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– Nadar no te ayudará si es un tiburón -dijo Doyle y salió.

Billie cerró la puerta de un portazo tras él.

– Hombres -murmuró.

– Los urbanistas municipales querían algo más que una serie de rascacielos en el distrito financiero -explicó Jefri, mientras el coche entraba en el paseo principal-. Aunque los edificios son altos, hay distintos niveles con jardines y museos.

– ¿Ése está hueco? -preguntó Billie, inclinándose hacia la ventana.

– Algunas partes, así. También se tiene la ilusión de que es transparente. Es parte del diseño.

– Son preciosos -dijo ella, admirando las modernas estructuras.

– A finales de los setenta mi padre se dio cuenta de que no podremos contar siempre con nuestras reservas de petróleo. De que dentro de tres o cuatro generaciones los pozos empezarán a secarse, y por eso preparó al país para el futuro. En alianza con el reino de El Bahar, nuestros vecinos, abrió las fronteras a las bolsas y las instituciones financieras.

El sol ya se había puesto en el horizonte y el brillo de las luces nocturnas iluminaba la ciudad. Jefri observó los rasgos femeninos de perfil, y su belleza lo dejó sin aire.

Billie no dejaba de asombrarlo. Que la mujer capaz y segura de sí misma que volaba como si hubiera nacido en un reactor pudiera tener el aspecto de una diosa parecía imposible, y sin embargo era cierto.

Billie se movió ligeramente en el asiento y los suaves rizos rubios aislados se balancearon sobre su espalda. Unos mechones sueltos rozaban las orejas y la garganta, y los ojos azules parecían vibrar con secretos femeninos.

Y el vestido. Jefri tragó saliva y se esforzó por no mirar la tela transparente y las pinceladas de color y pintura que ocultaban las curvas del cuerpo femenino.

Estaba seguro de que no podría comer. ¿Cómo iba a sentarse frente a ella en un lugar público y portarse con naturalidad? Él era el príncipe Jefri de Bahania, y sin embargo con Billie no era más que un hombre.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella-. Si fueras un animal salvaje, habría jurado que estabas acechando a tu presa.

– No andas muy desencaminada -dijo, y le rozó el brazo desnudo -. Eres una presa muy deseable.

Billie se estremeció, pero no apartó la mirada.

– ¿Te he dicho lo bella que estás? -preguntó, para no hacerla suya allí mismo en el coche.

– Lo has mencionado un par de veces, pero, tranquilo, no es un tema de conversación que me aburra -dijo ella, y sonrió-. No me lo dicen muy a menudo.

– Entonces los hombres que conoces están ciegos.

– En eso tiene razón, y agradezco tu amabilidad – dijo ella-. Sólo soy parte del servicio y tú haces que me sienta como una princesa. Sé que normalmente sales con estrellas de cine y herederas.

¿Amabilidad? ¿A ella le parecía amabilidad?

Estaba a punto de decirle que no tenía nada que ver con la amabilidad cuando la limusina se detuvo delante del restaurante. Billie miró hacia la acera.

– Mira cuánta gente. ¿Ocurre algo?

Jefri siguió su mirada, y después maldijo en voz baja.

– ¿Qué? ¿Pasa algo?

– Nada que no se pueda arreglar. Lo siento. Se me olvidó decirle a mi ayudante que hiciera la reserva a otro nombre.

Billie estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo y respirar la fragancia de su perfume. Ambas cosas eran una tentación.

– No lo entiendo.

– Son periodistas.

– ¿De verdad? – Billie se inclinó por delante para mirar por la ventana. Algunas personas se habían acercado a la limusina-. ¿A quién están esperando?

– A nosotros.

Billie se incorporó y lo miró.

– ¿Qué? Oh, claro. Tú eres el príncipe -se apretó el bolsito contra el pecho-. Me temo que se van a llevar un chasco conmigo.

Él sacudió la cabeza.

– Lo dudo mucho.

A Jefri le encantó la reacción de Billie. Normalmente, las mujeres con las que salía estaban encantadas de ser fotografiadas para aparecer en la prensa.

