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– El rey Hassan no está casado en la actualidad, ¿verdad?

– No -respondió Rafe.

– Eso había leído en Internet. También leí que hay cinco princesas, incluida Sabrina.

– ¿Qué más leíste?

– Un poco de todo -los interrumpió Cleo -. Zara es la reina de la investigación. Podría soltarte una conferencia sobre las exportaciones de Bahania, su Producto Nacional Bruto y un montón de datos parecidos que dormirían a cualquiera.

Zara hizo caso omiso del comentario de su hermana.

– Soy profesora de universidad e investigar forma parte de mi trabajo.

– ¿Y en qué campo estás especializada?

– En estudios de la mujer -respondió Cleo-. Nuestra Zara es una especie de feminista intelectual.

– En efecto. Pero cambiando de tema, hay un asunto importante en el que debo insistir: quiero que persuadas al rey para que acepte que nos hagamos un análisis de ADN -declaró Zara-. Tenemos que asegurarnos de que soy realmente su hija.

– Ya es tarde para volverse atrás, Zara.

Cleo suspiró.

– Has deseado esto toda tu vida. Es increíble que te niegues a confiar en tu buena suerte -dijo.

– Ya. Pero pensar en encontrar a mi padre y encontrarlo son dos cosas distintas -explicó.

La limusina giró entonces para tomar un camino privado y segundos después pasó entre dos grandes puertas abiertas. Al fondo, entre los árboles, Zara pudo distinguir la silueta del palacio real de Bahania.

– Desde luego, son cosas muy distintas -añadió.

En palacio había criados, guardias y tesoros de inestimable valor. Zara seguramente lo había oído durante la visita guiada, pero no le había prestado atención. Sin embargo, ahora tenía plena conciencia de ello: avanzaba por un corredor, detrás de unos criados y ante los guardias que se apartaban a su paso.

Hasta la espontánea y despreocupada Cleo parecía cada vez más asombrada a medida que se internaban en el edificio, entre todo tipo de lujos y docenas de gatos.

Zara ya había oído hablar del amor del rey por los felinos, pero no imaginaba hasta qué punto era cierto. Sin embargo, y por suerte para todos, estaban limpios y se comportaban bien.

Al final, llegaron ante una gran puerta. La mujer que dirigía el grupo, de unos cuarenta años, la abrió y los invitó a entrar. Zara se volvió hacia Rafe y lo tomó, impulsivamente, del brazo.

– ¿Estarás cerca?

Rafe clavó en ella sus ojos azules.

– Eres mi responsabilidad. Estaré cerca y tú estarás bien, descuida.

– ¿Y si no estoy tan bien?

Él sonrió de forma amistosa y ella se estremeció.

– Vamos, entra. Seguro que te gusta tu nuevo domicilio.

– Mentiroso…

Ciertamente, ya no podía echarse atrás. Así que entró.

No se trataba de una simple habitación, sino de todo un grupo de habitaciones para ellas solas, con un inmenso salón maravillosamente decorado y balcones con vistas al mar.

– Cada una tiene su propia habitación -dijo la mujer que parecía ser la encargada del grupo de criados-. Su Alteza pensó que les gustaría compartir las mismas estancias, pero si prefieren tener suites distintas, se puede arreglar.

Zara miró a Cleo, que se encogió de hombros.

– Está muy bien así -comentó Zara.

– Y ahora, si puede indicarme dónde debo dejar sus maletas…

Zara le señaló sus dos maletas, de las que se hizo cargo un criado que las llevó a una habitación situada a la izquierda. Las de Cleo las llevaron a la derecha.

Segundos después, Zara se encontró en un gigantesco dormitorio con una cama con dosel, un gran balcón, y un mueble con televisión y DVD que estaba lleno de películas. En cuanto al cuarto de baño, parecía de otro mundo: tenía una bañera que parecía una piscina y una ducha tan grande para dar cabida a cinco o seis personas.

– Es precioso -dijo, volviéndose hacia la mujer-. Todo es precioso.

La mujer sonrió.

– Le diré al rey que le ha gustado. ¿Desea que deshagamos su equipaje?

– No, gracias, ya me las arreglaré.

