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– ¿Quiere que nos vayamos ahora mismo?

– Por favor.

Emma miró al otro hombre, que seguía junto a la puerta corredera. Temía que si se negaba la llevarían contra su voluntad, y no era un pensamiento muy tranquilizador. De modo que parecía inexorablemente abocada a hacer un viaje.

Dos horas y media más tarde, estaba sentada en un lujoso jet privado que se elevaba sobre las luces de Dallas. Tenía una maleta en el compartimiento de carga, una pequeña bolsa junto a sus pies y, como había prometido, Alex Dunnard iba sentado a su lado.

Aún no estaba segura de cómo había sucedido todo. De alguna manera Alex la había convencido para que llamara al hospital, hiciera el equipaje y les dejara un mensaje a sus padres diciéndoles que se iba de viaje con una amiga.

Luego, se había duchado y cambiado de ropa, y a los pocos minutos estaba en una limusina tan grande como un campo de fútbol, en dirección al aeropuerto.

Si lo miraba por el lado bueno, estaba siendo raptada, en caso de ser un rapto, por alguien con dinero y estilo. Lo malo era que había dejado aparcada su vida para las próximas dos semanas con tan sólo un par de llamadas telefónicas y el ruego a su vecina para que le recogiera el correo. ¿Qué decía todo eso de ella?

Antes de que pudiera responderse, se le acercó una mujer joven con uniforme.

– Señorita Kennedy, soy Aneesa, y será un placer atenderla durante el vuelo a Bahania.

La informó sobre la hora prevista de llegada, mencionó una escala en España para repostar y le ofreció la selección de platos para cenar.

– Cuando desee retirarse a dormir, hay un compartimiento para su uso exclusivo -continuó con una sonrisa-. Está equipado con baño completo.

– Genial -respondió Emma, intentando no mostrarse impresionada, como si aquello le sucediera todos los días.

– ¿Quiere que le sirva la cena?

– Eh… claro, ¿por qué no?

La azafata se alejó y Emma se volvió hacia Alex.

– ¿Va a decirme qué está pasando aquí realmente?

– Le he dicho todo lo que sé.

– Que el rey quiere que sea su invitada durante dos semanas.

– Sí.

– ¿Y no sabe por qué?

– No.

No le servía de mucha ayuda, así que devolvió la atención al paisaje que iba dejando atrás y se preguntó si volvería a ver Texas alguna vez.

Decidida a no dejarse llevar por pensamientos desagradables, agarró la guía del avión y fingió que se interesaba por los DVDs disponibles.

Media hora más tarde les sirvieron la cena. Estaba exquisita, y Alex la devoró con avidez. Emma se tomó el pollo ahumado, pero rechazó el vino, y observó a su compañero de viaje. Alex Dunnard era un hombre atractivo, de cuarenta y pocos años, y, a juzgar por su anillo, casado. ¿Le importaría a la señora Dunnard que su marido se marchara sin previo aviso? ¿O él ya se esperaba aquel viaje? ¿Y por qué el rey de Bahania quería conocerla? Más preguntas sin respuesta. Cuando intentó sonsacarle más información a Alex, éste se mostró cortés, pero nada comunicativo.

Tras noche inquieta en una cabina de lujo, varias franjas horarias y una escala para repostar, Emma no sabía más de lo que había sabido al subirse al avión en Dallas. La única diferencia era que estaban aterrizando en un aeropuerto que lindaba con el desierto. Miró por la ventanilla e intentó no quedarse boquiabierta. Las vistas eran tan impresionantes que casi la dejaron sin aliento.

Un mar azul turquesa acariciaba una playa de arena blanca, tras la que se extendían kilómetros y kilómetros de edificaciones, follaje exuberante y suburbios que poco a poco iban dejando paso a la interminable extensión del desierto. Emma pudo ver zonas industriales, enormes edificios que parecían muy antiguos y docenas de parques diseminados por toda la ciudad.

Aterrizaron con una ligera sacudida y el avión se detuvo junto a la terminal. Emma fue escoltada a la pista, donde la tarde era calurosa, soleada y seca. El sol brillaba con tanta fuerza que casi la cegó. Al entrar en una sala acondicionada, un hombre uniformado hizo una reverencia cuando ella se presentó y le mostró el pasaporte.

