– Y dicen que el romanticismo ha muerto -terció West.
– Pero qué va -prosiguió Holiday, sin darse cuenta del tono de West, o sin hacerle caso-. Me dice que ella en el coche pasa. Que ya no tiene diecisiete años. Y yo pensando: «eso fijo». Pero bueno, no iba yo a decir que no a un culo como el suyo.
– Aunque no tuviera diecisiete tacos -apuntó Jerry Fink.
– Así que nos fuimos a su casa. Tiene un par de críos, un adolescente y una niña pequeña, que casi ni apartaron la vista de la tele cuando entramos.
– ¿Qué estaban viendo? -preguntó Bonano.
– ¿Y eso qué más da?
– Pues que así la historia es mejor. Así es como si lo viera en mi cabeza.
– Pues era un capítulo de esos de Law and Order. Lo sé porque oí eso del duh-duh que hacen.
– Sigue.
– Vale. Pues nada, que les dice a los niños que no se queden hasta muy tarde, porque al día siguiente tienen colegio, y luego me lleva de la mano a su habitación.
En ese momento sonó el móvil que estaba en la barra delante de Bob Bonano, «el experto en cocinas y baños». Bonano miró el número y no contestó. Si era un nuevo negocio, contestaría. Si era un cliente al que ya había jodido, no. Casi nunca cogía las llamadas. El negocio de Bonano se llamaba Artistas del Hogar. Jerry Fink lo llamaba «Chapuzas del Hogar», y a veces «Desastres del Hogar», cuando estaba inspirado.
– ¿Te la follaste mientras los chicos veían abajo la tele? -preguntó Bonano, todavía mirando el móvil, que seguía sonando con el tema de El bueno, el feo y el malo. A Bonano, moreno y de rasgos y manos grandes, le gustaba darse aires de vaquero, pero era más italiano que un salami.
– Cuando empezó a hacer ruido le tapé la boca con la mano. -Holiday se encogió de hombros-. Casi me arranca un dedo de un mordisco.
– Déjate de rollos -le espetó Fink.
– Es lo que hay. La tía era una fiera.
El camarero, Leo Vazoulis, un hombre corpulento, de fino y escaso pelo gris y bigote negro, les sirvió las bebidas. El padre de Leo había comprado el edificio, al contado, cuarenta años atrás para montar un restaurante, que estuvo regentando hasta que un infarto lo mandó al otro barrio. Leo heredó la propiedad y convirtió el restaurante en bar. No tenía gastos aparte de los impuestos y los suministros, y ganaba bastante sin partirse tanto los cuernos como su padre. Así se suponía que tenía que pasar de padres a hijos.
Leo vació los ceniceros y se alejó.
– Eso no explica que vengas con perfume -dijo Fink.
– Es desodorante -protestó Holiday-. Bueno, en el bote ponía que era una mezcla de desodorante y colonia, o algo así.
– Yo leí una vez un artículo sobre eso -comentó West-. Es como un fenómeno.
– Esta mañana estaba ahí en la cama de esta mujer, esperando que mandase a sus hijos al colegio y pensando en un plan de fuga. En cuanto oí la puerta de la casa y el motor del coche, me levanté, me fui al cuarto de su hijo y me eché en los sobacos lo primero que pillé. También me eché un poco ahí abajo, no sé si me entendéis. Para quitarme el olor de la tía.
– Axe -dijo Bonano, como si intentara recordarlo.
– «Axe Rejuvenate», es lo que ponía en el bote. Por lo visto los chavales flipan con eso.
– Pues hueles como una puta -insistió Fink.
Holiday apagó el cigarrillo.
– Igual que tu madre.
Terminaron las copas y pidieron otra ronda. Bonano seguía sin contestar el móvil, pero Fink cogió una llamada y prometió a una señora de Palisades que pasaría por allí «en algún momento de la semana que viene» a tomar medidas del cuarto de estar. Nada más colgar, Fink metió unas monedas en la jukebox. Escucharon una canción de Ann Peebles y luego otra de Syl Johnson, y cuando entró la sección rítmica todos menearon la cabeza.
– ¿Cómo va la novela, Brad? -preguntó Holiday, mientras sacaba otro cigarrillo y le daba un codazo a Fink.
– Todavía ando dándole vueltas -contestó West. Tenía una barba gris y el pelo largo y canoso. Se había dejado la barba cuando Fink le dijo que parecía una vieja con tanto pelo.
– ¿No deberías estar en el New Yorka o como se llame? -preguntó Fink. Se refería a la cafetería de ambiente íntimo de la línea District, en la esquina más allá de Crisfield-. Ahí están siempre los tíos de tu cuerda, dándole a la tecla en sus portátiles con su cafetito delante.
– Y con sus boinas -apuntó Bonano.
– Ésos tíos no escriben nada -replicó West-. Están ahí haciendo el canelo.
– No como tú -le pinchó Holiday.
Hablaron del nuevo chico que Gibbs había seleccionado como quarterback. Comentaron a cuál de las Mujeres Desesperadas les gustaría follarse, las razones por las que echarían a las otras de la cama y el Chrysler 300. A Bonano le gustaba su línea, pero se le antojaba «muy de negrata» con aquellas llantas, no encontraba mejor manera de definirlas. Aun así, miró alrededor al decirlo. Por la noche los parroquianos del bar eran casi todos negros, como los empleados. Por las tardes solían estar ellos solos: cuatro blancos alcohólicos y maduritos sin ningún otro sitio al que ir.
El tema del coche les llevó a una charla sobre delincuencia, y todos giraron la cabeza hacia Holiday, que conocía el tema de primera mano.
– La cosa está mejorando -aseguró Fink-. El índice de asesinatos es la mitad que hace diez años.
– Porque han metido a casi todos los cabrones en el trullo -explicó Bonano.
– Los criminales violentos se han largado a P.G. County, eso es lo que pasa -objetó Fink-. Este año tienen allí más homicidios que en Washington D.C. Y eso por no mencionar violaciones y otros delitos sexuales.
– No es ningún misterio -terció West-. Los blancos y los negros con dinero vuelven a la ciudad y echan a los negros pobres a P.G. Joder, las zonas esas entre Beltway y Southern Avenue: Capítol Heights, District Heights, Hillcrest Heights…
– Heights, «cumbres» -tradujo Bonano, moviendo la cabeza-. Manda huevos, como si tuvieran castillos en las montañas. Joder. Por no hablar de Suitland. Menuda mierda.
– Es como Southeast hace diez años -dijo Fink.
– Es la cultura -replicó Bonano-. ¿Cómo coño se cambia eso?
– Ward 9 -apuntó Fink. Se había convertido en el otro nombre afectuoso o peyorativo, del suburbio de Prince George, P.G., dependiendo de quién lo dijera. Significaba que el distrito era igual de malo que las zonas orientales de D.C, de población negra y de gran actividad criminal.
– ¿Y qué esperabas? -dijo West-. La pobreza es violencia.
– ¿De verdad, Hillary? -replicó Bonano.
– Nadie respeta ya la ley -aseveró Holiday con voz queda. Se quedó mirando su copa, agitó los hielos y apuró el contenido. Luego cogió el tabaco y el móvil de la barra y se levantó.