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– ¿No ha habido ninguna chica que te haya hecho desear quedarte?

– No.

Zara se estremeció. Para ella, Rafe era una fuerza estable en su vida. Sin embargo, por lo que decía estaba ansioso por irse de allí, y eso no parecía exactamente la fórmula de la felicidad.

Acto seguido, se puso las gafas, se incorporó y fue hasta el borde de la piscina. Se sentó sobre la piedra caliente y metió los pies en el agua. Estaba dolida y no podía explicar por qué. Sabía que su pena tenía que ver con Rafe y con la soledad que había conocido, pero había algo más. Se entristeció al darse cuenta de que él no sólo se resistía a tener una aventura con ella por el trabajo, sino porque el amor atentaba contra su forma de vida. Rechazaba la única cosa con la que Zara había soñado toda su vida: echar raíces. No quería amor ni proyectos compartidos.

En aquel momento, Zara comprendió que se había estado engañando al pensar que Rafe estaba interesado en ella. Se había sentido reconfortada, seducida y a salvo con él y para ella, esas acciones habían tenido un significado especial aunque, al parecer, para él no había sido nada importante. La idea resultaba tan desconsoladora que prefería no pensar en ello.

Rafe vio el temblor en los hombros de Zara y supo que la había herido, aunque no podía decir por qué. Por un segundo, fantaseó con la idea de decirle que ella era la única persona que lo había hecho pensar en la posibilidad de romper sus reglas; que su autenticidad, su dulzura y su habilidad para hacerlo reír lo habían hecho flaquear. No obstante, sabía que dejarse llevar por ese impulso sería desastroso para ambos.

Zara se metió en la piscina y maldijo al sentir el contraste entre el agua fría y el calor del sol de la tarde.

– Podrías haberme advertido que la piscina era un iceberg -protestó.

– No sabía que fueras tan delicada.

Ella trató de salpicarlo pero la silla de Rafe estaba demasiado lejos. De todas maneras, la broma había servido para hacerla sonreír y alejar el brillo de preocupación de sus ojos. Rafe le recorrió el cuerpo con la mirada. El bañador de una pieza no dejaba lugar a la imaginación. Podía ver cada curva, cada línea exquisita y sensual. Los pequeños senos de Zara se apretaban contra la tela y lo hacían desear arrancarle el traje para acariciarla. Podía verle la silueta de los pezones, y le ardían los labios por la necesidad de lamer y mordisquear aquellos preciosos círculos rosados.

La última semana había sido un infierno para él. Estaban solos y la deseaba con desesperación, pero no podía tenerla. No podía dormir porque sabía que ella estaba cerca. Los sirvientes se iban todas las tardes, así que se quedaban completamente solos. Lo único que lo mantenía lejos de la cama de Zara era la certeza de que ella se merecía a alguien capaz de darle lo que quería y él sólo podía prometerle una noche de pasión. Para muchas, habría sido suficiente, pero Zara merecía mucho más.

Rafe sabía que no debía beber si quería evitar caer en la tentación. Sin embargo, cuando Zara le ofreció vino en la mesa, levantó la copa y aceptó gustoso.

Estaba preciosa. Se había recogido el pelo y llevaba las gafas puestas. Las lentillas le quedaban muy bien, pero Rafe adoraba ver cómo se acomodaba las gafas cuando se le deslizaban por la nariz. Llevaba puesto un vestido sin mangas y los dos botones que tenía desabrochados en el escote permitían ver la sombra que se le dibujaba entre los senos. Tenía la piel bronceada, estaba descalza y sonreía con naturalidad. Parecía una diosa sensual, escapada del paraíso de las tentaciones. Rafe sentía que el deseo lo estaba llevando al borde de la locura.

Le habría gustado convencerse de que tanta tensión se debía a que llevaba mucho tiempo sin estar con una mujer; que su necesidad era circunstancial y que no había nada por qué preocuparse. Pero sabía que estaba mintiendo. Quería a Zara en su cama; otro cuerpo no habría servido para calmar su sed. Necesitaba saborearla y respirar el suave perfume de su feminidad. Se moría por tenerla cerca y por entrar en ella una y otra vez.

