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– Claro que no.

– Tener un animal de compañía es duro, pero merece la pena -dijo ella, incorporándose-. Ahora tengo a Muffin y me aseguraré de que no le pase nada. Ningún gato, por muy palaciego que sea, se la zampará para cenar.

– Estos gatos están demasiado bien alimentados.

– Más vale -dijo ella, con un destello de rabia en los ojos.

¿Cómo habían cambiado tanto de tema de conversación?, se preguntó Jefri. A él le gustaría hablar de aviones, o de lo guapa que era, pero estaban hablando de ratones.

– Diré al servicio que mantenga a los gatos fuera de tus habitaciones -dijo él.

– Gracias -dijo ella, y miró a la bañera-. Si no me hubieras tentado con este magnífico cuarto de baño, seguramente habría vuelto a los barracones. Pero esto es irresistible.

Oh, encima. La bañera era irresistible, pero él no.

– Sobre tu estancia aquí -dijo él -. ¿Tienes que ir al aeropuerto todos los días?

– Sí. Tengo que cargarme a muchos novatos – sonrió ella, guiñándole un ojo con picardía.

– Estoy seguro de que mis hombres estarán encantados de aprender de ti -dijo él, ignorando la insinuación de que ella siempre lo vencería.

– Oh, aprenderán, aunque no disfruten mucho en el proceso -respondió ella, con una sonrisa.

– Te pondré un coche con chófer a tu disposición. Sólo dile adonde quieres ir, y él te llevará.

Billie abrió la boca, con incredulidad.

– ¿Un coche con chófer para mí sola?

– Puedes compartirlo si quieres.

Billie soltó una carcajada.

– No, no hace falta. Como he dicho antes, podría acostumbrarme a esto.

– Espero que disfrutes de tu estancia en mi país -dijo él, y con un asentimiento de cabeza se fue.

Billie terminó de secarse el pelo y se echó hacia atrás para contemplar el efecto.

– No está mal -murmuró a su reflejo, retocándose un rizo.

Siempre había tenido mucho pelo, y la falta de humedad en el país del desierto garantizaba que su peinado se mantendría por más tiempo.

Casi una hora en la inmensa bañera la había relajado, y ahora, enfundada de nuevo en un vestido de verano y sintiendo el cambio de horario, el cansancio empezaba a apoderarse de ella.

– Deberíamos dar un paseo -dijo a Muffin entrando en el salón de la suite-. Aunque un par de vueltas en esta habitación es casi lo mismo, ¿verdad? – dijo, sonriendo, mientras contemplaba los elegantes muebles de estilo occidental y los cuadros que decoraban las paredes.

En la zona del sofá había una exquisita alfombra persa, y a la izquierda una zona del comedor. La vista era espectacular y el silencioso aire acondicionado mantenía la habitación a unos agradables veinticuatro grados las veinticuatro horas del día.

– La buena vida -dijo, tomando a Muffin en brazos-. Bien, ¿qué tal si damos una vuelta y después pensamos en la cena? Supongo que el palacio tendrá servicio de habitaciones. Se me ha olvidado preguntárselo al príncipe.

Claro que el olvido era fácilmente explicable. ¿Quién se iba a acordar de eso mientras el hombre, tan alto y principesco, le enseñaba la habitación?

– El tío está como un tren -le dijo a la perrita saliendo al pasillo-. Ojalá fuera mi tipo.

Pero ella no tenía ningún tipo especial de hombre. Para decidir cuál era su tipo habría necesitado un mínimo número de relaciones sentimentales. Que ella no había tenido.

Billie fue hasta el final del pasillo y bajó las escaleras. Tenía un buen sentido de la orientación, y logró llegar al jardín en menos de cinco minutos.

O los jardines, mejor dicho. Distintos jardines que se sucedían en una exquisita variedad de estilos, desde el jardín inglés más formal rodeado de setos cuidadosamente podados a plácidos estanques rodeados de exótica vegetación tropical. Dejó a Muffin en el suelo con cautela, y vigiló la posible llegada de los gatos.

– No está mal -murmuró Billie, mientras Muffin empezaba a olisquear.

