– Pues ya no deberías. Tenemos pasta.
Gaskins movió la cabeza.
– No me estás entendiendo, Ro.
– Primo, somos ricos.
– No mucho. Todavía hay que repartir. Y sé que con lo que quede te vas a comprar de todo, y dentro de poco estarás buscando más.
– Y lo conseguiré. Como he conseguido lo que hay en esa maleta.
– ¿Y cómo crees que terminará esta historia?
– ¿Eh?
– Todas las historias tienen un final.
Brock se lo quedó mirando, respirando por la boca abierta y con ojos vidriosos. Luego sonrió.
– Pero mira que eres cenizo, tío. Ahora mismo lo tenemos todo, y tú lo ves todo negro.
Gaskins vio que era inútil intentar explicárselo. A veces la gente es bastante espesa. Y de todas formas, ¿quién era él para enmendarle la plana? Su primo pequeño acabaría entendiéndolo al final. Sería demasiado tarde, pero bueno.
– Vale, Romeo, vale.
– Eso es.
– ¿Has sabido algo de nuestro hombre?
Brock asintió con la cabeza.
– Dice que nos veremos pronto. Ya le he dicho que el dinero está a salvo.
Gaskins se quitó la camiseta. Tenía el rostro de un hombre de treinta años y el cuerpo de uno de diecinueve.
– Me voy a dar una ducha.
– Llévate una cervecita fría.
– Buena idea.
Gaskins fue a la cocina y Brock volvió al dormitorio.
Chantel Richards estaba levantada, sacando la botella de Moét del cubo de hielo que había en la cómoda. Se sirvió en un vaso y dio un trago.
– ¿Te he despertado? -preguntó Brock, dando la última calada al Kool antes de apagarlo en el cenicero.
– No pasa nada. Hacía mucho tiempo que no dormía la siesta. Me ha sentado muy bien.
– ¿Has descansado?
Chantel le dedicó una sonrisa irónica. El pelo se le escapaba del recogido para caerle en rizos sobre los hombros de la camisa roja. Echó atrás la cabeza para beber de nuevo, pero no tragó. Dejó el vaso en la cómoda, se acercó a Brock y le escupió el champán en el pecho desnudo. Algunas gotas rodaron de sus pezones hasta el estómago. Ella le puso las manos en las caderas para lamerle el líquido de los abdominales y luego ascendió hasta su pecho.
– Chica -dijo Brock con la voz tensa. Le costaba hasta respirar.
Chantel se quitó la camisa, un hombro después de otro. Se desabrochó el sujetador con el pequeño gancho que había entre las copas para dejar libres los pechos. Con los pulgares se bajó el tanga por las largas piernas hasta los pies de uñas pintadas. Por fin lo apartó de una patada.
Luego se sentó desnuda en la cama, con los billetes de cincuenta y cien dólares diseminados por las sábanas. Se abrió de piernas para mostrarse, húmeda, sin afeitar. A Brock se le quedó la boca seca. Le gustaban las mujeres naturales.
Chantel se tocó los pezones con los dedos, comenzó a trazar círculos. Las aureolas se fruncieron y los pezones se pusieron duros.
– Dios -murmuró Brock, como un niño viendo a una mujer desnuda por primera vez.
– ¿Cómo quieres? -preguntó Chantel.
– Date la vuelta. Frótate el dinero en la cara, bésalo.
– Muy bien.
– Sí, por favor.
23
Ramone llamó a Regina cuando volvía a las oficinas de la VCB, le contó que había visto a Diego en las canchas de baloncesto y que el chico había prometido volver a casa antes de que anocheciera. Él se quedaría trabajando hasta tarde y no llegaría a cenar. Le pidió a Regina que le guardara algo de cena, que ya se lo calentaría cuando llegara.
– ¿Qué ibas a preparar?-preguntó.
– Pasta.
– ¿Qué clase de pasta?
– La que viene en una caja larga y se pone en agua hirviendo.
– No la hiervas demasiado. Ocho minutos como máximo.
– ¿Ahora me vas a enseñar a hervir espaguetis?
– La última vez los dejaste doce minutos y aquello era un puré.
– Pues ven a prepararlos tú, si los quieres perfectos.
– Al dente, cielo.
– No me vengas con eso de «cielo».
– Hoy he estado pensando en ti.
– ¿Ah, sí?
– Con aquel bañador que tenías, en la piscina de la academia.
– Hoy no me entraría ni con calzador.
– Pues para mí que estás mejor ahora.
– Mentiroso.
– Lo digo de verdad, cariño. Ya no somos jovencitos ninguno de los dos, pero cuando te miro…
– Gracias, Gus.
– ¿Tú crees que esta noche…?
– Ya veremos.
Ramone llamó a la oficina de camino a South Dakota Avenue, en el barrio de Langdon. Rhonda Willis todavía estaba trabajando. Le dijo que tenía cosas que contarle y que Bill Wilkins estaba en la oficina y también quería hablar con él.
– Llego en diez minutos.
Aparcó detrás del centro comercial Penn-Branch y entró en las oficinas. Algunos detectives del turno de la mañana se mezclaban con los de la tarde, atestando los cubículos. Intercambiaban información y trivialidades sobre asuntos no policiales. Algunos oficiales hacían horas extras y otros se quedaban por no irse a un bar o por no enfrentarse a la soledad, depresión, tareas o aburrimiento de su vida personal.
Rhonda Willis estaba sentada a su mesa, riéndose con Bo Green, de pie junto a ella. Ramone le hizo un gesto con el dedo, indicando que tardaría un minuto, y siguió andando esquivando detectives, agentes de paisano y una mujer de la unidad de Atención a la Familia.
Anthony Antonelli tenía los pies encima de la mesa, con la Glock en el tobillo. En ese momento le tendía un impreso de horas extras a Mike Bakalis.
– Venga, Armadillo, fírmame la once-treinta, ¿quieres?
– Si me la chupas igual me lo pienso -contestó Bakalis.
Bill Wilkins estaba sentado delante de su ordenador, tecleando. Ramone acercó una silla.
– ¿Qué tienes?
Wilkins le tendió un sobre de papel de Manila que contenía el informe de la autopsia.
– La bala era del treinta y ocho.
– ¿Se lo han pasado a balística?
– Sí, a ver si las marcas coinciden con alguna otra arma de homicidio. La muerte se debió a la herida de bala en la cabeza, hasta ahí nada nuevo.