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– Bien -tragó saliva-. ¿Ha muerto alguien?

– Uno de los rebeldes. Yo lo conocía, y también a su padre. Sólo tenía diecisiete años.

Parecía cansado y afligido. A Emma le dio un vuelco el estómago.

– Oh, Dios mío… Ha sido por mi culpa.

– No -dijo él, mirándola-. No ha sido culpa tuya. Nadie tomó en serio a esos chicos que querían jugar a ser hombres. Ni siquiera yo. Pensé que sólo estaban jugando y que acabarían madurando. Todos nos equivocamos. Ahora hay que sacarte de aquí.

Emma se había quedado aturdida al enterarse de que había habido un muerto.

– Soy enfermera. Puedo ayudar.

– Todos estarán bien. Los hombres de Will saben cómo prestar los primeros auxilios. Es muy concienzudo. Por eso lo contraté.

Puso el camión en marcha. Emma miró al vacío e intentó asimilar lo que había ocurrido en las últimas horas.

– Siento que me apresaran -dijo-. No quería causar problemas.

– La culpa es mía. No debería haberte permitido venir aquí. Tendría que haber ignorado las órdenes de mi padre.

– Eso es muy difícil. Es el rey. Reyhan agarró el volante con más fuerza.

– Mi padre presupone demasiado y juega con todos nosotros. Este juego podría haberte costado la vida. Jamás podré perdonarlo.

La vehemencia de sus palabras la sorprendió.

– Reyhan, él no lo sabía. Ninguno de nosotros lo sabía.

– Cierto. Pero era una posibilidad. Se comportaba como si ella le importase, no como el hombre que estaba impaciente por divorciarse. Pero estaba demasiado cansada como para pensar.

– Cierra los ojos y duerme un poco -le dijo él.

– No. Quiero permanecer despierta y hacerte compañía durante todo el trayecto -insistió ella. La tormenta se arremolinaba en torno a ellos y hacía casi imposible la visibilidad.

– Conozco el camino.

Emma lo creyó. Aquélla era su tierra, su desierto. Se apoyó contra la puerta y dejó que los ojos se le cerraran. Tal vez se relajara durante unos minutos.

No supo cuánto tiempo permaneció dormida, pero un espeluznante estruendo la despertó de golpe. El camión estaba detenido en lo que parecía la falda de una montaña.

Por un segundo estuvo desorientada, mirando frenética a su alrededor. Entonces vio a Reyhan desplomado sobre el volante y recordó dónde estaba.

¿Se habían salido de la carretera? ¿Por qué Reyhan había conducido entre las rocas? Se desabrochó el cinturón y se inclinó hacia Reyhan para echarlo hacia atrás en el asiento.

– Reyhan -lo llamó, llena de pánico-. ¿Puedes oírme?

Él no respondió.

¿Por qué estaba inconsciente? Empezó a examinarlo en busca de heridas. Primero los hombros, luego los brazos. Deslizó una mano por el costado y la llevó a la espalda, donde sintió humedad. La sangre le cubrió la mano derecha.

– ¡No! -exclamó, angustiada y aterrorizada. El líquido espeso le dijo que llevaba sangrando durante algún rato. La realidad la golpeó con fuerza-. Te han disparado -murmuró sin aliento-. Oh, Dios mío. No puede ser.

Miró a su alrededor. Tenía que llevarlo a algún sitio para examinarlo. Quizá en la parte trasera del camión. Pero sin un botiquín de primeros auxilios, ¿qué podría hacer? Ni siquiera sabía dónde estaban.

Reyhan se movió ligeramente y gimió.

– ¿Reyhan? ¿Puedes oírme? Te han disparado.

Él abrió los ojos.

– No es nada.

– Estás sangrando y te has desmayado.

Él parpadeó unas cuantas veces y miró al frente.

– Estamos en las cuevas.

– Sí, prácticamente estamos dentro de ellas – miró el frontal del vehículo, completamente destrozado- No creo que esto vuelva a andar. ¿Estamos cerca del campamento?

El negó con la cabeza y volvió a gemir.

– Estamos en el Palacio del Desierto. La casa de mi tía. A través de las cuevas. Tenemos que atravesar las cuevas.

