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Tomó una de las linternas y le dio la otra a Reyhan. Se colocó junto a su costado herido y recibió todo el peso que pudo de su cuerpo.

Fue una marcha lenta y difícil. Emma no quería pensar en cuándo debía de estar sufriendo Reyhan ni en lo débil que debía de sentirse. Pero él no se quejó ni ralentizó el paso. Se movía a un ritmo constante, mientras iban girando en los recovecos de la cueva y adentrándose cada vez más en la montaña, siguiendo una dirección que sólo él conocía.

Sería muy fácil perderse, pensó Emma con temor mientras giraban en otra bifurcación del camino. Pero a pesar de la distancia que habían recorrido, no descendían a las profundidades de la tierra, porque aún se filtraba la luz entre las rocas, aunque cada vez más débil y tenue.

– Ya casi hemos llegado -dijo él con voz baja y áspera.

Ella lo detuvo y lo hizo apoyarse contra la pared.

– Bebe un poco de agua. Estás deshidratado. Él aceptó el agua y bebió. Su disposición a escucharla le dijo a Emma lo grave que era su herida.

Reanudaron la marcha, y veinte minutos después Reyhan volvió a hablar.

– Hay un teléfono vía satélite en el despacho del palacio. Búscalo esta noche y sácalo al patio mañana. Hay una placa fotoeléctrica. Tardará doce horas en cargarse.

¿Doce horas? Eso significaba que no podría pedir ayuda hasta el día siguiente por la noche. ¿Y si Reyhan se desangraba mientras tanto? ¿Y si la bala había traspasado los intestinos, o el bazo, o…?

Él camino se hizo borroso y Emma se dio cuenta de que estaba llorando. Apartó las lágrimas e hizo lo posible por ignorar el pánico. Habían llegado hasta allí. Podría conseguir ayuda. Cualquier obstáculo sería superado. Se aseguraría de que los dos sobrevivieran. No había llegado tan lejos y había descubierto que amaba a Reyhan sólo para perderlo ahora.

Casi media hora más tarde, el sol se había ocultado por completo. Pronto no se vería nada, salvo la luz de las linternas. A Emma le dolía el cuerpo por ir sosteniendo a Reyhan. Estaba cansada, hambrienta y sedienta. Pero si ella se sentía más, él debía de sentirse mil veces peor.

Estaba a punto de preguntarle cuánto quedaba cuando él se detuvo.

– Ahí.

Emma escudriñó las sombras y vio lo que parecía una sólida pared de piedra.

– No hay salida -dijo ella, intentando reprimir el miedo y la resignación.

Él la miró y arqueó las cejas.

– No te creas todo lo que ves. Ponte delante de la pared.

Ella lo dejó apoyado contra las rocas y se acercó a la pared. Puso una mano en la piedra.

– Es fría y sólida.

– Los ladrillos forman una cuadrícula -dijo él-. Cuenta tres filas de arriba abajo y cinco columnas de izquierda a derecha. Y presiona con fuerza.

Emma parpadeó en la oscuridad e hizo lo que le ordenaba. La piedra se movió. El corazón casi se le salió del pecho.

– ¡Funciona!

– Pues claro que funciona -dijo él, y le dio la siguiente instrucción.

Después de presionar ocho piedras más, se oyó un clic y la pared se giró como una puerta bien engrasada. El suelo se inclinó lentamente, pasando de roca escabrosa a piedra pulida.

– Ya hemos llegado -dijo él, y entró en el palacio.

Emma lo siguió. Reyhan mantuvo el equilibrio presionando una mano contra la pared y sosteniendo la linterna con la otra. Al final de la rampa, entraron en lo que parecía un sótano o una bodega. Reyhan accionó un resorte y la puerta de piedra volvió a cerrarse.

– Hay un pequeño tramo de escaleras -dijo-. En la planta principal hay varios dormitorios, la cocina y el despacho. Encontrarás el teléfono allí.

Sin apenas cojear, se dirigió hacia las escaleras que se veían en un extremo. Emma se sorprendió. Era como si el Palacio del Desierto le diera fuerzas a Reyhan.

– ¿Hay comida y agua? -le preguntó.

