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– ¿Quieres que le diga que le andas buscando, si lo veo?

– No, no le digas nada. Quiero darle una sorpresa.

Ramone sabía por supuesto que Ramirez llamaría de inmediato a Holiday, y precisamente por esta razón había hablado con él. Quería que Holiday tuviera tiempo para pensar antes de enfrentarse a él. Así eliminaría de la conversación la mitad de las chorradas.

– Nos vemos, Ramirez.

Ramone encontró a Rhonda en las escaleras, mirando la pared cubierta de fotografías de agentes muertos en el cumplimiento del deber. En ese momento estaba delante de la foto de un genial y joven policía que Rhonda había conocido muy bien cuando ambos iban de uniforme. Le habían matado de un disparo durante un control rutinario. Rhonda tenía los ojos cerrados, y Ramone supo que estaba elevando una oración por su amigo. Esperó hasta que ella se volvió, sorprendida al verlo allí.

– ¿Ya has terminado con Ramirez?

– El oficial Ramírez acaba de decirme lo mucho que admiraba mi trabajo en Asuntos Internos.

– Ya veo que no me vas a contar nada.

– Bueno, vale. Es que le he pedido una cita. Salir a tomarnos un refresco con dos pajitas o algo así.

– Ya, bueno. Tengo que volver a la oficina a echar un vistazo a la ficha de nuestro amigo Dominique.

– Te acompaño.

Por su proximidad con la mayoría de los cadáveres encontrados en la ciudad, la brigada de Delitos Violentos estaba localizada en Southeast, pero las oficinas de la mayoría de las otras unidades especializadas, como Delitos Sexuales y Violencia Doméstica, estaban en el edificio de la sede central de la policía, en el número 300 de Indiana Avenue, en Northwest. Ramone llegó poco después de dejar a Rhonda en la VCB y fue directo a las oficinas de la unidad de Casos Abiertos.

Los homicidios sin resolver pasaban de la VCB a Casos Abiertos al cabo de tres años. Algunos polis menospreciaban el trabajo de los detectives de esta unidad, puesto que la mayoría de los asesinatos antiguos que resultaban «resueltos» tenía poco que ver con la capacidad de investigación o la ciencia forense y más con criminales que de pronto ofrecían información inesperada a cambio de una reducción en sus condenas. Pero esos mismos detectives olvidaban convenientemente que también de esa manera se cerraban muchos casos más recientes.

Ramone no albergaba esos prejuicios. Los miembros de la unidad de Casos Abiertos no eran los agentes atractivos, los chulos con gafas de sol, cuerpos trabajados en el gimnasio y guapitos de cara que salían en la tele, sino más bien hombres y mujeres de mediana edad con barriga, familias y deudas, que se dedicaban a hacer su trabajo, como todos. A lo largo de los años él mismo había trabajado con algunos de ellos en otros destinos.

Encontró al detective James Dalton en su mesa. Ramone le había hecho muchos favores en otras ocasiones y esperaba ahora que éste actuara en consecuencia. Dalton era delgado, de pelo cano, blanco pero con ojos de chino. Se había criado en el norte de Montana y llegó a Washington D.C. en los años setenta con la intención de realizar labores sociales, pero acabó en la policía. Solía decir que al mudarse a Washington había pasado de un pueblo a otro. «Más gente, pero la misma actitud», sostenía.

– Muchas gracias -dijo Ramone.

– El expediente ya estaba fuera -dijo Dalton-. Estábamos esperando el informe de la autopsia antes de decidir si teníamos que involucrarnos o no. No has sido el único en advertir los puntos en común.

– Si tienes unos años de experiencia…

– Exacto. Ahí está la ficha. Es bastante gorda.

– Eso me dicen las chicas.

– ¿Eh?

– Nada, un chiste muy malo.

– Pero el caso no es tuyo, ¿no?

– No, es de Garloo Wilkins. Pero yo conocía a la víctima, era amigo de mi hijo. ¿Te importa que le eche un vistazo y tome algunas notas?

– A tu aire, yo me marcho.

«Perfecto», pensó Ramone.

Dedicó las siguientes dos horas a leer los extensos expedientes del caso de los Asesinatos Palíndromos. Entre los informes oficiales se incluían recortes de prensa del Washington Post y un largo artículo histórico del Washington City Paper. Dalton había tenido el detalle de marcharse del despacho, de manera que Ramone hizo copias de todo lo que pensó que podría necesitar. Luego metió los papeles en un sobre vacío que Dalton había dejado convenientemente en la mesa y los sacó del edificio bajo el brazo.

Una vez sentado al volante de su Tahoe, llamó al móvil de Wilkins.

– Eh, Bill, soy Gus.

– ¿Qué hay?

– Creo que deberías llamar al forense para pedir un informe sexual en la autopsia de Asa Johnson.

– Ya lo harán aunque no lo pida.

– Llama de todas formas, para asegurarte.

– ¿Por qué?

– Por ser exhaustivos, nada más.

– Ya.

– ¿Ha habido algo hoy?

– He hablado con el director del colegio de Asa, pero tengo algunos problemas con el padre del chico. Quería pasarme por su casa para echar un vistazo a la habitación de Asa, pero Terrance Johnson dice que prefiere que vayas tú primero.

– Lo siento, Bill. Es que me conocen ya de hace tiempo, eso es todo. Luego iré por su casa a hablar con él y a aclararle las cosas.

– Es mi investigación, Gus.

– Desde luego. Mira, esta tarde todavía tengo que hacer unas cuantas llamadas. Ya hablaremos cuando nos veamos.

– De acuerdo. Cuídate.

Ramone colgó el teléfono. No había razón para mencionar la posible relación con una vieja serie de homicidios no resueltos. Con eso no lograría más que confundir a Garloo, se dijo.

Y sin más se dirigió hacia la parte alta de la ciudad.

20

El colegio de Asa Johnson estaba en Manor Park, a unas manzanas tanto de la casa de Johnson como de la de Ramone. Su hijo, Diego, iba andando cuando todavía estaba allí matriculado, pero ahora recorría a pie un kilómetro y medio hasta Maryland, donde tomaba el autobús hasta su colegio en Montgomery County. Parecía una complicación innecesaria que su hijo tuviera que hacer tanto viaje para llegar a su nuevo destino, con lo cerca que le quedaba antes su antiguo centro. Claro que a Ramone no le importaba que Diego tuviera que sudar un poco para llegar al colegio, sencillamente intentaba justificar de nuevo la idea de devolver a Diego al sistema de educación pública del distrito.

Ramone pensaba en esto y en otras cosas mientras recorría el pasillo hacia la oficina de administración. Había sonado la campana, anunciando la última clase del día. Los chicos, en su mayoría negros y algunos hispanos, charlaban y se reían, metiendo libros y sacando carteras de las taquillas, listos para salir disparados hacia sus casas. Se movían en torno a los muchos guardias de seguridad. Con las ventanas enrejadas, la tenue iluminación y la constante presencia de guardias de aspecto policial, aquello parecía un correccional.