– ¿Y qué le dio?
– Nada, unos ejercicios para subir la nota. Problemas matemáticos, esas cosas.
– ¿Le pareció que estuviera preocupado por algo aquella tarde?
– No, no me dio esa impresión.
– ¿Llegó a sospechar alguna vez que estuviera metido en algo… raro?
– No sé muy bien a qué se refiere.
– No me refiero a nada en particular. Sólo me gustaría conocer su impresión.
– Es una falacia pensar que la mayoría de los chicos del distrito andan metidos en actividades delictivas. Tiene que darse cuenta de que la inmensa mayoría de estos estudiantes no tienen nada que ver con robar coches o pasar drogas.
– Sí, soy consciente de ello.
– Son chicos. No les ponga una etiqueta sólo porque son afroamericanos y viven en D.C.
«Afroamericanos.» Años atrás Diego le había dicho:
– No llames nunca a mis amigos «afroamericanos», porque se reirán de ti. Somos negros, papá.
Ramone esbozó su sonrisa de poli, que era una sonrisa sólo en el nombre.
– Yo vivo en este barrio.
Bolton se cruzó de brazos.
– A veces la gente llega a conclusiones erróneas, es lo único que digo.
Ramone escribió en el cuaderno «a la defensiva» y «gilipollas».
– ¿Alguna otra cosa que recuerde que pueda ser pertinente a la investigación?
– Lo siento. La verdad es que le he dado muchas vueltas. Para mí era un chico feliz y equilibrado.
– Gracias -dijo Ramone, estrechando la fuerte mano de Bolton.
Por fin encontró a Andrea Cummings en el aula. La señorita Cummings era joven, una veinteañera alta, de largas piernas y piel oscura. Parecía bastante anodina a primera vista, pero cuando sonreía era decididamente guapa. Y en cuanto Ramone entró en el aula, esbozó una bonita sonrisa.
– Soy el detective Ramone. Pensé que ya no la vería.
– No, no. Tengo trabajo que hacer después de clase. Es que había ido a por un refresco.
Ramone acercó una silla a su mesa y se sentó.
– Cuidado con eso -advirtió ella-. Debe de tener más de sesenta años.
– Deberían sacar estos trastos del colegio y llevarlos a un museo.
– Y que lo diga. Ahora mismo estamos sin papel ni lápices. Casi todo el material que ve aquí lo compro de mi propio bolsillo. Le aseguro que aquí alguien está metiendo mano a los fondos. No sé si serán los abogados, los contratistas o la dirección, pero alguien se está forrando, y eso es un robo puro y duro. Les están robando a los alumnos. Vamos, yo lo que digo es que esa gentuza debería arder en el infierno.
Ramone sonrió.
– No se corte.
– Huy, yo con eso no tengo problemas.
– ¿Es de Chicago?
– Por Dios, si es que no se me quita el acento. Me crie en una casa de protección oficial, y mis primeros dos años de profesora los pasé en mi barrio, en Northwestern. Ya se imaginará que las instalaciones eran bastante penosas, pero jamás he visto nada como esto.
– Seguro que les cae bien a sus alumnos.
– Bueno, empiezo a caerles bien. Mi filosofía es asustarlos al principio de curso, poner cara de bulldog. Que sepan desde el primer momento quién manda. Ya les caeré bien más adelante. O no. Lo que quiero es que empiecen a aprender algo. Así es como me recordarán.
– ¿Y Asa Johnson? ¿Tenía una buena relación con él?
– Asa era un buen chico. Nunca me dio ningún problema y siempre hacía los deberes.
– ¿A usted le caía bien?
– Lloré cuando me enteré de la noticia. Es imposible no conmoverse cuando matan a un niño.
– Pero ¿le gustaba?
La señorita Cummings se relajó en la silla.
– Los profesores tienen favoritos, como los padres también tienen favoritos entre sus hijos, aunque no quieran admitirlo. No le puedo mentir diciendo que era de mis favoritos. Pero no porque fuera mal chico.
– ¿A usted le parecía un chico feliz?
– No especialmente. Sólo con verle la postura se notaba que algo le preocupaba. Además, rara vez sonreía.
– ¿Por alguna razón que se le ocurra?
– Que Dios me perdone por hablar sin saber.
– Dígame lo que piensa.
– Podría haber sido su vida familiar, lo digo porque he conocido a sus padres. Su madre es una persona callada, sometida a su marido. Y el padre es uno de esos que van de machos, seguramente para compensar sus complejos. Se lo digo con toda sinceridad. No tenía que ser muy divertido para Asa vivir en ese entorno, no sé si me entiende.
– Le agradezco la sinceridad. ¿Tiene alguna razón para creer que estuviera metido en actividades delictivas?
– En absoluto. Pero, claro, nunca se sabe.
– Pues sí. -Ramone miró la pizarra-. No me importaría echarle un vistazo a su diario, si lo tiene usted.
– No lo tengo -contestó la señorita Cummings-. Me los entregan al final del semestre, y yo les echo sólo un vistazo para ver si se han esforzado un poco. Vamos, que no los leo. Mi tarea consiste en asegurarme de que están trabajando algo, porque eso ya es un logro.
Ramone le tendió la mano.
– Ha sido un placer conocerla, señorita Cummings.
– Lo mismo digo, detective. Espero haberle sido de alguna ayuda.
Ramone volvió a su Tahoe y sacó un par de guantes de látex que se metió en el bolsillo. Luego se dirigió de nuevo a la oficina de administración y, acompañado de un guardia de seguridad, se acercó a la taquilla de Asa. El hombre leyó un papel, marcó la combinación de la cerradura y dio un paso atrás para que Ramone inspeccionara su contenido.
En el estante superior había un par de libros de texto. Pero ni en los libros ni en el fondo metálico se veía ningún papel ni ninguna otra cosa. Lo normal era que un chico de su edad tuviera en la taquilla fotos de figuras deportivas, raperos o estrellas de cine. Asa no había puesto nada.
– ¿Ha terminado? -preguntó el guardia.
– Ya puede cerrar.
Esperaba encontrar el diario del chico, pero allí no estaba.
21
Terrance Johnson abrió la puerta para que pasara Ramone. Tenía los ojos rojos y apestaba a alcohol. Johnson le estrechó la mano y se la retuvo un momento.
– Gracias por recibirme. -Ramone retiró la mano.
– Ya sabes que quiero ayudar.