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A medida que el manuscrito se aventuraba en el porvenir y en la mentira iba volviéndose más lujosamente detallado, a diferencia de la narración de los hechos reales, en la que se advertía una apresurada o desengañada sequedad: el hallazgo de la mujer incorrupta no ocupaba más de media holandesa y carecía de toda revelación sorprendente, ya fuera porque el inspector había olvidado los pormenores o porque, como sospechó literariamente Lorencito, poderosos intereses ocultos lo seguían obligando cuarenta anos después a mantener el secreto. Ya entonces, en los primeros tiempos de su carrera, tenía el inspector la cara ensimismada de pena y laboriosa arrogancia que muestra en las fotos de Ramiro Retratista y que se mantuvo invariable hasta su vejez. «Míralo», dice Nadia, acordándose, reconociéndolo, casi con ternura, aunque hace dieciocho años que lo vio por primera y única vez, cuando ya era un viejo policía desolado que se negaba al oprobio de la jubilación. Separa la fotografía de las otras, se la muestra a Manuel, que permanece tras ella en silencio y ha empezado suavemente a abrazarla, sus dos manos buscando bajo la blusa. «No cambió nunca», dice Nadia, tenía la cara como hecha de rudo cartón, el pelo hincado hasta la mitad de la frente, planchado hacia atrás con brillantina y levantándose rebelde en tiesos mechones que no había modo de domar, las cejas como un doble arco negro, las facciones cuadradas y blandas, el labio inferior grueso y caído del que le colgaba siempre una colilla de picadura apagada, el mentón siempre oscuro, aunque se afeitaba dos veces al día, una cara imposible, pensaba él con dolor, tan imposible como su nombre, Florencio Pérez Tallante, un nombre tan desastroso para policía como para poeta, una ruina y una losa de nombre. Ramiro Retratista lo fotografió en el mismo lugar donde lo vería Nadia muchos años más tarde y casi en la misma actitud, sentado tras la mesa, bajo el crucifijo y la estampa de Nuestro Padre Jesús y el retrato de Franco, el teléfono a su derecha y la escribanía a su izquierda, la mano en la barbilla, como si quisiera parecerse a la efigie de un hombre pensativo. Estaba aburriéndose y contando sílabas con los dedos en su despacho de la plaza del General Orduña, junto a la torre del reloj, cuando un guardia entró para decirle que una mujer con aire y maneras de loca había venido a dar parte de la aparición de un cadáver no identificado, seguramente el de un cautivo del dominio rojo, sepultado tras el martirio en el sótano infame de alguna checa clandestina. Como primera precaución, y sin haberla visto ni escuchado todavía, el inspector Florencio Pérez, partidario siempre de medidas enérgicas, ordenó el arresto inmediato de la mujer delatora, pero cuando el guardia salía para cumplir la orden, que al propio inspector le había parecido de una sequedad y decisión admirables, la puerta del despacho se abrió del todo y la guardesa irrumpió en él, alzando el brazo derecho en un atrabilario arriba España y agitando tan ruidosamente como una cadena de penal el manojo de llaves que traía atado a la cintura. «Iba a avisarle al párroco de San Lorenzo», dijo tumultuosamente, sin dar tiempo ni a que el inspector pusiera en práctica un rapto de indignación, «pero me acordé de que ya no hay, y me dije, Gabriela, da parte en la perrera, que aquello es más autoridad».

