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– Lo has hecho muy bien.

– Me sentía una idiota. No entiendo por qué querían tomarme tantas fotografías y algunas de las preguntas me han parecido muy personales.

Rafe no dijo nada. Ella lo miró de reojo y vio que se le había tensado la mandíbula.

– Piensas que estoy protestando sin motivo – murmuró Zara-. A fin de cuentas, quería encontrar a mi padre y lo he hecho. Éste es el precio de esa relación.

Rafe frunció el ceño.

– No, estaba pensando sobre esos chacales hambrientos por una primicia y en lo diferente que va a ser tu vida de aquí en adelante. Crees que te será fácil volver a tu antigua vida, pero te equivocas. Nada volverá a ser como antes.

Aquellas palabras no la hacían sentir mejor. Mientras agradecía que se preocupara tanto por ella, tenía la desagradable sensación de que estaba diciendo la verdad acerca de todos los cambios que tendría que soportar. Y, en particular, sobre la imposibilidad de regresar a su vieja vida, aunque prefería no pensar en eso.

– Extraño a Cleo -dijo, mientras caminaban hacia su habitación-. Desearía que estuviera en Bahania.

Rafe no contestó y a Zara no le sorprendió su silencio. A fin de cuentas, era su problema. Ella se lo había buscado y no podía culpar a nadie por lo que le estaba pasando.

Zara jamás habría imaginado que posar para la portada de una revista podía suponer tanto trabajo. La sesión de fotografía había comenzado poco después de las ocho de la mañana y ya eran casi las cuatro de la tarde. No había pensado que cambiarse de ropa y de peinado, estar de pie, sentarse y reclinarse en distintas posiciones podría ser tan agotador. Encima, se sentía un fraude. No servía como modelo. Estaba convencida de que ni el mejor maquillador del mundo la convertiría en una belleza, que lo único bueno que tenía para el caso era su delgadez natural y que, con total seguridad, el mundo esperaba otra cosa.

Con el rabillo del ojo vio que Rafe estaba hablando por el teléfono móvil. La había acompañado a la sesión y, aunque se había quedado en un rincón, el saber que estaba con ella la hacía sentir mejor.

Cuando el peluquero le dio los últimos retoques a su peinado, el fotógrafo le indicó que sonriera y Zara hizo un esfuerzo para lucir alegre y encantada con la situación. Mientras oía los disparos de la cámara, inclinaba la cabeza o levantaba la barbilla como le pedían, trataba de pensar en algo divertido y rezaba para que aquel infierno acabara pronto. Estaba hambrienta, se moría de sed y añoraba estar de regreso en Washington.

Una hora después, la sesión había terminado.

– He visto un mercado callejero -le dijo a Rafe cuando entraron al coche-. ¿Podríamos ir antes de volver al palacio?

– Claro que sí -afirmó él, tras vacilar unos segundos-. Es tarde y supongo que ya no habrá tanta gente.

Acto seguido, Zara se acomodó en su asiento y Rafe puso en marcha el vehículo.

– Me siento como si me hubiera pasado el día trabajando en el campo y es ridículo porque lo único que he hecho ha sido posar un rato.

– Parecía un trabajo duro.

– Sospecho que sólo estás tratando de ser amable, pero agradezco el gesto porque estoy exhausta.

– ¿Estás preparada para enfrentarte a tu nuevo trabajo como modelo?

– Definitivamente, no. La verdad es que adoro ser profesora.

– Cuéntame algo de tus clases.

– Rafe, mi cátedra está centrada en los movimientos feministas – puntualizó-. Seguro que te aburriría que te hablara de eso. Los pocos hombres que vienen a mis clases lo hacen porque creen que es una forma rápida de licenciarse o porque saben que el aula estará llena de chicas.

– Quizás soy un feminista encubierto.

– Sí, claro -dijo ella, con ironía.

– Pienso que las mujeres son tan competentes como los hombres.

– No te esfuerces por agradarme.

– Estoy tratando de ser un tipo sensible -protestó él-. Deberías apoyarme.

