Si le hubieran preguntado, Billie habría tenido que decir que la familia real no era en absoluto aburrida ni estirada ni arrogante, sino todo lo contrario. Después del completo interrogatorio al que fue sometida, el resto de la velada pasó entre risas, conversaciones y bromas, al igual que en la mayoría de las familias. Cierto que la cubertería era de oro, pero el resto de la cena había sido sorprendentemente normal.
Más tarde, probablemente por el exceso de champán, los nuevos aposentos o una velada perdida en la oscura mirada de Jefri, Billie no podía dormir. Dejó a Muffin roncando suavemente y, poniéndose una bata, salió al salón y abrió la puerta que daba a la terraza. Salió al exterior y se apoyó en la barandilla.
La luna brillaba en el cielo y lanzaba rayos de luz sobre las aguas tranquilas del mar. En el aire flotaban olores y fragancias que le eran desconocidos, pero que siempre le recordarían a Bahania.
– La buena vida-dijo con una sonrisa, apoyándose en la barandilla y contemplando los jardines-. No creo que nada pueda superar esto.
Retazos de sombras aparecían y desaparecían entre los arbustos. «Los gatos», pensó. Sin duda de caza en oscuridad de la noche. ¿Por qué los consideraban aceptables como mascotas? No eran más que fríos asesinos.
– ¿Qué te tiene tan preocupada? -dijo Jefri, saliendo de la oscuridad y apoyándose junto a ella en la barandilla.
La repentina presencia masculina la sobresaltó. Fugazmente recordó que iba en camisón, aunque se dijo que en el traje de noche que había lucido en la cena había enseñado mucho más.
– Los gatos -dijo ella, señalando hacia los jardines.
Jefri se echó a reír.
– Te protegeré de todo el que intente atacarte – dijo, y miró su alrededor-. ¿Dónde está Muffin?
– Durmiendo.
– Bien.
La rozó ligeramente con el hombro.
– ¿Te ha gustado la velada con nosotros? -preguntó.
– Mucho -respondió ella.
Lo miró. Jefri llevaba los mismos pantalones de tela y la camisa blanca de la cena, pero se había quitado la chaqueta y la corbata, y llevaba la camisa remangada.
– Nunca había cenado con una familia real-dijo ella-. Pensé que iba a sentirme más fuera de lugar, pero todos han sido muy agradables conmigo.
– ¿No te han parecido demasiadas preguntas?
– En absoluto. Todos parecían genuinamente interesados.
– ¿Somos como las demás familias?
– Excepto por lo de principesca.
– ¿Así que te ha impresionado?
Ella sonrió.
– No exactamente.
Él arqueó las cejas.
– ¿Por qué no?
– Venga. Cuando sabes que puedes derrotar a cualquiera a los mandos de un reactor a ochocientos kilómetros por hora, el dinero y los títulos impresionan menos.
– Bien dicho. Sin embargo, yo podría impresionarte en otros sentidos.
Oh, sí, ésa era una posibilidad muy real, pensó Billie. Sin dudar del resultado.
– Sólo soy parte del servicio -dijo ella, tratando de hablar con naturalidad -. Dentro de unos meses me habré ido y tú serás también el rey de los cielos.
– ¿Te gusta ese aspecto de tu trabajo? ¿Ir de un lugar a otro? -preguntó él.
– A veces -dijo ella, recogiéndose un mechón de pelo detrás de la oreja-. Me gusta conocer el mundo, pero a veces no me importaría tener una base de operaciones permanente. El problema es que todavía tengo que encontrar la manera de combinar un hogar con un trabajo que me encanta.
– Volar.
– Exacto.
– ¿Cómo aprendiste a pilotar? -preguntó él.
– Mi padre siempre me llevaba con él. A los diez años ya sabía pilotar aviones pequeños. Mi madre intentaba retenerme en casa, pero cuando murió me uní definitivamente al equipo. No tardé en pilotar reactores -se volvió hacia él y sonrió-. Tener una minifuerza aérea en la familia ayuda. ¿Y tú?
– Siempre me ha encantado volar. Mi padre me permitió aprender cuando tenía doce años. Entonces seguro que pensó que se me pasaría.
