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Ramone reconoció a algunos chicos, tanto del barrio como del equipo de fútbol de Diego, y un par de ellos le saludaron con un «señor Ramone» o «señor Gus». Sabían que era policía. Algunos, por esa razón, no le miraban a los ojos, pero casi todos se mostraban amistosos y respetuosos.

Unos cuantos, sobre todo los que vivían con familias problemáticas, ya se habían descarrilado, y otros estaban a punto de hacerlo. Pero a la mayoría le iría bien.

Ramone sentía un gran respeto por los profesores. Estaba casado con una de ellos y sabía con lo que bregaban: no sólo con chicos rebeldes, sino también con padres furiosos y poco razonables. Pocas profesiones eran tan difíciles como la de educador de secundaria, pero aun así, lo que aquellos adolescentes más necesitaban era que ni los profesores ni la administración perdieran la fe en ellos. Aquél era el período más crítico de sus vidas.

Una cosa era cierta de aquel colegio, pensó Ramone mirando las caras en torno a él. Allí los profesores se fijaban en el comportamiento, no en la raza ni en la clase social.

Pero también advirtió las condiciones del lugar: las paredes en las que faltaba una mano de pintura, los baños sin puertas, los retretes estropeados, los cubos que recogían el agua de las goteras, la escasez de material escolar. Se acordó de las razones por las que Regina y él habían sacado a Diego de allí.

Era un infierno tratar de averiguar qué era lo mejor para un hijo.

Entró por fin en la oficina de administración, se identificó y explicó que ya había llamado antes para pedir cita. Al cabo de unos momentos estaba sentado ante la mesa de la señorita Cynthia Best, directora del colegio, una atractiva mujer de piel oscura, postura erguida y ojos sabios.

– Bienvenido de nuevo, señor Ramone.

– Me gustaría que fuera bajo mejores circunstancias. ¿Cómo va todo?

– Ayer trajimos a un terapeuta para que ayude a los alumnos a superar la muerte de Asa.

– ¿Aprovechó alguien ese servicio?

– Acudieron dos chicos, pero más por curiosidad que otra cosa. O tal vez buscaban una manera novedosa de saltarse las clases. Los mandé de vuelta, de buenas maneras.

– Señorita Best, ¿ha oído usted algo? ¿Ha llegado hasta los profesores algún rumor proveniente de los alumnos?

– Nada aparte de las conjeturas habituales. Ya sabe que a estos chicos les gusta idealizar la vida de la calle, pero en este caso no ha habido muchos rumores sobre drogas. En cuanto a los profesores, tienen una idea bastante aproximada del entorno de sus alumnos. Conocen a los padres, están con los chicos todos los días. Ninguno de los profesores de Asa ha aventurado ninguna hipótesis, ni basada en hechos ni meramente teórica.

– ¿Les ha dicho que iba yo a venir?

– He hablado con el profesor de matemáticas y la de lengua, que le están esperando. Si necesita ver a algún otro, educación física, salud, ciencias, lo que sea, también lo puedo arreglar.

La señorita Best le tendió un papel en el que aparecían los números de las aulas y los nombres de los profesores. Ramone se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Ha hablado con el detective Bill Wilkins? Oficialmente es su caso.

– Sí, me llamó por teléfono. Me pidió que no vaciemos la taquilla de Asa hasta que él eche un vistazo.

– Muy bien. -Ramone empezaba a pensar que había subestimado a Wilkins.

– ¿Quiere ir a verla usted mismo?

– Después de hablar con los profesores. -Ramone dio unos golpecitos con el bolígrafo en el pequeño cuaderno de espiral que tenía en el regazo-. Si me permite, por lo que me dice deduzco que los alumnos no han llorado mucho que digamos por la muerte de Asa.

– No pretendía que fuera una crítica.

– Y no lo he entendido así. Sólo me gustaría conocer su impresión sobre Asa.

– La verdad es que he tenido muy poco contacto con él los últimos dos años. Sólo hemos hablado unas cuantas veces. Era un chico tranquilo, que no ofrecía problemas de disciplina. Yo no diría que fuera muy enérgico. No era ni popular ni impopular.

– Vamos, un chico bastante anodino, me está diciendo.

– Eso lo ha dicho usted.

– Por favor, esto no es oficial. Puede hablar con libertad.

– Asa no era de la clase de estudiantes que me llaman la atención, es lo más sincero que puedo decirle.

– Se lo agradezco.

– ¿Cómo está Diego? -preguntó la directora.

– Pues la verdad es que ha tenido algún que otro tropezón en el nuevo colegio, para serle franco.

– Siempre será bienvenido aquí.

– Gracias, señorita Best. Voy a hablar con los profesores.

– Buena suerte.

Ramone encontró el aula de la profesora de lengua, la señorita Cummings, en la segunda planta. Dentro no había nadie, de manera que se dedicó a mirar un poco por allí para matar el tiempo. Había papeles arrugados por el suelo y las papeleras estaban a rebosar. Las sillas y pupitres, que parecían estar en uso desde la época de la Depresión, se encontraban mal alineados, en hileras apenas detectables.

En la pizarra la profesora había escrito citas del doctor King, James Baldwin y Ralph Ellison. También se veían dos notas, una de ellas era el anuncio de un inminente examen y la otra recordaba a los alumnos que pusieran al día sus diarios. Al ver que la profesora no aparecía, acabó marchándose del aula.

El señor Bolton, profesor de álgebra de Asa, le esperaba en el aula 312. Ésta, a diferencia de la de lengua, estaba ordenada y limpia. El profesor se levantó de su mesa y fue a saludar a Ramone.

Bolton era un hombre de piel oscura, color chocolate, cerca ya de los cuarenta años. Llevaba pantalones de sport, una camisa bien planchada y mocasines. La ropa no parecía muy cara, lo cual no era de extrañar dado el anémico salario del profesor, pero sí estaba pensada. Ramone esperaba encontrarse con un friqui, pero se encontró con un tipo de buena facha, vestido con cierta elegancia y recién afeitado. Su nariz, bastante grande y algo amorfa, impedía que pudiera calificársele de guapo. Sus ojos eran grandes y brillantes.

– ¿Detective Ramone?

– Señor Bolton. -Ramone le estrechó la mano.

– Llámeme Robert.

– De acuerdo. No le robaré mucho tiempo.

– En lo que pueda ayudarle…

Ramone sacó el cuaderno.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Asa Johnson?

– En clase, el día de su muerte.

– Es decir, el martes.

– Exacto. Y luego ese mismo día, después de clase.

– ¿Por qué? ¿Estaba castigado o algo?

– No, no, nada de eso. Vino a que le pusiera deberes extras. Le encantaban las matemáticas, detective. La verdad es que le gustaba resolver problemas. Asa era uno de mis mejores alumnos.