Emma no estaba segura de si estaba delirando. Pero si había una casa cerca, tal vez pudiera conseguir ayuda. Salió del camión. La tormenta había amainado un poco, lo suficiente para permitirle ver los alrededores. Estaban en una especie de pequeño cañón, y el camión se había estrellado contra una pared de roca. A la derecha se veía una cueva.

Se giró lentamente y no vio nada. Ni una carretera, ni un edificio, ni un atisbo de vida. Estaban solos en mitad de la nada.

El miedo volvió con toda su fuerza, pero acompañado con una férrea convicción: no permitiría que Reyhan muriese. No podía. Tal vez él no la quisiera, pero ella lo amaba.

Se acercó a la entrada de la cueva. Era inmensa, tan alta como un edificio de dos pisos.

Entonces vio que a la derecha había una pequeña arca. La abrió y encontró linternas, pilas, agua, comida y un botiquín. Cuando se giró hacia el camión soltó un grito. Reyhan estaba apoyado contra las rocas, en la entrada de la cueva. Estaba pálido, temblando y sangraba abundantemente.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella, corriendo hacia él-. No te muevas. No puedes perder más sangre.

– Son casi cinco kilómetros de camino -dijo él, señalando el interior de la cueva-. Tendrás que meter el camión en la cueva y ayudarme a caminar.

– No vas a recorrer cinco kilómetros a pie -replicó tila-. Acamparemos aquí hasta que llegue la ayuda.

– Tardarán mucho en llegar, y no tenemos suficientes provisiones.

Emma miró la comida y el agua disponibles y vio que Reyhan tenía razón. En el camión sólo había raciones de emergencia, nada más.

– Cada cosa a su tiempo -dijo-. Tengo que vendarte esa herida. Luego, veremos cómo puedes moverte.

– Tenemos que ponernos en marcha antes de que oscurezca -dijo él-. No tenemos mucho tiempo.

Capítulo 13

Consciente del poco tiempo que tenían, Emma trabajó deprisa. Sacó las provisiones del camión y encontró una manta doblaba en el fondo. Una vez que lo tuvo todo dispuesto, ayudó a Reyhan a sentarse.

Le quitó la túnica sin mucha dificultad y vio la camisa manchada de sangre aferrada a su torso. Reyhan apenas se quejó cuando ella le quitó el algodón empapado para examinarle la herida.

La bala le había traspasado la carne. No había modo de saber si algún órgano vital había sido dañado, aunque en ese caso ella no podría hacer nada.

Estaba asustada y nerviosa, y tenía el presentimiento de que sólo dependerían de ellos mismos hasta que encontraran un modo de pedir ayuda, así que se concentró en atender a Reyhan lo mejor que podía, agradeciendo las largas horas que había pasado en Urgencias en el hospital de Dallas. Cuando acabó, se agachó frente a Reyhan le acarició el pelo, empapado en sudor.

– Listo -susurró-. Ahora no debería dolerte tanto.

– Estoy bien.

Emma lo dudó, pero no podía hacer nada. En el botiquín había muchas vendas y antisépticos, pero no calmantes.

– ¿Hay algún móvil que pueda usar? -preguntó-. ¿Puedo llamar para pedir ayuda?

– En el Palacio del Desierto -respondió él entre dientes. Aspiró hondo y se dispuso a levantarse, pero ella lo agarró del brazo.

– No puedes moverte. Nos quedaremos aquí.

– No. Nos iremos ahora. No hay tiempo.

Emma miró al exterior de la cueva y calculó que sólo quedaban dos horas de luz. Si se movían deprisa, tal vez llegaran al palacio antes de que oscureciera. Pero no era seguro.

– Deberíamos esperar hasta mañana.

– No te imaginas lo que vaga por el desierto de noche -dijo él, mirándola.

Aquello bastó para convencerla. Emma hizo acopio de las provisiones y las puso en la manta, con la que hizo una especie de honda. Hizo que los dos bebieran agua y luego ayudó a Reyhan a levantarse.

Entonces fue al camión y, sorprendentemente, consiguió arrancarlo. Lo condujo con cuidado hacia la cueva, donde el motor renqueó y volvió a apagarse, esa vez sin remedio. No había manera de encontrar el campamento con el camión.