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Ahora por toda la ciudad se compraban y restauraban inmuebles, en zonas adonde los escépticos habían jurado no volver jamás: en Northeast y Southeast, Petworth y Park View, LeDroit y la zona de los muelles en torno a South Capítol, donde se iba a construir el nuevo estadio de béisbol. Incluso allí, en Ivy City, se veían carteles de «Se vende» y «Vendido» en edificios de aspecto indeseable. Bloques en ruinas, donde habían anidado los okupas, los yonquis y las ratas, se derribaban por dentro para hacer apartamentos. Se compraban casas para derruirlas seis meses más tarde. Los trabajadores habían empezado a quitar la madera podrida, poner cristales en las ventanas y aplicar capas de pintura. Se subían cubos de alquitrán para rehacer los tejados. Y los agentes de las inmobiliarias paseaban por las aceras, mirando nerviosos el entorno y hablando por el móvil.

– ¿También van a arreglar este nido de mierda? -preguntó Gaskins.

– Pues sería como tapar un balazo con una tirita, la verdad.

– ¿Dónde están los chicos?

– Siempre andan por aquella esquina. -Brock condujo despacio por Gallaudet Street, siguiendo una hilera de pequeñas casas de ladrillo frente a una escuela cerrada.

Por fin paró el SS.

– Ahí está Charles -dijo, señalando con el mentón a un chico de trece años que llevaba pantalones hasta la pantorrilla, un polo de rayas azules y blancas y unas Nike azules y blancas también-. Se cree muy listo, el chaval, dándome esquinazo.

– No es más que un crío.

– Todos lo son. Pero verás qué pronto maduran. Hay que machacarlos ahora para que no se les ocurra rebelarse luego.

– No tenemos por qué ir abusando de unos niños, primo.

– ¿Por qué no?

Brock y Gaskins salieron del coche y echaron a andar por una acera llena de grietas y malas hierbas. Los residentes, sentados en los escalones frente a sus casas o en sillas plegables en jardines de tierra, los miraron acercarse a un grupo de chavales reunidos en la esquina de las calles Gallaudet y Fenwick. Eran chicos de esquina, y allí estaban siempre los días que no iban al colegio y gran parte de las noches.

Al ver a Brock, alto y fuerte bajo la camisa roja de rayón, echaron a correr, con más ganas que si los persiguiera la policía. Sabían quiénes eran Brock y Gaskins y sabían a lo que iban y de lo que eran capaces.

Dos de los chicos no huyeron, porque sabían que al final sería inútil. El mayor de los dos se llamaba Charles, el otro era su amigo James. Charles lideraba un irregular grupo de niños y adolescentes que vendían marihuana exclusivamente en aquella parte de Gallaudet Street. Empezaron vendiendo por diversión y porque querían ser gánsteres, pero ahora se encontraban con un floreciente negocio en las manos. Compraban a un proveedor de la zona de Trinidad, que ya tenía sus propios camellos, algunos de los cuales trabajaban calladamente en Ivy City, pero al proveedor no le importaba que los chicos tuvieran una esquina, mientras compraran su producto y lo pagaran. Los chicos de Charles vendían las posturas en pequeñas bolsitas de plástico con cierre.

Charles intentó mantener la pose cuando se le acercaron Brock y Gaskins. Aunque James no retrocedió, tampoco miró a Romeo Brock a los ojos.

Brock era treinta centímetros más alto que Charles. Se acercó y le miró desde arriba. Conrad Gaskins les dio la espalda y, cruzado de brazos, se quedó mirando a los residentes que contemplaban la escena desde el otro lado de la calle.

– Joder, Charles. Pareces sorprendido de verme.

– Sabía que vendrías.

– Y entonces, ¿por qué te sorprendes? -Brock le dedicó su radiante y amenazadora sonrisa. Sus rasgos eran afilados y angulosos, acentuados por una perilla muy cuidada. Tenía las orejas puntiagudas. Le gustaba vestir de rojo. Parecía un demonio.

– Estuve allí -dijo Charles-. Fui donde dijiste.

– De eso nada.

– Habíamos quedado en la esquina de Okie y Fenwick a las nueve. Y yo fui.

– Yo no dije nada de Okie de los cojones. Dije Gallaudet y Fenwick, donde estamos ahora mismo. Te lo puse muy facilito para que no te confundieras.

– Dijiste Okie.

Brock le dio una fuerte bofetada en la cara. Charles retrocedió un paso y puso los ojos en blanco. Se le agolparon las lágrimas en los ojos y frunció los labios. Para arrebatarle el orgullo a un chaval, Brock sabía que la mano abierta era más efectiva que el puño cerrado.

– ¿Dónde habíamos quedado?

– Yo… -Charles no podía hablar.

– Joder, ¿te vas a echar a llorar?

Charles negó con la cabeza.

– ¿Eres un hombre o una nenaza?

– Soy un hombre.

– «Soy un hombre» -repitió Brock-. Pues si eres un hombre, menuda mierda de hombre.

A Charles se le escapó una lágrima que corrió por su mejilla. Brock se echó a reír.

– Coge el dinero y acabemos de una vez -dijo Gaskins, todavía de espaldas.

– Te lo voy a preguntar otra vez. ¿Dónde habíamos quedado, Charles?

– Aquí.

– Bien. ¿Y por qué no estabas?

– Porque no tenía pasta.

– Pero sigues en el bisnes, ¿no?

– Acabo de comprar la mandanga. Voy a tener pasta pronto.

– Ah, que vas a tenerla pronto.

– Sí. En cuanto mueva la mierda.

– Y entonces, ¿qué es ese bulto que tienes en el bolsillo?

Y no me vayas a decir que es la polla porque ya hemos quedado en que no tienes polla.

– Déjale en paz -terció James.

Brock miró al menor de los dos chicos, que no podía tener más de doce años. Llevaba trenzas bajo una gorra de NY vuelta de lado.

– ¿Has dicho algo? -preguntó Brock.

James alzó el mentón y por primera vez le miró a los ojos. Tenía los puños apretados.

– He dicho que dejes en paz a mi colega.

Los ojos de Brock se arrugaron en las comisuras.

– Míralo. Eh, Conrad, aquí el chico tiene cojones.

– Ya lo he oído. Vámonos.

– Pero aquí estoy -se defendió Charles desesperado-. No me he largado. Llevo todo el día esperándote.

– Pero me has mentido. Y ahora te voy a tener que dar tu medicina.

– Por favor.

– Mira el niñito, cómo suplica.

Brock agarró el bolsillo derecho de los tejanos bajos de Charles y dio un tirón tan violento que el chico cayó al suelo. Los pantalones se rompieron, dejando al descubierto el bolsillo interior.

Brock se lo arrancó y le dio la vuelta. Encontró dinero y algunas bolsitas de marihuana. Tiró la hierba y contó el dinero. Frunció el ceño, pero se lo guardó de todas formas.