– Señorita Kennedy -dijo con una sonrisa radiante-, bienvenida a Bahania. Le deseo una estancia muy agradable.

– Gracias -murmuró ella, preguntándose si todos serían siempre así de educados.

Las sorpresas no acabaron. Minutos más tarde, Alex la escoltó hasta otra enorme limusina, en cuyo interior había una botella de champán en un cubo de hielo y un pequeño ramo de flores.

– ¿Son para mí? -le preguntó a Alex.

– Dudo de que el rey las haya mandado para mí -respondió él, y señaló la botella-. ¿Le apetece un poco de champán?

– No he dormido en el avión, y entre el cansancio, lo extraño de la situación y la diferencia horaria, lo último que necesito es beber alcohol.

Cuando salieron del aeropuerto, Alex empezó a hablarle de la ciudad. Le enseñó el distrito financiero, el bazar y el acceso a las famosas playas de Bahania. Emma hizo lo posible por prestar atención, pero cuanto más avanzaban por la carretera, más se arrepentía por haber ido hasta allí. Bahania era preciosa, sin duda, pero ella acababa de recorrer medio mundo con un desconocido para conocer a un rey del que apenas había oído hablar. Y, aparte de ese rey y de su compañero de viaje, nadie más en el planeta sabía dónde estaba ella.

No era una situación que invitara a relajarse.

Cuarenta minutos después, la limusina cruzó una verja abierta donde había varios guardias apostados y recorrió lo que parecieron kilómetros de jardines y vergeles. Emma miró por la ventanilla y vio el legendario palacio rosa a lo lejos.

– Esto no puede estar pasando -murmuró, incapaz de creérselo.

La limusina se detuvo frente a la entrada, un portal en forma de arco lo bastante grande para que pasara un desfile de músicos.

– Ya hemos llegado -dijo Alex.

– ¿Y ahora qué? -preguntó ella.

– Ahora conocerá al rey.

Genial. Si alguna vez salía de aquello, lo primero que haría sería quejarse por la falta de información de Alex.

La puerta de la limusina se abrió y Alex salió primero. Emma se alisó la falda que se había puesto en el avión y respiró hondo para reunir fuerzas y valor. No fue suficiente, por lo que no la sorprendió que se echara a temblar cuando salía al calor de la tarde.

Había varias personas a la entrada del palacio. Alex, el chofer de la limusina y unos hombres uniformados que parecían ser criados. Ni rastro del rey. ¿Estaría esperando en el interior? ¿No debería haberle explicado Alex cuál era el protocolo a seguir?

Antes de que pudiera preguntárselo, notó un movimiento a su izquierda. Se giró y vio a un hombre emergiendo de las sombras. Era alto, de un atractivo oscuro y casi familiar. Entonces la luz del sol le iluminó el rostro y Emma ahogó un grito de asombro. No podía ser. No después de tanto tiempo. Había pensado que… Él jamás…

La mezcla del shock, la falta de sueño, la comida y el jet lag hicieron que el corazón se le desbocara y que la sangre le abandonara la cabeza. El mundo empezó a dar vueltas, se volvió difuso y acabó oscureciéndose por completo cuando Emma cayó al suelo.

El príncipe Reyhan miró a su padre, el rey de Bahania, y negó con la cabeza.

– No ha ido tan mal.

Capítulo 2

Varios criados corrieron hacia la mujer desvanecida, pero Reyhan los apartó y se arrodilló junto a Emma. Le agarró la muñera y le comprobó el pulso.

Era rápido, pero estable.

– Llamad a un médico -ordenó firmemente, y alguien se apresuró a obedecer.

– No se ha golpeado en la cabeza -dijo una joven, tocando la frente de Emma-. Yo estaba mirando cuando se desmayó, alteza.

– Gracias. ¿Sus aposentos están listos?

La mujer asintió y Reyhan tomó a Emma en sus brazos. Su cuerpo estaba lánguido y débil, con una mano presionada contra el pecho de Reyhan y la otra colgando al costado. Estaba pálida y respiraba lentamente.