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Ella sacudió la cabeza mientras se quitaba un guante.

– Estabas tenso. Sabía que mantendrías el rumbo y que me daría tiempo a perderme en el horizonte. Ahora, si me disculpas…

Billie le dio la espalda y se dirigió a los barracones provisionales instalados en una de las esquinas del aeropuerto.

Pero si su intención fue alejarse de él, no lo consiguió. El hombre la siguió y continuó haciendo preguntas, a las que ella fue respondiendo automáticamente, mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para no darse cuenta de que respondía perfectamente al tópico de «alto, guapo, moreno y para comérselo», además de príncipe. Aunque parecía mucho más interesado en volar que en ella.

– Yo me quedo aquí -dijo Billie sonriente, al llegar a la puerta de una de las tiendas, interrumpiendo la pregunta del hombre-. Tenemos mucho tiempo para hablar de esto en las clases teóricas y en los ejercicios de simulación.

– ¿Cuándo volveremos a enfrentarnos en el aire? -preguntó él.

Billie se terminó de bajar la cremallera del traje de vuelo hasta las caderas y sacó los brazos. Aunque era el mes de octubre, en el desierto hacía mucho calor.

– Tenemos tiempo de sobra -dijo ella-, y no te preocupes, volveré a matarte, todas las veces.

– No lo creo. La última maniobra…

El hombre ni siquiera se fijó en su pecho, pensó Billie con cierta lástima. Muchas veces había pensado que aunque se desnudara y se paseara por la pista como su madre la trajo al mundo el resto de los pilotos ni siquiera se darían cuenta. Sólo sus hermanos, claro, y seguramente la matarían.

– Tengo libre hasta mañana por la mañana-dijo ella cortésmente-. Sé que estás ansioso por tener la nueva fuerza aérea en funcionamiento, pero no trabajo veinticuatro horas al día.

Y con esas desapareció en el interior de la tienda.

Jefri frunció el ceño. ¿La instructora le había dado la espalda y se había largado tan fresca, dejándolo con la pregunta en la boca? Eso tampoco le había pasado nunca. La siguió al interior.

– No lo entiendes. Necesito esa información – insistió él.

Billie lo miró y sonrió.

– No te rindes, ¿verdad? -dijo, mientras abría un cajón y sacaba varias prendas. Después desapareció detrás de un biombo-. Bien, te doy quince minutos, pero después tienes que dejarme descansar. He volado toda la noche para venir hasta aquí y mi tienda todavía no está preparada. Hasta entonces, tengo que contentarme con esto, y aquí hace un calor de muerte. Quiero mi aire acondicionado. Oh, siéntate.

Jefri fue hacia la silla que le indicó. Sobre ella, había una pequeña bola peluda. Cuando él fue a apartarla la bola se movió, gruñó y le ladró.

Detrás del biombo, Billie se echó a reír.

– Veo que has encontrado a Muffin -dijo -. Sé amable con él, cielo. Es nuestro jefe.

Jefri miró al diminuto animal que lo observaba con desconfianza.

– Baja -le ordenó, señalando el suelo de la tienda.

Muffin emitió un gruñido de desprecio, le dio la espalda y se acurrucó de nuevo en el mismo sitio. Sin moverse de la silla.

– Daría mi alma por un baño -dijo Billie con un suspiro al otro lado del biombo-. Pero mi hermano se niega a viajar con una bañera. Dice que es un incordio. Oh, claro, podemos desplazar millones de kilos de reactores y equipos informáticos sin problema, pero una bañera, imposible. ¿Qué os pasa a los hombres? ¿Es que no os dais cuenta de lo bien que sienta estar un rato en remojo?

Mientras hablaba, Billie salió de detrás del biombo. Jefri fue a responder, pero al verla enmudeció.

La mujer era una fantasía hecha realidad: una larga melena rubia que caía en cascada sobre su espalda, grandes ojos azules y un pecho contundente. El vestido de verano envolvía las formas curvilíneas con delicadeza antes de caer hasta la mitad del muslo. El conjunto se completaba con sandalias de tacón.

Billie le sonrió y se acercó a tomar en brazos la bola de pelo.

– ¿Cómo está mi preciosidad? -preguntó con voz de niña-. ¿Has saludado al principito?

