Reyhan asintió.
– No. En estos momentos no estoy saliendo con nadie. Nunca se me han dado muy bien las citas, pero eso tú debes de saberlo mejor que nadie.
Los recuerdos de las tres noches que pasaron juntos tras la boda se infiltraron en su mente. Cómo la había tomado una y otra vez, y cómo había sido ella incapaz de nada, paralizada por el miedo.
Ahora las cosas serían diferentes, pensó con pesar. Ahora estaba segura de poder responder con el mismo deseo que él, incluso más. Pero un hombre tan interesado en el divorcio no podía sentirse físicamente atraído por la mujer a la que iba a dejar… por muy apasionados que fueran sus besos.
– Cuando te hayas divorciado, puedes cambiar eso -dijo él.
– Igual que tú -replicó ella, pero no quería imaginárselo con otra mujer-. Me da miedo pensar en lo que podría haber pasado -añadió para distraerse-. De verdad que no sabía que el matrimonio fuese real. Si hubiera ido en serio con alguien y hubiésemos querido casarnos…
– Me habría puesto en contacto contigo para hacerte saber que seguías casada.
– ¿Y cómo ibas a saber tú si estaba con otra persona?
El la miró sin responder, y ella lo supo.
– Me has estado siguiendo, ¿verdad?
– Al principio recibía informes mensuales -admitió él-. Y después cada año. Eres mi mujer. Es mi deber vigilarte.
Emma hizo sus cálculos. Como Reyhan no había sabido nada de su trabajo, el último informe debió de recibirlo antes del último verano, después de que ella se graduara pero antes de que empezara a trabajar en el hospital.
– Si hubiera sabido que seguíamos casados, me habría puesto en contacto contigo -dijo ella-. No tiene sentido estar casados y separados… -se interrumpió al darse cuenta de cómo sonaba eso-. Y no estoy insinuando que deberíamos haber estado juntos.
– Lo comprendo. Por eso el divorcio es lo más sensato.
– En efecto. Aunque me pregunto qué habrá pasado si yo hubiera sabido que volviste a por mí. ¿Me habrías traído aquí?
– Por supuesto. Siendo mi mujer, tu lugar está a mi lado.
– ¿Y mis estudios? Aquí no habría podido ir a la universidad.
– ¿Debemos discutir lo que nunca sucedió?
– Probablemente no.
Pero todo habría sido diferente, añadió para sí misma. Habrían tenido hijos. Ella siempre había querido tener hijos. Y con Reyhan como padre, éstos habrían sido más fuertes que ella. Más capaces de valerse por sí mismos.
Pero ¿habría podido hacerlo ella feliz? ¿Su matrimonio habría florecido o habría perdido ella su juventud con tal de ganarse el afecto de Reyhan? ¿La habría amado él, aunque sólo fuera un poco?
– Reyhan…
Pronunció su nombre y se calló, sin saber qué decir o qué preguntar.
– Para -ordenó él, mirándola con ojos entornados.
– ¿Qué?
El pecho se le contrajo y le costó respirar. Su cuerpo temblaba de arriba abajo, tenía la boca seca y un cosquilleo le recorría los dedos.
Y entonces, sin comprender cómo había llegado ahí, estuvo entre los brazos de Reyhan. El la abrazó fuertemente, posesivamente, y ella se deleitó en pertenecerle aunque sólo fuera por aquel momento singular.
En menos de un segundo la boca de Reyhan había invadido la suya, reclamándola.
Emma separó los labios al instante. Lo deseaba, y necesitaba provocarle el mismo deseo a él. Una ola de calor líquido empezó a recorrerle el pecho y a concentrarse entre los muslos. Al primer contacto de la lengua de Reyhan contra la suya, cerró los ojos. Al siguiente, contuvo un gemido de satisfacción. La pasión fluía por sus venas, haciéndola retorcerse más contra él.
Ella lo tocó en los hombros y los brazos, y luego pasó las manos por su musculosa espalda. Los dedos de Reyhan se entrelazaron en su pelo. Sus lenguas se unieron en un baile circular, antes de que él la apartara ligeramente y la besara en la mandíbula.
