– ¿Adónde vas? -preguntó Fink.
– A trabajar. Tengo que ir al aeropuerto.
– Tómatelo con calma, Doc -se despidió Bonano.
– Adiós.
Holiday salió a la luz cegadora de la calle. Llevaba el uniforme: traje negro con camisa blanca. En cuanto a la gorra, la había dejado en el coche.
4
Los detectives Ramone y Green recorrían el pasillo central de las oficinas de la VCB, una nave sin ventanas con varios cubículos y mesas más o menos alineadas, el cuartel general de docenas de detectives con casos de asesinato y, como algunos decían, casos de víctimas que aún no habían muerto pero estaban bien jodidas. Mientras avanzaban, los pocos detectives que estaban en la oficina les lanzaron algunas felicitaciones y alguna broma a expensas de Ramone. Los comentarios aludían al hecho de que Green había hecho el trabajo sucio y Ramone se llevaría el mérito de cerrar el caso. A Ramone no le importaba. Todo el mundo tiene sus puntos fuertes, y el de Green eran los interrogatorios. Se alegraba de haber contado con su ayuda. Cualquier cosa para llegar a buen puerto. De hecho, el asunto había ido rodado en todos los aspectos desde el principio.
El día anterior Ramone estaba de turno cuando el administrador de un bloque de apartamentos llamó para denunciar que había encontrado un cadáver en el umbral de uno de los pisos. Encargaron el caso a Ramone. Rhonda Willis, lo más parecido a una compañera que había tenido jamás, le ayudaría.
Los agentes de patrulla y un teniente del Distrito Siete esperaban en la calle cuando llegaron Gus Ramone y Rhonda Willis. El escenario del crimen era un apartamento de la tercera planta de un edificio de Cedar Street, Southeast, uno de varios bloques de pisos-caja que corrían a ambos lados de una corta manzana que empezaba en la calle Catorce y terminaba en un patio.
Varias horas más tarde, cuando se llevaron el cadáver, Ramone y Willis se quedaron en el salón del piso, bastante callados, comunicándose más que nada con los ojos. Una pareja de agentes de uniforme montaba guardia en la puerta, en una escalera que olía ligeramente a humo de marihuana y fritanga. Mientras los técnicos y el fotógrafo trabajaban en silencio y con diligencia, Ramone miraba la mesa de comedor en una zona del salón, junto a la puerta de la cocina.
Lo que más le interesó fue la bolsa del supermercado, de la que se habían volcado sobre la mesa varios artículos, incluso los alimentos perecederos, lo cual significaba que la víctima acababa de llegar de la compra y no había tenido tiempo de meter la leche, el queso y el pollo en la nevera. La apuñalaron cerca de la mesa, calculó, puesto que había gotas de sangre en la alfombra marrón y un rastro que llevaba hasta la puerta. Luego mucha sangre en la alfombra junto a la puerta. Probablemente había acudido allí a pedir ayuda antes de desplomarse.
La compra también le llamó la atención en otro aspecto. Además de los alimentos básicos había varias golosinas: natillas, regaliz de colores, barritas de crema de cacahuete, Choco Krispies. Vale, no era una madre muy preocupada por la nutrición. Era una de esas madres que se gastan el dinero en dar gusto a sus hijos.
A Ramone le recordó a su mujer, Regina, que jamás volvía de la compra sin chucherías para su hijo Diego, aunque el chico era ya adolescente, y su hija Alana, de siete años. Le reprochaba sobre todo su manera de mimar a Diego: se dejaba tomar el pelo, no podía estar enfadada con él más de unos minutos, y siempre le concedía todos sus caprichos. Bueno, si lo peor que puedes decir de tu mujer es que quiere demasiado a tus hijos, tampoco es para quejarte.
A los hijos de la víctima los había recogido su tía del colegio para llevarlos a casa. A Diego todavía iba a buscarle al instituto casi siempre su devota madre, a pesar de que Ramone le tenía advertido que lo iba a convertir en un blando.
Menos mal que los hijos de la víctima no habían visto muerta a su madre. Había recibido múltiples puñaladas en la cara, los pechos y el cuello. La inmensa cantidad de sangre provenía de la yugular. Las heridas de defensa se manifestaban en varios cortes en los dedos y una cuchillada limpia en la palma de la mano. Había vaciado los intestinos, y los excrementos manchaban de marrón su uniforme blanco.
Ramone y Willis recorrieron el apartamento, procurando no molestar a los técnicos del laboratorio móvil. Aunque todavía tenían que comparar sus observaciones, ambos habían llegado a similares conclusiones. La víctima conocía a su asaltante, puesto que no había señales de que hubieran forzado la entrada. El apuñalamiento se produjo a unos seis metros dentro de la casa, junto a la mesa. La víctima había dejado pasar al asesino. El asesinato no estaba relacionado con las drogas, ni habían querido eliminar a un testigo, ni era una venganza entre bandas rivales. Las puñaladas solían ser casi siempre un asunto personal, muy raramente tenían que ver con el bisnes.
El bolso de la víctima estaba en la mesa de la cocina, pero no había ni cartera ni llaves. El administrador, cuando le preguntaron, contó que la fallecida, Jacqueline Taylor, conducía un Toyota Corolla último modelo. El coche no estaba aparcado en la calle en ese momento. Ramone dedujo que el asaltante se había llevado el dinero, las tarjetas de crédito, las llaves del coche y el coche. Desde la perspectiva policial era una ventaja, porque si el asesino utilizaba las tarjetas de crédito, se le podría seguir el rastro. De la misma manera, sería más fácil encontrarlo con un coche robado.
La víctima vivía sola con sus hijos. En un cajón de la cómoda había algunas prendas de ropa, ropa interior en su mayoría, camisetas de talla extra grande y calzoncillos de la talla 34. Esto indicaba que algún hombre acudía con frecuencia a la casa, pero no residía allí permanentemente. En el segundo dormitorio había dos camas individuales, una decorada con motivos florales y la otra con cascos de los Redskins. La habitación estaba llena de muñecas, figuritas de acción, peluches y material deportivo, incluido un balón de baloncesto en miniatura y uno de fútbol K2. En el salón, en una mesita, se veían fotografías de los niños en el colegio, un chico y una chica.
La víctima era enfermera. En su armario tenía un uniforme, y también llevaba uno puesto cuando la encontraron. El administrador confirmó que era enfermera del D. C. General. Ahora estaría en ese mismo hospital, sobre una sábana de plástico en la morgue.
En el primer sondeo no surgieron testigos. Sin embargo, en el tejado del edificio había una cámara de seguridad, apuntando a la entrada. Si había cinta en la cámara, y estaba grabando en su momento, tendrían buen material para ponerse en marcha. El administrador, un tipo flaco vestido de negro de la cabeza a los pies, aseguró que la cámara «solía» funcionar. Le olía el aliento a alcohol a las tres de la tarde. Era un pequeño detalle, pero suficiente para que Ramone dudara de su palabra. Lo más probable era que la cámara no estuviera operativa. Aun así, lo comprobaría. Habría que cruzar los dedos.
Para su sorpresa, la cámara estaba en perfectas condiciones. En la cinta aparecía la clara imagen de un hombre saliendo del edificio. La hora marcada en la grabación confirmaba que la salida se había producido en torno al momento de la agresión.
– Es su ex marido -comentó el administrador, viendo la cinta por encima del hombro de Ramone, la imagen en la pantalla clara como el agua-. Viene de vez en cuando a ver a los chicos.