La mujer hizo una pequeña reverencia y se marchó con el resto de los criados. Sólo entonces, cayó en la cuenta de que Rafe no la había seguido al dormitorio. Pero su hermana no tardó en aparecer.

– ¿Puedes creerlo? -preguntó.

– No sé qué decir -dijo Zara, mientras volvían al salón-. ¿Cómo es tu habitación?

– Ven a verla, es maravillosa… Parece salida de un sueño.

En realidad, la habitación de Cleo resultó ser muy parecida a la de Zara.

– No pienso volver nunca a casa. Esto es fabuloso. Cuando sea mayor, también quiero ser hija de un rey.

Zara rió.

– ¿Mayor? Ya eres bastante mayor. Pero espera a ver el harén…

– ¿El harén? ¿El rey tiene un harén?

– No lo sé, era una broma. No he leído nada al respecto, pero ahora que lo pienso, no me extrañaría.

– Se lo preguntaré la próxima vez que lo vea – dijo Cleo, que se había arrojado sobre la cama-. No puedo creer lo que acabo de decir… La próxima vez que vea al rey. ¿Cómo es posible que tengas tanta suerte?

Zara no respondió. Ella también estaba asombrada por el lujo, pero se encontraba muy incómoda en aquella situación.

Justo entonces, llamaron a la puerta. Pensó que sería Rafe y se sintió súbitamente animada. Pero un segundo después apareció una mujer de su edad, de su altura, casi de su constitución física y con unos rasgos que la dejaron sin habla: sus ojos, su oscuro cabello, su boca y sus pómulos eran idénticos a los de ella, aunque la recién llegada le pareció mucho más atractiva.

– Tú debes de ser Zara. Ahora sé lo que ha querido decir mi padre al afirmar que podríamos ser gemelas. Pero al menos, es evidente que somos hermanas…

– Y tú debes de ser la princesa Sabra…

La mujer asintió.

– Llámame Sabrina -dijo, mirando a su alrededor-. He oído que tienes una hermanastra… ¿Es cierto?

– Por supuesto que sí. Hola, soy Cleo.

Sabrina se volvió hacia Cleo y sonrió.

– Vaya, no os parecéis demasiado… ¿Es tuyo ese cabello o es teñido? Si es tuyo, es maravilloso…

Cleo se llevó una mano al cabello.

– Es mío. Lo llevé teñido de rojo durante una temporada, pero me gusta más así.

Las tres mujeres permanecieron unos segundos en mitad de la habitación, mirándose, sin saber qué añadir. Como siempre, fue Cleo quien rompió el hielo.

– ¿Y cómo debo llamarte? ¿Alteza?

– No, no, sólo Sabrina.

– ¿Eres realmente una princesa?

– Desde el día en que nací.

– Sin embargo, tienes acento estadounidense – observó.

– Porque pasé muchos años en California.

– ¿Y ahora vives aquí?

– Vivo bastante cerca.

Cleo se fijó en uno de sus anillos de diamantes y dijo:

– Es un anillo precioso.

– Gracias.

– ¿Va acompañado de un marido?

– Desde luego. Me lo regaló el príncipe Kardal. Llevamos un año casados -explicó Sabrina.

– Un príncipe y una princesa, como en los cuentos de hadas -comentó Cleo-. No puedo creer que estemos aquí. Estas cosas no pasan en nuestro mundo.

– ¿Y de dónde sois vosotras? -preguntó Sabrina a Zara.

– Del Estado de Washington, en la costa oeste. No de la capital.

– Zara es profesora en la universidad -intervino Cleo-. Yo vivo a unos diez kilómetros, en Spokane, donde dirijo una tienda de fotocopias.

– Y ahora, estáis en Bahania…

Sabrina lo dijo de forma amistosa, pero Zara notó un fondo extraño en su voz que no le gustó demasiado. Cabía la posibilidad de que estuviera molesta con ella. No en vano, era una completa desconocida que se había presentado en palacio diciendo que era hija del rey.

– Sé que todo esto es muy inesperado -dijo Zara-. Lo es para todas. No sé qué te ha contado el rey de nuestra presencia aquí…