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toca la ú ltima retreta del soldado;

ya no se encontrar á n en el desfile de la vida

los valientes que han ca í do.

Ramone miró a su alrededor. El lugar era muy tranquilo, una extensión de césped, árboles y diversos monumentos conmemorativos en un entorno urbano. A pesar del ambiente de campo, el cementerio era visible desde una transitada calle al oeste, y hacia el este, desde la manzana residencial de Venable Place. Había puntos menos arriesgados para ligar. No le parecía muy probable que Asa fuera por allí buscando sexo. Seguramente era el lugar más cercano a su casa en el que escapar de su familia y su barrio y encontrar algo de paz.

Asa les había dicho a los gemelos Spriggs que se dirigía la monumento de Lincoln-Kennedy. Seguramente querría que lo recordaran. Había querido que alguien encontrara algo que había dejado atrás, y tenía que estar allí.

Ramone volvió a la entrada del cementerio, donde estaban las cuatro grandes lápidas en fila. Y se dio cuenta de que no eran lápidas tradicionales, sino monumentos al Army Corps, la Volunteer Cavalry y las National Guard Units de Ohio, Nueva York y Pensilvania.

Uno de los monumentos, coronado por una gorra de plato, destacaba más alto que los demás. Ramone leyó la inscripción: «A los valientes hijos de Onondaga County, Nueva York, que lucharon en este campo el 12 de julio de 1864 en la defensa de Washington y en presencia de Abraham Lincoln.»

Ramone se acercó al lado del monumento, donde aparecían los nombres de los muertos y heridos. Entre ellos estaba el de John Kennedy.

Miró la tierra alrededor, dio una patada. Fue detrás del monumento y vio que un cuadrado de césped había sido colocado recientemente. Se agachó sobre una rodilla y lo levantó. En la tierra yacía una bolsa de plástico con cierre hermético, del tamaño usado para marinar la carne. Dentro había un libro sin letras en la cubierta ni el lomo.

Ramone sacó de la bolsa el diario de Asa, se sentó a la sombra de un arce en un rincón del cementerio, apoyado contra el tronco, y empezó a leer.

El tiempo fue pasando. Las sombras del cementerio se alargaban, reptando hacia sus pies.

34

Dan Holiday, sentado en su Town Car aparcado en Peabody, vigilaba la entrada y la salida del parking trasero de la comisaría del Distrito Cuatro. T. C. Cook estaba en Georgia, con el Marquis aparcado en la cuneta, de cara al norte. Llevaba su desvaído Stetson marrón con la pluma multicolor en la banda color chocolate. Se había puesto una chaqueta de pata de gallo y corbata.

Habían sincronizado las frecuencias de los Motorolas, y tenían las radios encendidas. Llevaban allí casi una hora.

– ¿Nada? -preguntó Cook.

– Tendrá que salir pronto.

Holiday, con los prismáticos de Cook, había visto al agente Grady Dunne llegar al aparcamiento en el coche patrulla número 461 y entrar en la comisaría por la puerta trasera, vestido de uniforme.

Era un tipo de uno ochenta de altura, pálido y delgado, rubio, de rasgos afilados. En su postura erguida y su paso se adivinaba una seguridad experta, militar. No se había detenido a hablar con otros agentes que rondaban por allí en el cambio de turno, charlando y disputándose los coches patrulla más codiciados.

– ¿Has visto al detective Ramone? -preguntó Cook.

– Sí, he hablado con él.

– ¿Te ha puesto al día en el caso Johnson?

– Hablamos del tema, sí. -Holiday vaciló un momento-. Todavía no hay nada en concreto.

Holiday supo, por el silencio en la radio, que Cook había captado la mentira.

Dos jóvenes pasaron junto al coche de Holiday. Llevaban pantalones pirata hasta las pantorrillas, con los bordes deliberadamente deshilachados. Uno de los chicos llevaba una camiseta con las mangas cortadas en tiras trenzadas. Las trenzas acababan en diminutas cuentas. En la camiseta había un personaje pintado. Los dos chicos eran idénticos. Uno de ellos sonrió a Holiday al pasar. Holiday pensó que a pesar del coche y del traje le habían tomado por algún tipo de policía. Eso le gustó.

En el Marquis, T. C. Cook se enjugó el sudor de la frente. Se sentía un poco mareado. No estaba acostumbrado a trabajar, sería eso. La emoción del caso le había acelerado el pulso.

– ¿Doc?

– Sí.

– En este coche hace un calor de cojones. Estoy sudando.

– Beba un poco de agua.

Holiday miró por los prismáticos. El rubio salía de la comisaría en dirección a un Ford Explorer último modelo color verde oscuro. Dunne llevaba un polo demasiado grande, tejanos y botas beige. El reglamento del departamento requería que los agentes llevaran el arma en todo momento, incluso no estando de servicio. Por el tamaño del polo Holiday calculó que Dunne llevaba la Glock en la cartuchera a la espalda.

– Esté al tanto, sargento. Se ha metido en el coche y está a punto de salir.

– Bien.

– Si va hacia el norte, le toca a usted. Deje el móvil encendido, por si fallan las radios.

– De acuerdo, chico.

– Está en Peabody. Viene hacia Georgia.

– Entendido.

El Explorer giró en dirección a Georgia Avenue.

– Suyo -dijo Holiday.

Siguieron a Dunne por la avenida. Cook se mantenía varios coches por detrás, pero sin perder de vista el Explorer, saltándose los semáforos en ámbar y alguno que otro en rojo. La misión de Holiday era mantener a la vista el Marquis de Cook confiando en que Dunne no estuviera muy lejos. Cook informó por radio que lo iba siguiendo.

Dunne cruzó la línea District hacia Silver Spring, un desfiladero artificial cada vez más congestionado que consistía en altos edificios, cadenas de restaurantes, farolas nuevas diseñadas para parecer antiguas, una calle de ladrillo y otras afectaciones urbanas. Dunne giró a la derecha en Elsworth y luego a la izquierda para meterse en un parking.

– ¿Qué hago? -preguntó Cook, con la radio pegada a la boca.

– Aparque en la calle y relájese. Ya me encargo yo.

Holiday adelantó a Cook y se metió en el parking también. Sacó el ticket en la barrera y subió por la rampa una planta tras otra hasta ver el Explorer, que aparcaba en una de las plantas más altas. Dunne salió del Ford y fue hacia un puente de cemento entre el parking y un hotel de reciente construcción.

Para Holiday, los hoteles eran para ligar y beber. Esperó diez minutos y luego se puso la gorra de chófer y siguió el mismo camino que Dunne.

La entrada al hotel desde el parking daba a un pasillo y a una oficina, y luego a una zona abierta donde estaba la recepción, varios asientos y un bar. Dunne estaba en la barra, con una copa de algo transparente delante. Era evidente que estaba solo, aunque había otras personas sentadas. Dunne le daba la espalda a Holiday, de manera que éste se movió con confianza hacia los sillones y se sentó en una butaca cerca de una mesa con revistas.