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– ¿Qué estoy haciendo aquí? -preguntó-. ¿Por qué el rey de Bahania me pidió que viniera? ¿Y qué estás haciendo tú aquí? Sea lo que sea, no puede haber ninguna relación con lo que me está pasando.

La última frase fue, más una súplica que una declaración. Reyhan la miró. Sus rasgos duros y atractivos parecían esculpidos en piedra o acero.

– ¿No lo has adivinado? -le preguntó en un tono tranquilo y jocoso-. El rey es mi padre, y la invitación es tanto suya como mía.

Emma se quedó con la mente en blanco, completamente perdida y confusa. Fue como quedarse sin luces durante una tormenta.

El hombre sentado a su lado se levantó, irguió los hombros y la miró con una expresión altanera, posiblemente adquirida y perfeccionada por una vida de arrogancia real.

– Soy el príncipe Reyhan, el tercer hijo del rey Hassan de Bahania.

Emma parpadeó un par de veces. No era posible, se dijo a sí misma, intentando borrar el pensamiento semicoherente que empezaba a formarse en su cabeza.

– ¿Un pri… príncipe? -balbuceó. No, no podía ser. ¿Reyhan un príncipe? ¿El mismo Reyhan al que había conocido en la universidad, con quien había tenido unas cuantas citas, quien la había llevado lejos… y quien le había roto el corazón?

– El rey ha decidido que es hora de que me case -le dijo él-. Y es imposible que pueda hacerlo si ya estoy casado. Contigo.

Siguió hablando, pero ella no lo escuchaba. No podía. ¿Un príncipe? ¿Casado?

– Pero… -le falló la voz y tragó saliva antes de volver a intentarlo-. Pero aquello no fue de verdad.

Recordó la tranquilidad de la isla caribeña, la brisa suave, el murmullo de las olas, la habitación del hotel… Reyhan le había pedido que se fuera con él y ella había accedido porque no podía negarle nada. A sus dieciocho años era demasiado inocente, y no se había atrevido a decirle que nunca había salido con ningún hombre. Él había sido el primero, en todos los aspectos.

Años más tarde, cuando recordaba aquellos días ardientes y las noches interminables, se convenció a sí misma de que había estado tan fascinada por el amor que creía sentir por Reyhan que no pudo negarle nada. Jamás hubiera pensado en pedirle que fueran más despacio y que le diera tiempo para acostumbrarse. Y en cuanto a su matrimonio, el abogado de sus padres le había dicho que era una farsa.

Durante mucho tiempo la verdad la había destrozado. Se había odiado por su propia debilidad ante Reyhan, y porque aún siguiera deseándolo, a pesar de haberla usado y abandonado. El tiempo fue lo único que la ayudó a sanar sus heridas.

– ¿El qué no fue de verdad? -preguntó él frunciendo el ceño.

– Nuestro matrimonio. Sólo lo hiciste para llevarme a la cama… Y para conseguir un permiso de residencia. Nada más decirlo, se dio cuenta de que había cometido un error. Reyhan pareció hacerse más alto e imponente a medida que su temperamento se avivaba. Su furia era tan tangible como el sofá en el que ella estaba sentada, y su expresión se tornó en una mueca de desprecio y desaprobación.

– ¿Un permiso de residencia? ¿Por qué habría yo de necesitarlo? Soy el príncipe Reyhan, heredero al trono de Bahania. No tengo que buscar asilo en ninguna parte. Éste es mi país.

– De acuerdo -aceptó ella, carraspeando. En su tiempo le había parecido una posibilidad lógica-. No te casaste conmigo por eso.

– Por supuesto que no. Fui a tu país para continuar mis estudios, y te honré dándote mi apellido y mi protección. Y en cuanto a llevarte a la cama, no valía la pena tanto esfuerzo para una recompensa tan miserable.

Emma se hundió en los cojines. La humillación se unió a su miedo. Por mucho que intentara bloquear los recuerdos de sus noches compartidas, seguían acosándola. Suponía que el papel que jugó ella en las mismas podría ser un buen ejemplo de lo que no había que hacer en una noche de bodas y en las noches siguientes.

Pero no era culpa suya. Había sido virgen, y él también debería haberlo hecho mejor. Pero si Reyhan no se había casado para conseguir un permiso de residencia ni tampoco para acostarse con ella, ¿por qué lo había hecho?