– Sí -respondió él-. Sólo son productos de primera necesidad, pero el agua potable nunca escasea. Hay un manantial subterráneo.

Empezó a subir lentamente la escalera. Emma vio cómo la sangre se filtraba por la venda y puso una mueca de dolor.

– Tienes que tumbarte -le dijo-. Enseguida.

Al final de las escaleras había una puerta. Reyhan la abrió y entraron en un vestíbulo hermosamente alicatado. El aire era fresco, y aún entraba algo de luz por los grandes ventanales.

– Hay lámparas que funcionan con baterías -dijo él-. Varias en cada habitación.

Le indicó la dirección de la cocina y el despacho y dónde empezaba el ala de los dormitorios. Entonces entró en el primero de ellos y se tumbó lentamente en la cama.

A Emma se le volvió a hacer un nudo en el estómago, pero lo ignoró y se puso en marcha. Dejó las provisiones que llevaba y encendió la lámpara de la habitación. Se aseguró de que Reyhan estaba cómodo en la cama y le examinó la herida.

La hemorragia parecía haberse detenido, lo cual era un alivio. Tampoco se veía ningún síntoma de infección en la carne. ¿Sería posible que salieran bien de allí?

Confiando en que Reyhan estaba bien de momento, tomó una de las linternas e investigó rápidamente la planta principal del palacio.

Había una docena de habitaciones, y al menos tres escaleras. La cocina era inmensa y bien equipada y pertrechada. El agua fresca emanaba del grifo y había una cocina de propano y un horno, junto a un refrigerador vacío que seguramente necesitara un generador para funcionar.

En el despacho encontró una funda en el escritorio que parecía contener un móvil. Tomó nota mental para sacarlo al exterior aquella noche, de modo que pudiera empezar a cargarse por la mañana.

En ninguno de los cuatro cuartos de baño había un botiquín, así que volvió a la cocina y miró en la despensa. En el estante inferior había un amplio surtido de material médico. Tomó lo que necesitaba y volvió a la habitación de Reyhan.

No se había movido. Le comprobó la temperatura que era normal, y le cambió la venda. Nada más. Si Reyhan recuperaba la conciencia, intentaría hacerle beber y comer algo. Si no… Afrontaría ese problema más tarde.

Volvió a la cocina y abrió una lata de sopa. Se la tomó fría, demasiado cansada como para molestarse en calentarla. Después de comer, utilizó uno de los lujosos cuartos de baño y regresó junto a Reyhan.

Su temperatura no había variado y no había vuelto a sangrar. Emma no podía saber si tenía heridas internas, pero esperaba que la bala hubiese salido sin tocar nada.

Completamente exhausta, se acurrucó a su lado y cerró los ojos. Sólo dormiría unos minutos, se dijo a sí misma. Aún tenía que sacar el teléfono afuera y pensar en lo que iba a darle de comer a Reyhan cuando despertara…

Alguien le acariciaba el pelo. Emma sintió el ligero tacto en sueños y sonrió. Se sentía agradablemente cálida y descansada. En un segundo abriría los ojos y vería…

El recuerdo de lo sucedido el día anterior la asaltó de golpe. Se sentó de un salto y vio que había amanecido y que Reyhan estaba despierto.

– Buenos días -la saludó él.

Ella lo miró. Le miró el pecho desnudo y el brillo de sus ojos. Su color era bueno, y si no fuera por la venda blanca en la cintura, Emma no sabría que estaba herido.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.

– Bien -respondió él-. Un poco dolorido, pero nada más. Tengo hambre y sed.

– Eso es bueno -dijo ella, tocándole la frente-. ¿No tienes fiebre?

– Creo que no.

De pronto Emma fue consciente de que estaba presionada contra él y de que estaban en la cama. Se desplazó rápidamente hacia el borde y se levantó.

– Déjame examinar la herida. Si no hay síntomas de infección, podremos estar más tranquilos -le retiró la venda y vio que la herida estaba limpia, rodeada de piel pálida-. Está sanando.

– Estupendo. Entonces podemos comer.

Se levantó sin dificultad. De nuevo parecía fuerte y autosuficiente. Un príncipe, y no el hombre que la necesitaba.