– Pues he estado leyendo un libro, aunque no te lo creas. Se llama Valor de ley, y me lo dio mi padre. Es bastante bueno.
– Venga ya, Dago. Sabes que en cuanto llegues a casa te vas a tirar en el sofá a ver a los Redskins. Es el día Dallas, chaval.
– Es verdad.
Pasaron junto a las tiendas y al llegar a la barbería entrechocaron sus puños.
– Hasta luego, colega.
– Hasta luego.
Shaka se dirigió hacia el oeste, en dirección a casa de su madre, botando el balón con la mano izquierda y la mano derecha a la espalda, como le había dicho el entrenador. Diego subió por Rittenhouse hacia la casa amarilla de estilo colonial que siempre había sido su hogar.
Su madre estaría en la cocina, empezando a preparar la cena o echándose una siesta en el sofá del salón, lo que ella llamaba descansar los ojos. Alana estaría leyendo su libro infantil de conejos, o haciendo las voces de todas sus muñecas en su habitación. Y Diego esperaba que su padre hubiera llegado ya a casa. Estaría ahora en su butaca, viendo el partido de los Skins contra los Cowboys, dando puñetazos en el reposabrazos acolchado y chillándoles a los jugadores, apartándose el pelo de la frente y acariciándose el bigote.
Diego se detuvo de pronto. El Tahoe de su padre estaba en la calle, y el Volvo de su madre, en el camino particular. La bicicleta de Alana, con los flecos en el manillar, estaba en el porche.
Todo estaba donde debía estar. Diego se acercó a la casa y tocó el pomo de la puerta, cálido bajo el sol de la tarde.
1985
40
El sargento T. C. Cook miró de nuevo a la niña muerta que yacía en un jardín comunitario cerca de la calle E, al borde de Fort Dupont Park. En los ojos inmóviles de la chiquilla se reflejaban las luces estroboscópicas rojas y azules de los coches patrulla. Cook examinó de cerca sus trenzas, adornadas con cuentas de colores, y vio que una era más corta que las otras. Ya no había duda: la víctima era uno de ellos.
– Lo encontraré, preciosa -dijo Cook, en un susurro para que nadie lo oyera.
El sargento se levantó. Ahora casi siempre era un esfuerzo. Ya tenía una edad, y después de pasar años agachándose junto a las víctimas, las rodillas empezaban a traicionarle. Encendió un cigarrillo Viceroy y notó la satisfacción de la nicotina en los pulmones. Hizo un gesto al forense y se apartó para no contaminar la escena con la ceniza.
Advirtió que el superintendente y el capitán Bellows habían vuelto a sus despachos. Se relajó al ver que no tendría que lidiar con los jefes. Él los llamaba Gorras de Espagueti, por esos estúpidos cabos de cuerda náutica que decoraban las alas de sus sombreros. Cook no tenía tiempo para esa clase de gente.
Junto a la cinta policial que rodeaba la escena del crimen había dos agentes para impedir que se acercaran mirones, periodistas y cámaras. Uno era alto, rubio y flaco, el otro de media altura y de piel y pelo más oscuros. Cook había sido duro con ellos, pero no había razón para disculparse. Les había llamado la atención por un motivo fundado, y ahora hacían bien su trabajo.
– Que no se acerque nadie -le dijo al agente rubio-. Sobre todo periodistas, ¿entendido?
– Sí, señor -contestó Dan Holiday.
– No me llames «señor», hijo. Soy sargento.
– Muy bien, sargento Cook.
– Hablo en serio. Antes habéis dejado que se acercara esa chica que ha acabado vomitando a menos de dos metros de la víctima.
– No volverá a pasar -aseguró Gus Ramone.
– Si hacéis bien vuestro trabajo, algún día llegaréis a ser los policías que creéis ser ahora.
– De acuerdo.
Cook se volvió hacia los curiosos. Había varios chicos del barrio, un par de ellos en bicicleta, y adultos que vivían cerca del jardín comunitario; una anciana con un vestido de andar por casa y un abrigo desabrochado, con las tetas caídas hasta la barriga; un veinteañero, con uniforme de guardia de seguridad, un cinturón Sam Browne y un parche de Red Company en la manga, con una mano en el bolsillo del pantalón azul. Cook dio una honda calada al cigarrillo antes de tirarlo al suelo húmedo y aplastarlo con el pie.
– Seguid así-dijo.
Volvió a acercarse al cadáver de Eve Drake, con el Stetson ladeado sobre la calva.
Una joven pasó por delante de Holiday, mirándolo coqueta. Meneaba un culo prieto embutido en sus tejanos lavados al ácido. Él siguió erguido, y las comisuras de los ojos azules se le arrugaron al sonreír.
– Menudo polvazo tiene ésa -comentó.
– Es un poco joven, Doc.
– Ya conoces el dicho: si es bastante mayor para sentarse a la mesa, es bastante mayor para comer.
Ramone no hizo más comentarios. Ya había oído otras muchas perlas de sabiduría de Holiday.
Holiday se imaginó a la joven desnuda en su cama. Luego su mente derivó, como solía ocurrir, hacia sus aspiraciones. Lo que más deseaba en el mundo era ganarse el respeto de un hombre como T. C. Cook. Quería ser un buen policía. Solía fantasear sobre el futuro de su carrera. Veía menciones de honor, medallas, ascensos. Y los despojos de guerra para el vencedor.
Ramone no tenía esas ambiciones. Él se limitaba a cumplir con su trabajo, evitando que los civiles se acercaran a la cinta policial. Mantenía su postura con los pies separados y pensaba en una mujer que había visto en la piscina de la academia con un bañador azul. Su cuerpo y su cálida sonrisa le obsesionaban desde que le estrechó la mano. Pensaba llamarla muy pronto.
Mientras Holiday y Ramone trabajaban y soñaban en Ward 6, los ciudadanos al otro lado de la ciudad se gastaban el sueldo en bares y restaurantes, comiendo carne de primera y bebiendo whisky de malta, los hombres en imponentes trajes negros con corbata roja, las mujeres con vestidos de hombros acolchados, tacones de aguja y los cardados que veían en Krystle Carrington. En los servicios de esos bares y restaurantes republicanos y demócratas dejaban de lado sus diferencias unidos en las muchas rayas de cocaína. Money for Nothing sonaba en todas las radios, y los Simple Minds iban a tocar a la ciudad. Se rumoreaba que ese fin de semana Prince iría de compras a Georgetown, y los niños ricos «punk» se anticipaban a su llegada en la tienda de ropa Commander Salamander. Los dados al arte vieron una doble sesión de Pasaje a la India y Oriente y Occidente en el Circle Theatre. En el Capital Centre, los aficionados al baloncesto veían a Jeff Ruland, Jeff Malone y Manute Bol dar una paliza a los Detroit Pistons. Los aplausos en el estadio y las risas en los bares eran ensordecedores, y también estridentes. En las fiestas se contaban chistes sobre el sida, y se hablaba de una droga nueva que llegaba a la ciudad, como la cocaína sólo que se fumaba y era una droga de negros. Fuera de las salas de prensa y entre los profesionales de las fuerzas de la ley, las violentas muertes de tres adolescentes negros en Southeast apenas se comentaban.