Las sandalias de tacón resonaban en el sendero de piedras. Caminó entre plantas, arbustos y árboles, deteniéndose de vez en cuando a oler una flor o aca¬riciar una hoja. No sabía mucho de plantas. Lo suyo eran los motores y la velocidad para romper la barrera del sonido. Sin embargo, podía apreciar la belleza y serenidad de lugar.

Dobló una esquina y vio a un hombre sentado en un banco. El la miró, y cuando ella se acercó, él se levantó.

– Buenas tardes -dijo éste con una sonrisa-. ¿Quién es usted?

El hombre era alto y atractivo, aunque mayor, de pelo canoso e intensos ojos negros. El elegante traje de corte clásico le recordó al presidente de un banco, o a un senador.

– Billie Van Horn -dijo ella, tendiéndole la mano.

– Ah, los expertos en aviones. Reconozco el nombre-dijo el hombre. Le estrechó la mano y le indicó el banco-. ¿Es miembro de la familia?

– La única chica. Un rollo, si quiere que le diga la verdad -dijo Billie, sentándose-. Por suerte soy una excelente piloto y si mis hermanos se pasan conmigo los desafío a un combate aéreo -sonrió-. Y perder conmigo es una buena cura de humildad.

– Me imagino.

Muffin se acercó a olisquear los zapatos del hombre.

– Mi perrita Muffin -dijo Billie-. Me habían dicho que había gatos, pero no esperaba tantos. No quiero que Muffin termine en la cazuela.

– No tiene que preocuparse. Esta perra parece muy capaz de cuidarse sola.

– No cuando son tantos. Ya ha habido una pelea en mi habitación.

El hombre arqueó las cejas.

– ¿Se aloja en palacio?

– Sí. El príncipe Jefri nos ha invitado a mi hermano y a mí -Billie se inclinó hacia él-. Debo confesar que me he dejado seducir por la bañera. ¿Quién puede negarse a vivir unas semanas en un palacio? Es un lugar increíble.

– Me alegro de que le guste.

Un gato se acercó paseando. Billie lo miró con desagrado.

– ¿Pilota reactores? -preguntó el hombre, acariciando un momento el lomo del animal-. ¿Ése es su trabajo?

– Me ocupo de los vuelos de entrenamiento, sí. También trabajo con los pilotos en los simuladores.

– ¿Se le da bien?

Billie sonrió.

– Soy la mejor. Esta mañana me he cargado al príncipe Jefri en menos de dos minutos. No literalmente, claro.

– Me alegro. Todavía no estoy preparado para perder a mi hijo menor.

Al escuchar las palabras, Billie abrió la boca, y enseguida la cerró.

– ¿Hi-hijo? -repitió, con la esperanza de haber oído mal-. ¿Usted es su padre?

– Sí.

Billie estudió un momento los ojos negros del respetable anciano y se dio cuenta del parecido.

– Entonces usted es…

– El rey.

– Oh, cielos.

Billie se levantó, pensando en El Rey y yo, y se preguntó si estaría autorizada a tener la cabeza por encima de la de él. ¿Era una ley de verdad, o sólo un musical?

– No puedo… -tragó saliva-. No sabía… -se cubrió la cara con las manos-. ¿Cuántas leyes he infringido?

– Sólo tres o cuatro.

El rey no parecía enfadado. Ni siquiera molesto. Más bien divertido.

– Podía habérmelo dicho.

– Ya lo he hecho.

– Me refiero antes, cuando he dicho «hola, soy Billie», usted podía haber contestado «hola, soy el rey».

– Así era más interesante. Y te ha permitido hablar con más libertad, si me permites que te tutee. Después de derribar a mi hijo, creo que estoy en mi derecho.

– Por supuesto. ¿Tengo que inclinarme o arrodillarme? -preguntó, titubeando.

– Ninguna de las dos cosas. Soy el rey Hassan de Bahania -dijo, con un formal movimiento de cabeza-. Bienvenida a mi país.

– Gracias. Su país es muy hermoso -Billie suspiró-. Supongo que tendré que disculparme por mi aversión a los gatos.

Un fuerte aullido interrumpió la conversación. Billie se puso en pie de un salto y salió corriendo, justo cuando un gato negro y blanco pasó volando delante de ella. Billie se hizo a un lado para evitar a la horrible criatura, pero resbaló y perdió el equilibrio.