– ¿Estás seguro de que el matrimonio fue real? – le preguntó-. El abogado de mis padres dijo lo contrario.

– Ese abogado se equivocó -replicó Reyhan-. Eres mi mujer. Y ahora que estás en mi país y en mi casa, me tratarás con respeto y reverencia. ¿Entendido?

El impulso de salir corriendo cobró fuerza repentinamente.

– Reyhan, yo…

Pero no pudo acabar lo que fuera que iba a decir, porque en aquel momento una mujer joven, hermosa, pequeña y con curvas entró en la habitación.

– He oído que Emma ha llegado y que se ha desmayado delante de ti. ¿Es cierto?

Reyhan desvió la atención de Emma y la miró furioso. La mujer puso los ojos en blanco.

– Sí, sí, ya lo sé. Te sientes ofendido. Pero no olvides que yo di a luz al hijo de tu hermano mayor, así que más te vale ser amable conmigo.

– Me pregunto qué ve Sadik en ti.

– Soy una mujer ardiente y apasionada -dijo ella sonriendo mientras se acercaba-. Es una maldición, pero ahí estamos.

Emma no creía que pudiera sorprenderse más, pero Reyhan le demostró que se equivocaba cuando le sonrió a la mujer y la besó en la frente.

– ¿Puedes arreglar esto? -le preguntó él a la recién llegada.

– No sé si te refieres a Emma o a la situación. Si me preguntas, el que necesita aquí ayuda eres tú – alzó la mano antes de que él pudiera replicar-. Lo haré lo mejor que pueda. Te lo prometo. Y ahora, ¿por qué no nos dejas a solas? Responderé a las preguntas de Emma y la haré sentirse como en casa. Tú puedes irte a mejorar tu encanto.

– Soy encantador -dijo él arqueando las cejas.

– Deja que te dé un consejo. Eso de «soy el príncipe Reyhan de Bahania» está muy anticuado. Créeme. Sadik también lo intentó conmigo.

– Tu especialidad es crear problemas.

– Eso es cierto.

Reyhan asintió y salió de la habitación.

– ¿Eso está sucediendo realmente? -preguntó Emma, sintiéndose más cansada y confusa que en toda su vida.

– Desde luego que sí -le aseguró la mujer-. Ahora mismo estás sentada en el palacio real de Bahania -se dejó caer en el sofá junto a ella y sonrió-. Empecemos desde el principio. Hola, me llamo Cleo.

– Y yo Emma. Emma Kennedy. Cleo la recorrió con la mirada.

– Me encanta tu pelo. Mi cuñada Sabrina se lo tiñó de rojo una vez, pero no se parecía en nada a este color. ¿Es natural?

– Sí, lo es.

– El mío también -dijo Cleo, tirando de su pelo rubio, corto y en punta-. Una vez me eché reflejos dorados, a ver si podía parecer más elegante, pero fue una equivocación. Estoy condenada a ser una rubia hortera para toda mi vida. Pero no me importa. Quiero decir, soy una princesa, así que puedo ser real y hortera.

Emma se sentía como si hubiera entrado en un universo paralelo.

– Lo siento. Me temo que no te entiendo.

– Lo sé -dijo Cleo con una sonrisa-. Estoy hablando sin parar. Además, ¿qué te importa a ti mi pelo? Bueno, pues el asunto es el siguiente: estás en Bahania y Reyhan es un príncipe. Son cuatro príncipes en total. Murat es el mayor y el primer heredero al trono. El segundo es Sadik, mi marido, que está a cargo de las finanzas. Reyhan es el siguiente. Se ocupa de todo lo relacionado con el petróleo, y déjame que te diga que por aquí tienen de sobra. Luego está Jefri, que está organizando una fuerza aérea conjunta con nuestro país vecino, El Bahar. También está Zara, quien no supo que era princesa hasta hace un año. Vive en el desierto, pero ésa es otra historia.

– Oh -murmuró Emma, todavía más confusa-. Son muchas personas -tragó saliva-. ¿Y tú eres la princesa Cleo?

– En carne y hueso -dijo ella, acercándose más-. Soy de Spokane, Washington. Ya lo sé… no es exactamente la cuna de muchos miembros de la realeza. Tuve que aprender muchas cosas sobre el protocolo y cómo dirigirme a todo el mundo. Me dedico a las actividades benéficas, lo cual está muy bien, y tengo una nueva hija. Calah -su expresión se suavizó-. Es un encanto. Solo tiene tres meses.