– Desde luego que lo vais a averiguar. Porque mi hijo Edward está tirado en una puta perrera con un agujero en el hombro, y algún hijo de puta tendrá que pagar por ello. -Los ojos de Raynella ardían como los de una fiera-. Y no sólo estamos hablando de mi hijo. Es tu sobrino, Raymond.
– Ya lo sé. -Benjamin se enjugó la frente como para secarse el sudor, aunque no estaba sudando y la habitación estaba fresca.
En ese momento Raymond Benjamin pensaba que comprar y vender coches en subastas era una manera de ganarse la vida relativamente libre de estrés. Pero sabía perfectamente, incluso mientras jugaba con la idea de renunciar a sus otras actividades, que los ingresos de su negocio legal jamás serían suficientes para un hombre como él.
Tenía que elegir con más cuidado a sus clientes, nada más. Había conocido a Tommy Broadus al conseguirle el Cadillac CTS, seis meses atrás. Y luego Broadus, que sabía quién era Benjamin, le contó que estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo.
Benjamin había albergado sus dudas, pero el hombre se iba a llevar una buena tajada, y él sacaría un buen capital, si todo iba bien. Además, en ese asunto había visto una oportunidad para adoctrinar a su sobrino Edward, que llevaba tiempo dándole la lata para entrar en el negocio, con un hombre mayor y no violento, en un trato que tenía pinta de ser provechoso.
Pero al chico, el muy bocazas, no se le había ocurrido otra cosa que provocar a un tipo que empuñaba una pistola. Su hermana mayor olvidaba convenientemente lo que él había intentado hacer por Edward. De hecho, era ella la que llevaba tiempo insistiendo en que «se encargara» del muchacho. Y, en lugar de aceptar las consecuencias, Raynella le quería echar las manos al cuello.
– Nos vamos a ocupar del tema, Raynella -le aseguró-. Que los cincuenta mil del ala que se han llevado eran míos. Sabes que no lo puedo dejar pasar.
– El que le pegó el tiro a Edward dijo su nombre -terció Broadus-. Al menos eso tenemos.
– Romeo Brock-añadió Benjamin.
– Pero eran dos. El otro era bajo y fuerte -dijo Broadus.
– ¿Habéis conseguido una dirección o un teléfono que esté a ese nombre? -preguntó Raynella-. ¿Sabéis de alguien que conozca a ese cabronazo que se hace llamar Romeo?
– No está exactamente en la guía de teléfonos -contestó Raymond.
– Entonces, ¿qué vas a hacer «exactamente»? Yo en tu lugar iría al laboratorio y empezaría a cortar algunas cabezas.
– No serviría de nada -explicó Raymond-. Tengo que hacer negocios a largo plazo con esa gente. Ya me enteraré de quién se fue de la lengua, pero en este momento no puedo cortar por lo sano esa relación.
– Entonces, ¿qué?
– De momento tenemos una opción mejor. Cuéntaselo, Tommy.
– Ese tal Romeo Brock -comenzó Broadus, en apenas un murmullo y sin mirar a Raynella a los ojos- se llevó a una mujer con la que yo salía.
– Te quitó a la chica en tus narices, ¿eh?
– De todas formas esa tía tenía telarañas en el chocho -replicó Broadus, incapaz de aceptar la derrota ni siquiera en un momento tan serio-. El caso es que la chica tiene un trabajo, y es demasiado orgullosa para dejarlo. No será difícil seguirla hasta la guarida de Brock.
– ¿Hoy? -apremió Raynella.
– Hoy tiene el día libre. -Broadus intentó no imaginarse a Chantel con Romeo Brock, celebrando el botín.
– Pero mañana irá a trabajar -interrumpió Benjamin, levantándose y estirándose en toda su altura de más de uno noventa-. Ya sabemos dónde es.
– ¿Quiénes «sabemos»?
– Mikey, Nesto y yo. -Benjamin señaló con paciencia a los dos jóvenes junto a la puerta.
– ¡Pues poneos a ello! -exclamó Raynella con un espantoso chillido.
– Eso pienso hacer.
– ¡Deja de pensar y hazlo!
Benjamin se frotó las sienes.
– Me estás dando dolor de cabeza, hermano.
Romeo Brock abrió las cortinas del dormitorio y vio a su primo Conrad, de camino a su casa desde el punto de encuentro al que iba todas las mañanas, en Central Avenue. En ese momento pasaba bajo la sombra del gran tulipero en dirección a la puerta principal.
Gaskins tenía la camiseta sudada y los pantalones caqui manchados por haber estado cortando hierba y arbustos todo el día. Parecía agotado. A Brock casi le dio pena. Llevaba en la calle bajo aquel sol de otoño desde el amanecer, mientras que él, Romeo Brock, se había pasado el día en la calidez del hogar, bebiendo champán y fumando algo de hierba con una mujer que era toda una mujer. Era como uno de esos caballos de carreras que admiras mientras el entrenador lo pasea.
Dejó caer la cortina y miró la cama. Chantel Richards dormía con una camisa de rayón de Romeo. El sujetador se le veía entre los botones abiertos. Completaba el conjunto un tanga de encaje negro. Junto a la cama estaba abierta la maleta Gucci, con el dinero. Debajo de Chantel había algunos billetes que había tirado Brock. Habían follado encima de ellos.
Recordaba una película que vio en la tele cuando era más joven. Steve McQueen, el blanco más cabrón que jamás había caminado frente a una cámara, era un tipo que robaba un banco y luego huía con su novia de la mafia, la ley y un hombre vengativo que era quien había planeado el golpe. Hacia el final de la película, antes de que empezaran los tiros, McQueen y su chica empezaban a enrollarse en un lecho de billetes, y en ese instante Romeo se prometió hacer aquello mismo algún día con una mujer.
La chica de la película estaba demasiado flaca para su gusto; de hecho le había parecido una gallina de pelo negro. Pero algo tenía, eso sí. Aun así no había punto de comparación entre esa mujer y la que dormía ahora mismo en su cama. No podría haber soñado siquiera que él, Romeo Brocks, estaría con una mujer tan fantástica como Chantel Richards, bebiendo White Star y follando como conejos en una cama de sábanas limpias y billetes verdes.
Se la quedó mirando un momento. Luego, con sólo los calzoncillos por todo atuendo, encendió un Kool y tiró la cerilla a un cenicero con forma de neumático. Al marcharse cerró la puerta suavemente.
Recorrió el pasillo, dejando atrás la cocina, la habitación de Gaskins y el baño, hasta entrar en el amplio salón comedor donde estaba Gaskins.
– ¿Un día duro? -preguntó.
– Pues sí. -Gaskins lo miró entre divertido y asqueado-. ¿Y tú?
– Venga ya, primo. Deja de fingir. Está claro que te mueres por estar en mi lugar.
– Sí, desde luego. Pasarme todo el día en una habitación a oscuras con una mujer, beber lo que hayas bebido, que se te nota en el aliento, y fumar lo que huelo en el aire. Me gustaría volver a probar algo de hierba, cuando acabe la condicional. Siempre me ha gustado pillarme un buen colocón.
Brock dio una calada al cigarrillo, exhalando a la vez algo de humo, al estilo francés.
– ¿Y por qué no lo haces?
– Porque tengo que trabajar. Y no me refiero a que tenga que aparecer por allí todos los días por lo de la condicional, que es verdad. Lo que digo es que necesito ir a trabajar todos los días.