En aquel momento, Rafe dobló en una esquina y aparcó el vehículo. Zara salió del coche y respiró el perfume de la ciudad. Olía a mar y a especias exóticas. Rafe se acercó a ella y señaló una esquina.

– Allí giraremos hacia la derecha. El zoco ocupa tres calles. No intentes nada raro porque imagino que no querrás perderte.

Ella lo tomó del brazo mientras caminaban.

– No quiero perderme en ninguna parte. ¿Tendré que regatear con los vendedores?

– Seguramente. Como eres estadounidense, tratarán de estafarte.

Zara iba a decirle que no necesitaba ningún favor especial, pero entonces se recordó que jamás en su vida había regateado en un mercado.

A medida que se iban acercando al lugar, se sentía más ansiosa. Había docenas de personas agrupadas en torno a los tenderetes; el adoquinado de la calle estaba tan desgastado que parecía ser el mismo por el que habían caminado varias generaciones; y todo estaba flanqueado por viejas edificaciones que aportaban algo de sombra refrescante.

Al cruzar el arco de entrada, Zara vio a dos niños jugando en una fuente y a un perro correteando y ladrando alrededor. Las risas de los pequeños la hicieron sonreír. Levantó la vista y vio decenas de alfombras colgadas de sillas y de largas sogas. A su derecha había un hombre vendiendo toda clase de frutas, desde dátiles a plátanos y melones. Más adelante había un puesto de cacharros de bronce que le llamó la atención. Agarró uno que parecía la lámpara de Aladino.

– ¿La vas a frotar? -preguntó Rafe.

Ella no pudo contener las carcajadas.

– Antes, tendría que decidir mis tres deseos.

El tendero se acercó a ellos.

– Es una pieza muy fina -aseguró-. Si está buscando algo más funcional, tengo faroles que funcionan. Si la dama es tan amable y me acompaña…

El hombre le indicó que pasara por el costado del puesto. Apenas Zara empezó a caminar, se chocó con una adolescente.

– Perdón -se disculpó, con una sonrisa.

– No es nada. Ha sido culpa mía, no estaba mirando… -dijo y entonces levantó la vista-. ¡Oh, por Dios! Princesa Zara…

Rafe maldijo por lo bajo. Zara no entendía cuál era el problema y cuando se volvió para mirarlo, se encontró en medio de una multitud que había aparecido de la nada, alertada por el grito de la adolescente.

La gente la rodeaba, le tiraba de las mangas del vestido, le tocaba el pelo y la atosigaba con sus preguntas. Era mucho peor que la conferencia de prensa porque se sentía zarandeada de un lado a otro. Alguien le arrancó un mechón de pelo, las manos parecían garras y la empujaban tanto que casi la hacían caer.

– Princesa Zara, ven a cenar a mi casa…

– Princesa Zara, tienes que conocer a mi hijo…

– Princesa Zara, ¿en serio eres estadounidense?

– ¿No es preciosa?

– Me parece que sale mejor en la televisión.

Las preguntas y los comentarios se sucedían uno tras otro. Zara trató de abrirse camino, pero no sabía qué dirección tomar. No podía respirar, tenía la impresión de haber perdido un zapato y había comenzado a llorar.

De repente, un brazo le rodeó la cintura con fuerza. De inmediato reconoció el calor y el perfume de Rafe y se dejó llevar. Unos segundos después, la había metido en el coche y arrancaba a toda velocidad.

– ¿Estás bien?

Zara trató de contestar, pero los sollozos le impedían pronunciar palabra. Se cubrió la cara con las manos y balbuceó:

– No puedo hacer esto. Tienes que sacarme de aquí. Llevarme lejos de Bahania.

Capítulo 12

ZARA se despertó en una habitación al borde del mundo. La luz del sol brillaba sobre los suelos de madera, las puertas estaban abiertas y dejaban entrar la brisa del mar. Se levantó, salió al patio y se apoyó sobre la barandilla de hierro. Desde allí podía ver el océano que rodeaba la isla y las olas golpeando contra las rocas del acantilado.