Fue subiendo hacia la oreja, donde atrapó el lóbulo entre los dientes y succionó suavemente. Emma ahogó un gemido. Él bajó las manos hasta sus caderas y luego las llevó hasta sus nalgas. Apretó sus curvas y la presionó fuertemente contra él. Cuando la parte inferior de sus cuerpos entró en contacto, ella sintió un bulto. Una alegría salvaje la abrasó por dentro. Reyhan estaba excitado. Ella lo excitaba tanto como él a ella. Aquel pensamiento la estremeció, pero entonces él empezó a lamerle la piel sensible bajo la oreja y ya no pudo seguir pensando en nada más.
El calor la consumía por todas partes. Los dedos y el cuerpo de Reyhan quemaban al tacto. Emma quería despojarlo de la ropa y desnudarse ella misma. La espaciosa sala y los suelos de mármol no ofrecían ni intimidad ni comodidad, pero no le importaba.
Susurró su nombre, y cuando la boca de Reyhan volvió a reclamar la suya, fue ella quien le pasó la lengua por el labio inferior, antes de deslizarse en el interior.
Reyhan sabía a café, con una vaga dulzura que ella no pudo identificar. Seguían presionados el uno contra el otro, y él empezó a frotar la erección contra su vientre. Ella deseó ponerse de puntillas para que el roce fuera… allí.
Una de las manos de Reyhan se desplazó desde el trasero hasta la cadera, y empezó a subir. Los pechos de Emma se hincharon, esperando recibir su tacto. Ella le echó los brazos al cuello y se aferró a él para no caer desplomada cuando la mano llegara a su destino. Ésta se acercaba más y más, hasta que ella casi le suplicó que se apresurara. Al fin le tomó el pecho derecho y le acarició el pezón endurecido con el pulgar. Un intenso placer la recorrió como un rayo. Jadeó y le mordisqueó el labio inferior mientras seguía acariciándola. Podía sentir cómo aumentaba la tensión entre sus muslos, la humedad de sus braguitas y el temblor de sus piernas.
Y entonces el contacto se interrumpió bruscamente. Reyhan retrocedió y la miró a los ojos. Respiraba agitadamente. La pasión ardía en su mirada y endurecía las líneas de su rostro. Ella no tuvo el valor de bajar la mirada para comprobarlo, pero sabía que la deseaba.
Permanecieron mirándose el uno al otro durante lo que pareció una eternidad. Emma deseaba saber qué decir, o cómo preguntarle por qué se había detenido cuando era obvio que ambos deseaban lo mismo. Pero en su vida nada la había preparado para una reacción semejante, así que no pudo encontrar las palabras.
– Tengo que volver a mi despacho -dijo finalmente Reyhan-. Encontrarás el camino de vuelta a tus aposentos.
Era una afirmación, no una pregunta, y Emma no supo si podía hablar, y menos discutir. Lo vio alejarse y entonces se apoyó en una columna hasta que el corazón recuperó su ritmo normal.
No entendía lo que le pasaba con Reyhan. No lo había visto en años. ¿Por qué la afectaba tanto? ¿Y por qué tenía que ser el único hombre que le despertaba aquel deseo tan increíblemente apasionado?
– Demasiadas preguntas -susurró cuando recuperó finalmente la respiración-. Y ninguna respuesta.
Sólo un hombre que la hacía arder en llamas y un reloj recordándole que pronto llegaría el momento de marcharse.
Reyhan no volvió a su despacho enseguida, sino que estuvo un rato caminando por el extremo opuesto del palacio, intentando apagar la pasión que su deseo por Emma había generado.
Nada había cambiado. Emma seguía teniendo el poder de debilitarlo con tan sólo una mirada. Y cuando lo tocaba… Reyhan sería capaz de conseguir la luna si ella se lo pidiera.
No podía hacerle ver cuánto lo afectaba. Se detuvo junto a una ventana y contempló la vista, inquieto. Debía controlar aquello, se dijo a sí mismo. Y lo haría.
En unos días ella se habría ido y podría respirar aliviado. Pero en vez de impaciencia, lo que sentía al pensar en su ausencia sólo era dolor. Y ese dolor cada vez era más agudo.
Había tenido la esperanza de que, después de tanto tiempo, podría enfrentarse con ella sin temor a su propia reacción. Pero se había equivocado. Peor aún, ella le respondía con los deseos de una mujer experimentada. Ya no era la cría asustadiza con la que se había casado.