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– He pensado que podemos volver a cenar esta noche. ¿Estás libre?

Estaba tan libre y tan dispuesta que se lo hubiera suplicado de rodillas.

– Puedo intentarlo -dijo, con un guiño.

– Bien. Tengo un plan para evitar a la prensa.

– ¿Qué es?

– Una cena en otro país.

Aquella tarde sobrevolaron el desierto en un lujoso avión privado, aunque ninguno de los dos estaba a los mandos. Billie tomó la copa de champán que Jefri le ofrecía.

– Oh, por esto no pilotamos nosotros -dijo ella.

– ¿Por qué si no?

Billie bebió un sorbo de champán, tratando de ignorar la intensa mirada de Jefri, así como las llamaradas de pasión que recoman su cuerpo.

Todo era exquisito, pensó ella, mirando la lujosa decoración del interior del avión. Demasiado lujo, demasiado hombre y demasiada clase. Jefri estaba increíble con un traje negro a medida, pero ella, tras el último desastre, había decidido ponerse un sencillo vestido negro de cóctel.

– ¿Adonde vamos? -preguntó, más por distraerse que por auténtico interés en su destino.

– A El Bahar.

– Oh. No está muy lejos.

– Cierto, pero allí nadie nos molestará.

– No he estado nunca, pero me han dicho que es precioso. Aunque es una lástima que sea de noche, nos estamos perdiendo el desierto.

– Puedes sobrevolarlo siempre que quieras.

– No todo -dijo ella con una sonrisa-. Hay algunos espacios aéreos restringidos.

En mitad del desierto. Lo comprobó la primera vez que voló sobre Bahania.

– ¿Qué demonios escondéis en mitad del desierto?

– Es un secreto.

– ¿De qué tipo? ¿Un secreto militar?

Jefri sacudió la cabeza.

– Más bien lo consideramos un tesoro.

Billie bebió un sorbo de champán y recordó lo que había leído sobre la legendaria Ciudad de los Ladrones, una ciudad aparentemente inexistente pero que aparecía en muchos libros y documentos antiguos.

¿Una ciudad secreta?

– ¿Es más grande que una panera? -preguntó ella.

– Mucho más -respondió él sonriendo.

– Si fuera en coche en lugar de en avión, ¿la vería?

– ¿Qué te gustaría ver?

– No estoy segura.

– Cuando lo decidas, hablaremos sobre ello.

– No eres exactamente lo que esperaba -dijo Billie-. Pensaba que un príncipe sería diferente.

– ¿En qué sentido?

– No estoy segura.

– Soy un hombre sencillo, como cualquier otro.

– En absoluto -le aseguró ella-. Pero no importa.

Se inclinó hacia él y le rozó los labios con los suyos.

– Me alegro.

A Billie no la sorprendió encontrar una limusina esperándolos en el aeropuerto. Habían aterrizado en una pista privada junto al aeropuerto internacional de la capital de El Bahar, y aunque Jefri le dijo que llevara el pasaporte, el paso de aduanas se limitó a unos saludos por parte de los guardias de seguridad.

La limusina los llevó al centro de la ciudad, donde se detuvo delante de un pequeño restaurante.

– Ni cámaras ni mis hermanos -dijo ella, apeándose-. Esto me gusta mucho más.

– A muchas mujeres les gusta ser el centro de atención -dijo él.

– A mí no. Me pone nerviosa.

En el interior del restaurante fueron conducidos a una mesa en un comedor privado. Jefri pidió una botella de vino y echaron un vistazo a la carta, pero Billie no podía dejar de pensar en lo increíble de la situación. Estaba cenando con un hombre que la había llevado a otro país a pasar la velada porque era un príncipe y la prensa no lo dejaba tranquilo. Y su padre era un rey, un rey con palacio y todo.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él, cuando se alejó el camarero.

– Acabo de darme cuenta de quién eres en realidad.

– ¿En qué sentido?

– Empecemos con algo más sencillo. Quién soy yo. Mi padre tiene una empresa que nos mantiene, pero no nadamos en millones. Me crié rodeada de aviones y mecánicos, y cursé mis estudios por correspondencia. Sé más de volar a cuatro veces la velocidad del sonido que de bailes de graduación, y en situaciones sociales estresantes suelo meter la pata hasta el cuello.

