– Eh, que yo estoy intentando trabajar -protestó el teniente Roberts, mirando el papeleo de su mesa-. ¿Os importa?
Ramone y Green se levantaron del sofá.
– ¿Listo?-preguntó Ramone.
Green asintió.
– En cuanto pille un Mountain Dew para nuestro amigo.
5
Dos hombres bebían despacio de sus botellas en un bar. Era un día cálido y habían abierto la puerta para refrescar y airear el ambiente. Beenie Man sonaba en el estéreo, y un hombre y una mujer bailaban perezosamente en el centro de la sala.
– ¿Cómo has dicho que se llamaba? -preguntó Conrad Gaskins.
– Red Fury -contestó Romeo Brock. Dio una calada a un cigarrillo Kool y exhaló el humo despacio.
– No es un nombre muy común.
– No es su nombre auténtico. En la calle ya le llamaban Red, por la piel tan clara que tenía. Y lo de Fury es por el coche.
– ¿Tenía un Mopar?
– Era de su mujer. Hasta tenía la matrícula personalizada. «Coco», ponía.
– Vale, ¿y qué pasó?
– Pasó de todo. Pero yo estaba pensando en el asesinato. Red se cargó a un tío de un tiro en el House of Soul, un restaurante de comida para llevar de la calle Catorce. Coco le estaba esperando en el coche. Red salió muy despacio, con la pistola todavía en la mano, se metió en el coche con toda la calma del mundo y la otra lo puso en marcha como si se fueran de paseo un domingo. Por lo visto ninguno de los dos tenía ninguna prisa, como si no hubiera pasado nada.
– Pues vaya gilipollez, cometer un asesinato con un coche de matrícula personalizada.
– Al tío no le importaba. Joder, si lo que quería era que la gente supiera quién era.
– ¿Era un Fury deportivo?
Brock asintió.
– Rojo y blanco. Un setenta y uno, con los faros esos retráctiles. Ocho cilindros en uve, carburador de cuatro cuerpos. Y más rápido que la hostia.
– ¿Y por qué no le llamaban Red Plymouth?
– Porque Red Fury suena mucho mejor. Red Plymouth no es lo mismo.
Romeo Brock dio un buen trago a la botella fría de Red Stripe. Llevaba un revólver cargado por dentro de los pantalones, bajo una camisa roja con los gastados faldones por fuera. En la pantorrilla se había atado un picador de hielo con un corcho en la punta.
El negocio estaba situado en una parte de Florida Avenue que pronto se reconstruiría, al este de la calle Siete, en Le Droit Park, y los dueños eran unos inmigrantes africanos. En el cartel de la puerta había pintada una bandera de Etiopía, y la imagen de Haile Selassie colgaba junto a los licores detrás de la barra.
El bar, al que llamaban Hannibal's porque era el nombre del encargado nocturno, servía mayormente a jamaicanos, lo cual atraía a Brock. Su madre, que trabajaba limpiando en un hotel junto a la línea District, había nacido y crecido en Kingston. Brock se consideraba jamaicano, pero jamás había puesto el pie en Jamaica. Era más norteamericano que los dólares y la guerra.
Junto a Brock, en un taburete forrado de cuero, estaba Conrad Gaskins, su primo mayor. Gaskins era bajo y fuerte, de anchos hombros y brazos musculosos. Tenía ojos asiáticos y rasgos prominentes. Por la mejilla izquierda le corría en diagonal la cicatriz de una cuchilla, adquirida en prisión. No le desmejoraba ante las mujeres, y para los hombres era una advertencia. Apestaba a sudor. No se había cambiado la ropa de trabajo, con la que llevaba todo el día.
– ¿Y cómo la palmó? -preguntó.
– ¿Red? -dijo Brock-. Pues en tres meses había cometido tantos asesinatos, agresiones y secuestros, que ya ni siquiera podía llevar la cuenta de sus enemigos.
– El tío no paraba.
– Joder, al final andaban detrás de él tanto la policía como la mafia. Conoces a la familia Genovese de Nueva York, ¿no?
– Claro.
– Pues andaban detrás de su culo negro, para darle matarile, o eso dicen. Por lo visto, sabiéndolo o sin saberlo, se cargó a un tío que estaba conectado. Supongo que por eso se marchó de la ciudad.
– Pero lo pillaron -concluyó Gaskins.
– A todo el mundo acaban pillándolo, ya lo sabes. La cosa es lo que haces hasta entonces.
– ¿Fue la policía o los Corleone?
– Lo pescó el FBI en Tennesee, o en West Virginia, no sé. Lo pillaron durmiendo en un motel.
– ¿Lo mataron?
– Qué va. La espichó en la prisión federal. En Marion, creo. Unos blancos se lo cargaron.
– ¿La Hermandad Aria?
– Ésos. En aquel entonces los blancos estaban separados de los negros. Pero ya sabes que algunos de los guardas de la prisión Marion estaban liados con la hermandad esa de la supremacía blanca. Algunos vieron que los guardas pasaron cuchillos a los de la hermandad, justo antes de que arrinconaran a Red en el patio. Claro que él los mantuvo a raya una hora entera con la tapa de un cubo de basura. Hicieron falta ocho cabrones de aquellos para matarlo.
– El tío era una fiera.
– Desde luego. Red Fury era todo un hombre.
A Brock le gustaban las viejas historias de proscritos como Red, hombres sin la más mínima consideración hacia la ley, hombres a los que no les importaba morir. La vida sólo vale la pena cuando otros hablan de ti en los bares y las esquinas después de palmarla. Si no, no tienes nada de especial, porque todo el mundo, tanto la gente de bien como los criminales, acaba convertido en polvo. Sólo por esa razón era importante dejar la huella de un nombre famoso.
– Acaba la cerveza -dijo Brock-. Tenemos cosas que hacer.
Ya en la calle se dirigieron al coche de Brock, un Impala SS negro del noventa y seis. Estaba aparcado en Wiltberger, una manzana de anodinas casas adosadas que tenían a la puerta una pequeña entrada, ni siquiera un porche, una calle más propia de Baltimore que de Washington. Wiltberger pasaba por detrás del Howard Theater, en otros tiempos escenario de artistas de la Motown y Stax y cómicos itinerantes, la versión al sur del Mason Dixon Line del Apollo de Harlem. Era una ruina quemada desde la época de los disturbios, y ahora estaba rodeado por la alambrada de una constructora.
– Parece que al final van a hacer algo en el Howard -comentó Gaskins.
– Harán lo que hicieron en el Tivoli. Lo que quieren es cargarse la puta ciudad, te lo digo yo.
Salieron de LeDroit, cogieron la autopista Northeast para llegar a Ivy City por New York Avenue. Hacía muchos años que era una de las peores zonas de la ciudad, apartada del camino habitual de la mayoría de los residentes y por lo tanto ignorada y olvidada, un nudo de callejuelas plagadas de naves industriales, casas en ruinas y bloques de ladrillo con puertas y ventanas de contrachapado. Era hogar de prostitutas, fumetas, drogadictos, camellos y vagabundos. Ivy City estaba enmarcada por la Universidad Gallaudet y el cementerio Mount Olivet, con una apertura al barrio de Trinidad, en otros tiempos cuartel general del narcotraficante más famoso de la ciudad, Rayful Edmond.