese ruido. Me gusta el rollo instrumental, pero sólo si se puede bailar.

– Y entonces, ¿qué pasó? -se impacientó Holiday.

– Pues que, un mes después del tercer asesinato, Reginald Wilson toqueteó a un chaval de trece años que había entrado en el almacén donde trabajaba, cerca de un edificio de apartamentos donde vivía el chico. Y lo detuvieron. Y mientras cumplía condena en la cárcel, un tipo le llamó maricón o algo así, y Wilson se lo cargó. Lo mató a puñetazo limpio. Ni siquiera pudo alegar defensa propia, así. que le cayeron un montón de años. En la prisión federal lo identificaron como pederasta y acabó cargándose a otro preso que le amenazó con una cuchilla. Y le echaron encima todavía más años.

– Los asesinatos cesaron cuando entró en la cárcel.

– Exacto. Durante diecinueve años y pico. Y ahora sólo lleva fuera unos meses, y han empezado otra vez.

– Es posible que sea él -convino Holiday-. Pero lo único que tiene es que Wilson es violento y le atraen sexualmente los niños. La pedofilia no es lo mismo que el asesinato.

– Es un tipo de asesinato.

– Yo eso no lo discuto. Pero el caso es que no hay pruebas de nada. Nos costaría obtener una orden de registro. Vamos, eso si todavía fuéramos policías.

– Ya lo sé.

– ¿Tiene trabajo?

– Tiene la condicional, así que no le queda más remedio. Es cajero en una gasolinera con supermercado que está abierta toda la noche, en Central Avenue. Hace distintos turnos, incluyendo el último. Lo sé porque le he seguido más de una vez.

– Podríamos hablar con su agente de la condicional, que nos diga su horario, hablar con su jefe. A ver si estaba trabajando la noche que mataron a Johnson.

– Pues sí-dijo Cook sin mucho entusiasmo.

– Esto no es un palacio -comentó Holiday, mirando la casa-, pero es un barrio bastante bueno para un tío como él, y más cuando acaba de salir de la cárcel.

– Es la casa de sus padres. Murieron mientras estaba en el trullo, y como era hijo único la heredó él. La casa está libre de cargas, así que lo único que tiene que hacer es pagar los impuestos. El Buick tampoco es suyo.

– Ya me imagino. Tenía que ser de su padre. Sólo los viejos llevan Buicks. -Holiday dio un respingo-. No quería decir…

– Ahí está -dijo Cook, que no se había sentido ofendido y no había apartado la vista de la casa.

Se había abierto una cortina del ventanal y detrás apareció un instante un hombre de mediana edad. Fue como una sombra. Desapareció enseguida.

– ¿Nos habrá visto? -preguntó Holiday.

– No sé si nos ha visto. ¿Y sabes qué? Que me importa tres cojones. Porque al final acabará cometiendo un error.

– Necesitamos más información sobre la muerte de Johnson.

– Tú viste el cuerpo.

– También estuve en la escena del crimen al día siguiente.

– Joder, chico, ¿has hablado con alguien?

– Todavía no. Pero conozco al detective de Homicidios que lleva el caso. Se llama Gus Ramone.

– ¿Estará dispuesto a hablar contigo?

– No lo sé. Entre él y yo hubo movida.

– ¿Qué hiciste, follarte a su mujer?

– Peor. Ramone estaba a cargo de una investigación de Asuntos Internos, que pretendía acabar conmigo. Y yo no le dejé acabar el trabajo.

– Cojonudo.

– Es de los que siguen las normas al pie de la letra.

– De todas formas estaría bien que pudieras hablar con él.

– Si se baja de su pedestal, igual sí.

19

Después de un par de sándwiches de bonefish con salsa picante y tártara de un puesto de Benning Road, Ramone y Rhonda Willis acudieron a la Academia de Policía Metropolitana, en Blue Plains Drive, en una extensión de terreno entre la autopista de Anacostia y la calle South Capitol, en Southeast. Pasaron por la unidad de entrenamiento K-9 y los barracones donde habían vivido ambos en su momento, hasta llegar a un aparcamiento casi lleno de coches y autobuses.

La academia tenía el aspecto de cualquier instituto, con aulas de tamaño estándar en las plantas superiores, y un gimnasio, piscina y extensas instalaciones de entrenamiento en la planta baja. Los policías veteranos, incluido Ramone, utilizaban la sala de pesas y la piscina para mantenerse en forma. La vanidad de Rhonda había menguado con el nacimiento de sus hijos y llevaba muchos años sin hacer ejercicio. Si conseguía contar con media hora libre, consideraba más valiosos para su salud física y mental un buen baño caliente y una copa de vino, antes que una visita al gimnasio.