Jefri se inclinó hacia delante y le tomó la mano.

– ¿Adonde quieres ir a parar?

Billie se echó a reír.

– A que no entiendo qué haces conmigo. He visto el tipo de mujeres con las que sueles salir en las revistas. Son hermosísimas. Estrellas de cine, divas e hijas de grandes fortunas.

– Entiendo. ¿Y tú no te consideras como ellas?

– No me siento inferior -dijo ella. Bueno, quizá sólo un poco-. Sólo diferente.

Jefri le besó los labios.

– Pues haces muy bien. Estoy encantado contigo y me siento muy honrado con tu presencia.

– Vaya, tú sí que sabes seducir a una chica.

– Dudas de mi sinceridad.

– En absoluto. Sólo intento mantenerme a la altura de las circunstancias.

– Esto no es un concurso, y mi mundo no es como crees. A los nueve años me mandaron a estudiar a un internado británico. A los diecisiete, fui a la universidad en Estados Unidos. Mi hermano Reyhan cometió el error de decir quién era cuando entró en la universidad, y tuvo a la prensa detrás durante los cuatro años -volvió a besarle los dedos-. Yo aprendí de su error y decidí mantener en secreto mi identidad.

– ¿Funcionó?

Jefri asintió.

– Sólo se enteraron unos pocos amigos íntimos y conocí a mujeres que sólo estaban interesadas en mí por mí mismo -dijo, y sonrió-. Fue toda una lección de humildad.

– Lo dudo -dijo ella, segura del atractivo que tenía sobre las mujeres al margen del título principesco.

– Cuando cumplí los veintiún años, vinieron muchas mujeres a Bahania -continuó él -, buscando la oportunidad de casarse con un príncipe. Yo no sabía lo que quería, pero desde luego ellas no lo eran. Sin embargo, algunas jugaron sus cartas muy bien y llegaron a engañarme.

– Es comprensible.

– Me casé con una de ellas -dijo él.

La confesión resultó tan inesperada que si Billie hubiera tenido una copa en la mano se le habría caído al suelo.

– ¿Qué?

– En principio parecía perfecta -dijo él, acariciándole los dedos -. Guapa, educada, con antepasados de la realeza europea en su árbol genealógico, y un padre a la cabeza de bancos multinacionales. Todo el mundo estaba encantado con la elección.

¿Casado? Con cuidado, Billie retiró la mano.

– Ahora no estás casado, ¿verdad?

– No -sonrió él, tomándole la mano de nuevo-. La boda fue una ceremonia de estado pero a los seis meses me di cuenta de que mi esposa tenía el corazón de piedra.

Billie había leído algunas cosas sobre Jefri, pero en ningún artículo se mencionaba su matrimonio.

– ¿Estás divorciado?

Jefri asintió.

– No quería que fuera la madre de mis hijos.

Comprensible, pensó Billie.

– ¿Fue muy duro olvidarla? -preguntó mientras él continuaba acariciándole la palma de la mano con el pulgar-. ¿Te rompió el corazón?

– En absoluto, no estaba enamorado de ella.

El camarero llegó con la botella de vino tinto, lo que dio unos momentos a Billie para superar el efecto de sus palabras. ¿Jefri no estaba enamorado de la mujer con quien se había casado?

– ¿Cómo es eso posible? -preguntó, cuando quedaron de nuevos solos-. Era tu esposa.

– Sí, y habría podido ser la madre de mis hijos. En un matrimonio puede haber respeto y comprensión mutua, pero el amor no es necesario.

– ¿Qué dices? He visto a tus hermanos. Están enamoradísimos de sus mujeres.

– Entre ellos hay pasión -reconoció él-, ¿pero amor? Lo dudo.

– Yo… tú… -Billie sujetó la copa de vino -. ¿Cómo puedes casarte con alguien sin amarlo?

– Un matrimonio real implica ciertos requisitos para ambas partes.

– ¿Y el amor? ¿Y querer tanto a alguien que no puedes pensar en otra cosa?