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– Ya has oído al rey, Zara.

Rafe sabía que el príncipe Kardal, su jefe, lo entendería. Las negociaciones entre los tres países habían llegado a un punto importante y nadie quería molestar al rey Hassan, así que él no tenía más opción que pasar las siguientes semanas asegurándose de que Zara no se metía en ningún lío. La situación no podía ser más irónica, porque se iba a ver obligado a pasar muchas horas con la primera mujer que le había interesado en varios años y ni siquiera podría tocarla.

– Míralo desde otro punto de vista -dijo Cleo-. Al menos, el rey no te ha echado a patadas. Parece muy feliz contigo.

Zara asintió.

– No sé qué pensar, pero supongo que deberíamos volver al hotel y hacer el equipaje.

– Increíble. Voy a vivir en un palacio. Y pensar que querías ir a Yellowstone en lugar de venir a Bahania…

Su hermana la miró y se dirigió hacia la salida.

– Empiezo a pensar que no habría sido tan mala idea.

– No entiendo qué significa eso de que seas mi guardaespaldas -dijo Zara, de camino al hotel -. ¿Piensas ir conmigo a todas partes?

– Sí.

– ¿Llevarás las bolsas cuando vayamos de compras al supermercado? -preguntó Cleo.

– No iréis de compras al supermercado.

– Pues debo advertirte que mi vida no es muy interesante -comentó Zara-. Te vas a aburrir mucho.

– Me las arreglaré.

Minutos más tarde llegaron a la entrada del hotel. Zara empezaba a sentirse incómoda con la perspectiva de estar todo el tiempo con un hombre tan alto y atractivo, así que dijo:

– ¿Por qué no vuelves al palacio? Nosotras podríamos tomar un taxi.

Rafe ni se molestó en contestar. La propuesta era absurda.

En cuanto entraron en el establecimiento, Rafe las acompañó a la habitación. Al llegar, él entró en primer lugar y echó un vistazo para asegurarse de que todo estaba en orden. Cleo pasó entonces y ellos se quedaron en la puerta.

– ¿Es que crees que algún comando terrorista pretende secuestrarme? -preguntó Zara, ligeramente divertida.

– Nunca se sabe. Pero en cualquier caso, no dudes que estás ante todo un profesional -declaró, mirándola con sus intensos ojos azules-. Ahora, mientras hacéis el equipaje, voy a hacer unas cuantas llamadas telefónicas. No dejéis entrar a nadie que no sea yo.

– ¿Quieres que establezcamos un santo y seña o algo así? -preguntó con ironía.

– Buscapleitos -respondió él, bromeando.

– Eso me gusta. Siempre he sido una buena chica…

– Pues mi trabajo consiste en que sigas siéndolo.

– No se lo digas a Cleo. Ella siempre se mete en problemas.

– Cleo no me preocupa tanto.

– Ya. Y dime una cosa: ¿qué pasará si no quiero vivir en palacio?

– Si eres hija de Hassan, eso es lo que debes hacer.

Zara se lo había preguntado porque no podía confiar en ninguna otra persona, así que decidió confesarle sus temores.

– Y si soy su hija, mi vida cambiará por completo… ¿verdad?

Rafe no respondió. Durante unos segundos no hicieron otra cosa que mirarse el uno al otro. Zara era muy consciente de la atracción que sentía por él, pero se sentía segura a su lado a pesar de que llevaba una pistola y de que aquella misma mañana la había encañonado con ella.

Sintió la necesidad de arrojarse a sus brazos, de apretarse contra su cuerpo y sentir los latidos de su corazón. Sin embargo, no lo hizo.

– Será mejor que hagas el equipaje -dijo él-. Habrá un coche esperando en la puerta dentro de veinte minutos.

Zara entró en la habitación y pensó que se estaba dejando llevar por sus fantasías. Los hombres nunca se habían mostrado especialmente interesados por ella, e incluso había llegado a pensar que tal vez se debía a que llevaba gafas.

– ¿No te parece increíble? -preguntó Cleo, que salía del cuarto de baño con sus cosméticos-. Vamos a vivir en un palacio… Seguro que las habitaciones son maravillosas. Lo que vimos en la visita guiada fue simplemente impresionante, y sospecho que las estancias privadas serán aún mejores. Pero, ¿qué te ocurre, Zara? No pareces muy contenta.