– ¿Y qué hacemos ahora?-preguntó Billie-. ¿Tú entras por aquí y yo por detrás?

Él se tensó.

– Estás conmigo. Entraremos juntos.

Billie miró a la multitud con cierta angustia.

– Esto no es lo mío. Seguro que tropiezo y me caigo.

– ¿Prefieres que volvamos a palacio?

Billie titubeó un momento, y se miró.

– He pasado mucho rato arreglándome. ¿Será así dentro?

– No. A los fotógrafos no les permiten entrar en el restaurante. Nos llevarán a una mesa reservada donde cenaremos como cualquier cliente.

Billie sopesó durante unos momentos la situación.

– Tú decides -dijo por fin-. Haremos lo que tú quieras.

Imposible, pensó él. Lo que él quería no tenía nada que ver con cenar en un restaurante.

– La comida es excelente -dijo él, e hizo un gesto con la cabeza al conductor-. E incluso podemos pedir un plato para Muffin.

Cuando la puerta de la limusina se abrió y Jefri salió, Billie intentó concentrarse en la comida y en Muffin. La explosión de flashes la pilló desprevenida y por un momento la cegó. Armándose de valor, se deslizó por el asiento de cuero para salir.

Alguien le tomó la mano. Al instante supo que era Jefri y se dejó llevar hasta el restaurante. Tenía una extraña sensación de opresión por parte de la gente, que no paraba de hacer preguntas y fotografías.

«Tranquila», se dijo. «Piensa en algo divertido».

No quería verse en la portada de un periódico con cara de animalito asustado.

Por fin lograron entrar en el restaurante. La calma y elegancia del lugar la tranquilizaron.

– Príncipe Jefri -dijo el maitre, con una sonrisa-. Gracias por cenar esta noche con nosotros. Es un honor. Tenemos su mesa preparada.

Jefri le indicó que lo siguiera.

– ¿Qué? -dijo ella, inclinándose hacia el -. ¿No nos van a apuntar en la lista y llamarnos cuando esté la mesa preparada?

– ¿Hacen eso en los restaurantes? -preguntó él, arqueando las cejas.

– Tienes que salir un poco más -le respondió ella, sonriendo.

Él rió y le tomó la mano, entrelazando los dedos con los suyos, y la llevó hacia la mesa que les habían reservado.

– ¿Les parece bien aquí? -preguntó el maítre.

– Bien -dijo Jefri, justo antes de que Billie lo interrumpiera con un suave gritito mientras miraba a la mesa contigua.

– No puede ser -dijo, furiosa y humillada.

Doyle alzó la copa de vino, ofreciéndole un brindis.

– Hola, hermanita. Deberías probar la ensalada de la casa. Está buenísima, y eso que lo mío no son las ensaladas.

Billie no podía creerlo. ¿Qué hacía allí su hermano?

– No tienes ningún derecho a hacerme esto – dijo ella, con cuidado de no alzar el tono de voz.

– ¿Hay algún problema? -preguntó Jefri.

– Sí, él -Billie señaló a su hermano y deseó poder incinerarlo con la mirada-. Nos está espiando.

– Es cierto -dijo Doyle, que parecía más con¬ento que unas castañuelas-. Llamé a tu ayudante para preguntarle dónde ibais a cenar -dejó la copa de vino en la mesa-. Pero para que no lo decapites o algo así, le dije que mi hermana tiene alergia a ciertos alimentos y quería comprobar primero que todo estuviera en orden.

– No tengo alergia nada -exclamó ella, furiosa.

– Lo sé. A veces me gusta usar la imaginación – sonrió Doyle, y señaló la mesa con gesto invitador-. Sentaos. La comida es fantástica y la lista de vinos impresionante. Aunque supongo que tú ya lo sabes, ¿no? -guiñó un ojo a Jefri-. Vienes mucho por aquí.

Billie miró de la mesa de su hermano a la suya. Apenas había medio metro de distancia, y su hermano escucharía toda la conversación, que probablemente era lo que deseaba.

– Podemos pedir otra mesa -dijo Jefri -. ¿O prefieres que nos vayamos?