Después se acercó a la portezuela de la tienda y la empujó.

– No pensé que hiciera tanto calor -dijo, saliendo al exterior-. Aunque, claro, estamos en el desierto. Bueno, se te está acabando el tiempo. ¿Quieres preguntar algo más?

¿Preguntar? Jefri la siguió al exterior, donde vio las hileras de reactores en la pista. Sí, claro. Tenía cientos de preguntas que hacerle, pero de su boca no salió ninguna. ¿Cómo, si las costuras del vestido dibujaban las curvas perfectas de los muslos, y el balanceo de las caderas le hacía hervir la sangre?

No estaba acostumbrado a una reacción física tan fuerte. Para él, las mujeres siempre habían sido fáciles. Si quería lo que veía, le era ofrecido sin dilación. Pero Billie parecía ajena a su propio atractivo físico, y además no lo veía más que como un alumno con ganas de aprender.

Billie giró en redondo y se plantó ante él.

– ¿Qué? -preguntó, con ojos divertidos-. Sé que no te intimido, así que venga. ¿Qué más quiere saber?

Una infinidad de cosas. Como cómo sería sentir la suavidad de su piel bajo sus dedos. El sabor de su boca al besarla. El sonido de sus gemidos al llevarla a la cima del placer. Porque sus fantasías con ella eran rendirla de deseo por él.

– ¿Por qué lo haces? -preguntó él -. ¿Por qué vuelas?

– Porque me encanta. Siempre me ha encantado – dijo ella, sonriendo-. Y porque soy muy buena.

– Sí, lo eres.

Dos mecánicos pasaron a pocos metros de ellos. Los dos hombres miraron a Billie. Sacudieron la cabeza e intercambiaron unas palabras que Jefri no fue capaz de oír. Pero sí de imaginar.

Miró a las tiendas, al campamento y después de nuevo a Billie.

– No puedes quedarte aquí -dijo.

La sonrisa femenina se desvaneció.

– ¿Perdona? ¿Me estás expulsando del país?

– No, claro que no. Sólo que no puedes quedarte en el campamento. No es seguro.

– Agradezco tu interés, pero llevo viviendo en campamentos como éste desde que tenía once años. Por fuera parecen un poco duros, pero son muy divertidos. Y no tienes que preocuparte. Normalmente tengo un padre y tres hermanos que se ocupan de eso. Esta vez sólo está Doyle, pero él se asegura que esté bien protegida en todo momento. Demasiado, incluso -añadió-, ¿verdad, Muffin, preciosa?

– Tu hermano y tú os alojaréis en palacio.

Billie parpadeó.

– ¿Has dicho palacio?

– Sí, hay varias docenas de habitaciones de invitados. Allí estaréis más cómodos.

Billie lo estudió en silencio con los ojos entrecerrados durante unas décimas de segundo.

– ¿Y las habitaciones -preguntó por fin con interés-tienen bañera?

– Tan grandes como para nadar en ellas -le aseguró él.

– Bien -musitó ella, pensativa, haciendo un recuento de las ventajas. Inconvenientes no veía ninguno-. Una cama de verdad, un techo, aire acondicionado y una vida sin arena. Cuenta conmigo. Si Doyle se niega, tendré que cargármelo.

– Esto es una pérdida de tiempo -murmuró Doyle, mientras la limusina negra atravesaba las impresionantes verjas de hierro que rodeaban todo el perímetro del palacio-. Nunca nos hemos alojado con un cliente.

– Nunca hemos tenido un cliente regio con palacio incluido- dijo ella, contemplando los jardines y praderas de césped perfectamente cuidadas-. Esta es una oportunidad única. Pero nadie te obliga a sufrir los rigores del más absoluto y exótico lujo, hermanito. Puedes volver a la tienda del aeropuerto cuando quieras.

Su hermano la miró, furioso.

– Sabes que papá me mataría si te pierdo de vista.

– Tengo veintisiete años, Doyle -dijo ella-. Tarde o temprano tienes que reconocer que soy una mujer adulta.

– Ni lo sueñes.

Billie sacudió la cabeza. Ya era bastante duro ser la pequeña de la familia, pero ser la única chica era incluso peor.