– Porque no lo estoy. Las cosas van demasiado deprisa.

– Sí, pero es genial.

Zara sabía que discutir con su hermana no tenía sentido. Para ella, la situación era muy sencilla: el rey de Bahania podía ser su padre y debían aprovechar la oportunidad que se abría ante ellas. En cambio, para Zara era algo bien distinto. Era un cambio de vida radical.

– Bueno, pensaré en ello más tarde -se dijo.

Comenzó a guardar sus cosas. Y cuando Rafe llamó a la puerta, diez minutos más tarde, ya estaban preparadas.

– Podemos bajar las maletas nosotras mismas – dijo Zara.

Rafe no hizo ningún caso. Abrió la puerta de par en par y enseguida aparecieron dos hombres que tomaron las maletas y las alzaron como si fueran tan ligeras como una pluma. Cleo miró a su hermana y se encogió de hombros.

– Sospecho que me acostumbraré rápidamente a la vida de los ricos -dijo la joven.

Entraron en el ascensor y Zara no se sorprendió en absoluto al ver que las esperaba otra limusina.

– Un simple coche habría sido suficiente.

– Tal vez, pero no sabía cuánto equipaje tendríais -observó Rafe.

Los dos hombres que se habían hecho cargo de las maletas, las guardaron en el portaequipajes. Después, abrieron las portezuelas de la parte delantera del vehículo. Uno de ellos se quitó la chaqueta y Zara vio que llevaba cartuchera y pistola.

– ¿Van armados?

– Es una precaución normal.

Zara pensó que tal vez fuera normal en el mundo de Rafe, pero no en el suyo. Ella sólo era una profesora de universidad de una pequeña localidad estadounidense.

– Intenta no pensar en ello -le recomendó él-. Cuando estés en palacio, no tendrás que preocuparte por esas cosas. Estarás a salvo y yo me mantendré cerca.

Zara estuvo a punto de dejarse llevar por la última frase de Rafe. Era un comentario inocente que sin embargo había adquirido significados mucho más cálidos.

Desesperada, miró el reloj. Sólo habían pasado ocho horas desde que Cleo y ella habían desayunado en el desvencijado hotel. Y sin embargo, su vida había dado un vuelco.

– Háblame de la familia real -dijo, para pensar en otra cosa-. ¿Qué pensarán de mí?

– Dudo que se sorprendan demasiado. Hassan ha tenido muchas mujeres.

– ¿Tuvo más hijos fuera de sus matrimonios?

– No, que yo sepa.

– Y tú, ¿también vas armado?

– No pienses en eso. Tienes otras cosas por las que preocuparte.

– ¿Y cuántos príncipes hay? -preguntó Cleo-. ¿Cuatro?

– Sí.

– ¿Están casados?

– ¡Cleo! -protestó su hermana-. No estamos aquí para crear problemas.

– No tengo intención de complicarle la vida a nadie. Además, ya sabes que no quiero saber nada de los hombres por el momento. Pero ésta es mi oportunidad para conocer a un príncipe de verdad, a uno de esos tipos que antes veía en las revistas -observó, antes de volver a mirar a Rafe-. ¿Son jóvenes y atractivos?

– Todos son jóvenes, entre veinticinco y treinta y cinco años. Pero no puedo hablarte de su aspecto.

– Supongo que el aspecto es poco importante cuando se es un rico heredero.

– Sospecho que les vas a encantar -dijo Zara, mirando a su hermana-. Pero procura no complicar la situación.

– Lo prometo -dijo Cleo.

Zara sabía que las promesas de su hermana no valían nada en lo relativo a los hombres. Cuando no era ella la que se buscaba los problemas, los problemas la buscaban a ella. Atraía a los hombres como si fuera un imán. Siempre estaba con alguno, y sólo recientemente, tras algunos desengaños, había decidido tomarse un descanso. Pero se preguntó si su voluntad aguantaría aquella tentación.

Avanzaron por las calles de la ciudad. El tráfico se hizo más denso a medida que se aproximaban a palacio y Zara deseó salir del coche y perderse entre la multitud.