Zara se recostó contra el respaldo de la silla y sonrió.

– Se te ve muy concentrado, ¿en qué piensas?

– En ti. ¿hasta qué punto eres virgen?

La pregunta la tomó por sorpresa.

– ¿Me estás pidiendo detalles?

– Sí, quiero saber hasta dónde has llegado, cuántas veces. Ese tipo de detalles.

A ella se le aceleró el corazón.

– De acuerdo. Empecemos por aquella vez en el coche de Billy, cuando tenía diecinueve años. Llevábamos saliendo algún tiempo y él tenía una mano sobre mi blusa -relató Zara y bebió un poco de vino para armarse de coraje-. Quise sentarme sobre él y, sin querer, apoyé un pie en el volante. El claxon empezó a sonar sin parar y Billy tuvo que desconectar la batería.

– ¿Estás bromeando?

– No. Es total y absolutamente cierto. Te he dicho que tengo muy mala suerte con los hombres. Al menos, sexualmente. Aquélla fue la última vez que salí con Billy. Supongo que estaba enfadado porque le había dañado el coche y algo avergonzado. Antes de que ocurriera el accidente, él me había desabrochado los pantalones y me había tocado ahí durante unos segundos.

– ¿Ahí?

– Sabes bien a qué me refiero.

– Sí. ¿Con quién más saliste?

– Con Steve. Salimos durante un tiempo y, de hecho, él solía tocarme ahí, pero era muy bruto y no me gustaba -confesó-. No obstante, quería saber de qué se trataba así que seguimos adelante. Eso fue un par de años después de lo de Billy. Steve vivía en un apartamento diminuto, aunque por lo menos era suyo. Estábamos en la cama, a punto de desnudarnos cuando, de pronto, llegaron sus padres.

Zara hizo una pausa y cerró los ojos mientras recordaba la humillación que había sentido.

– Él les había dado la llave y le estaban trayendo la ropa limpia -continuó y miró a Rafe con indignación-. ¿Puedes creer que llevaba la ropa sucia a casa de sus padres y ellos se la traían cuando estaba limpia? En fin, el tema es que sus padres nos interrumpieron y su madre me llamó a un aparte para decirme que Steve había roto hacía muy poco con su novia, después de cinco años de noviazgo, y que yo no era más que una aventura pasajera. Después de eso, no lo vi más. El problema no era que siguiera enamorado de su ex novia, sino que sus padres se entrometían demasiado en su vida.

Rafe la miraba con atención.

– La verdad es que no sé qué decirte.

– Lo sé -dijo ella y suspiró-. Es muy triste. Hubo un par de hombres más y todos con resultados igualmente desastrosos. Después, apareció Jon, pero ya te he hablado de él. Además de eso, he tenido algunas relaciones cortas que se terminaban cuando los tipos se enteraban de que era virgen.

Zara respiró hondo y lo miró ilusionada.

– Supongo que no estás preguntando porque has cambiado de opinión, ¿o sí?

Rafe vaciló un momento antes de contestar.

– Debes saber que eres una tentación irresistible -afirmó, casi gruñendo-. Estamos en esta maldita isla solos; te pasas el día prácticamente desnuda y te paseas ante mí como si nada.

Zara jadeó por lo injusto de la acusación y porque la excitaba ver la pasión encendida en los ojos de Rafe.

– Yo no me paseo ante ti semidesnuda. Mi bañador de una pieza es muy conservador. Distinto sería si tuviera pechos enormes y no llevara sostén.

Rafe se puso de pie abruptamente y salió al balcón. Se aferró a la barandilla con fuerza y contempló el mar.

– No puedo echarle la culpa al vino porque ni siquiera he terminado la primera copa.

Zara estaba confundida e ilusionada.

– ¿La culpa de qué?

Él se volvió para mirarla y Zara pudo ver que estaba muy excitado y que el pantalón comenzaba a convertirse en una cárcel para su sexo erecto.