– Pero no se te pasó.
– No. Cuanto más volaba, más me gustaba. Me hubiera gustado alistarme en el ejército aéreo, pero en Bahania no teníamos fuerza aérea y ningún país me dejaba entrenar con ellos. No querían la responsabilidad del hijo de un rey.
– Oh. No pensé que discriminaran contra la realeza.
– Te sorprendería.
– Puede, pero no esperes que sienta lástima por ti.
– No lo espero -dijo ella, y se volvió a mirarla-. No has llevado una vida muy tradicional.
– Lo sé. Y me alegro por lo que he vivido, pero no ha sido gratis. Dentro de unos años cumpliré los treinta. Me gustaría casarme y tener hijos, pero no he conocido a ningún hombre que esté interesado en mí.
Él frunció el ceño.
– ¿A qué te refieres?
– Es por lo de cargármelos en el aire. A la mayoría de los hombres no les gusta, y lo compensan de una de dos maneras. O bien se ponen agresivos conmigo, o me ignoran. Nadie me mira nunca como si fuera una mujer.
Sólo Jefri, pensó ella. Lástima que fuera un príncipe.
– Creo que no te entiendo.
– Lo entiendas o no, ésa es la verdad. Los hombres con los que trabajo no me ven como mujer.
– Quizá no estén dispuestos a enfrentarse a tus hermanos.
Billie lo miró sin comprender.
– ¿Perdona?
– Tus hermanos. Doyle me lo ha dejado muy claro esta tarde. En sus propias palabras, tú eres fruta prohibida.
Billie oyó las palabras, pero no podía creerlas.
– ¿Eso te ha dicho?
– Textualmente.
– Cómo… Yo… Lo… -Billie apretó los labios, mientras trataba de pensar con claridad-. Ese cerdo traidor y manipulador -murmuró.
¿Podría ser que sus hermanos fueran los culpables de que nunca la invitara nadie a cenar o al cine?
– Qué típico de ellos -dijo, furiosa, con los dientes apretados.
Por eso no había tenido una cita en años. ¿Cuántos hombres querrían salir con ella sabiendo que después tenían que aguantar la ira de sus hermanos?
– Me lo van a pagar muy caro.
– Preferiría que no los hicieras sufrir demasiado.
– ¿Por qué?
– Porque han alejado a otros hombres de ti.
– ¿Ah, sí? Ya me dirás qué tiene eso de bueno.
– Que sigues estando libre para mí.
Billie apenas tuvo tiempo para procesar la frase porque mientras Jefri hablaba, la rodeó con los brazos y llevó la boca a la suya.
La besó con una mezcla de ternura y pasión, y la ira de Billie se desvaneció y fue sustituida por el deseo.
Suspiró y se apretó contra él, apoyando los brazos en sus hombros y aspirando su fragancia. Olía a coñac, a noche y a misterio. Jefri la pegó a él hasta que sus cuerpos se tocaron tan íntimamente como sus bocas.
Instintivamente, Billie echó la cabeza hacia atrás, dándole mejor acceso a su boca. El respondió acariciándole el labio inferior con la lengua y ella entreabrió los labios. Pero en lugar de intensificar el beso, Jefri la besó en la mejilla, y después la mandíbula. Cuando llegó a la piel sensible junto al lóbulo de la oreja, la lamió, haciéndola estremecer. Después, mordisqueó el lóbulo ligeramente con los dientes.
Llamas de pasión recorrieron el cuerpo femenino. Los senos se hincharon y los pezones se endurecieron. La ropa la molestaba, y al sentir el calor entre las piernas, quiso frotarse contra él. Y acariciarlo.
Jefri volvió a su boca. Ella volvió a abrir los labios, pero él continuó con el beso casto, apenas sin tocarla, enloqueciéndola.
Por fin, cuando Billie estaba al borde de la histeria, él deslizó la lengua en su boca y la acarició.
Sí, pensó ella, rindiéndose a la exquisita sensación y deseando que el beso no terminara nunca.
Pero terminó cuando él se echó hacia atrás, se separó de ella y la miró.
– Eres una mujer de muchas sorpresas -dijo él, acariciándole la mejilla.