Que a la comisaría le llamaran en Mágina la perrera sumía al inspector Florencio Pérez en un estado próximo a la mortificación: que una mujer desmelenada, con un ruinoso tabardo sobre los hombros, un manojo de llaves y unas hediondas botas de agua se colara en su propio despacho a esa hora tranquila de la mañana que él solía consagrar dulcemente a no hacer nada y a medir endecasílabos, le hablara a gritos y no diera muestras de miedo a su autoridad, pronunciando de paso la palabra perrera, estuvo a punto de producirle un colapso cardíaco. Un mediocre puñetazo en la mesa tuvo la virtud de volcar el cenicero sobre las hojas de los expedientes -entre las cuales solía esconder el inspector borradores de sonetos-, pero no mejoró en nada su opinión de sí mismo. No servía para ese trabajo, solía confesarle a su amigo de la infancia, el teniente Chamorro, a quien de vez en cuando se veía en la luctuosa obligación de detener, le faltaba carácter. «Señora», dijo, levantándose, limpiándose la ceniza que le manchaba el pantalón y las solapas, como a don Antonio Machado, «compórtese o la encierro por desacato y tiro a un pozo la llave». «Eso hicieron con ella», dijo la guardesa, cuyo aliento olía fétidamente a goma y a alcantarilla, como las botas de agua, «la encerraron en un calabozo y no tuvieron que echar la llave, porque le tapiaron la puerta para que no saliera nunca más». «Hombre, eso tampoco es», murmuró humanitariamente el guardia, pero no tan bajo que el inspector no lo oyera: «Usted habla cuando se le pregunte, Murciano», dijo con severidad, «salga y espere mis órdenes». El guardia tenía cara de campesino y carecía de porte para llevar un uniforme que le venía grande, y cuando adoptaba la posición de firmes el tres cuartos gris le caía a lo largo de su cuerpo mezquino como un lastimoso faldón. «¿Entonces no me llevo a esta mujer en calidad de detenida?» «En calidad de nada, Murciano», dijo el inspector, irritado porque un subalterno se apropiara de las queridas fórmulas del lenguaje oficial, «salga usted y no me caliente la cabeza, que ya le diré yo lo que hay que hacer cuando haya procedido al interrogatorio». «¿Así que no me va a encerrar en la perrera?» La guardesa volvió a acercarse al inspector, las manos juntas, como si rezara, como si estuviera a punto de caer de rodillas: «Si ya lo decía yo, si tiene cara de bueno, si parece un chiquillo», «¡Señora!» El inspector se puso en pie, comprobando una vez más que no era tan alto como se imaginaba en momentos pasajeros de euforia, y su segundo puñetazo en la mesa le deparó un agudo dolor en la mano, pues había golpeado el filo metálico de un pisapapeles que representaba la basílica de Monserrat. Lo sopesó mecánicamente, acordándose con inquietud de la facilidad con que cualquier objeto podía ser usado como arma homicida. «Siéntese», volvió a dejar el pisapapeles en la mesa, «cállese, no diga nada mientras yo no le pregunte, y hágame el favor de hablar con el debido respeto».

Pero era inútil, pensaba, nadie le tuvo nunca consideración, ni los delincuentes ni los subordinados, nadie, ni sus hijos, que después de su muerte le entregaron a Lorencito Quesada sus memorias sin mirarlas siquiera, como papel viejo que se regala a un trapero. Para tranquilizarse, el inspector lió un desmañado cigarrillo y mientras pasaba la lengua por el filo engomado del papel se quedó mirando, al otro lado de los cristales del balcón, la estatua del general Orduña, a quien esa misma mañana había empezado a escribirle un soneto. «El bronce inmortal de tus hazañas», murmuró con disgusto, pero sin rendirse, «el bronce inmemorial de tus hazañas». Con los dedos de la mano izquierda tamborileaba en el cristal contando las sílabas, tan absorto, tan desesperado por las dificultades de la rima que tardó en darse cuenta de que la guardesa, a sus espaldas, continuaba hablando sin esperar sus preguntas, sin el menor respeto a su autoridad: «… morena, sí señor, pero con los ojos azules, muy grandes, como si estuviera asustada. como se quedan las personas cuando les da un aire y ya no hablan ni conocen, con la raya en medio, como las damas antiguas, con moñetes y tirabuzones, con un vestido negro de mucho escote, negro o azul marino, o morado, no pude verlo bien porque el hueco está muy oscuro y yo no he querido abrirlo más para no tocar nada hasta que ustedes dispongan, y lleva un escapulario al cuello, en eso sí que me he fijado, yo creo que es un escapulario de Nuestro Padre Jesús…»

«Atronando de gloria las Españas», decidió el inspector, sin ver ni oír a la guardesa, «el fuego del valor en las entrañas». «Y de cuerpo pues será como usted, poquita cosa, pero muy concertada, aunque tampoco la he visto bien, porque parece que está sentada en un sillón, ni asomarme adentro he querido, por miedo a estropear algo, a los muertos no hay que tocarlos hasta que el juez diga que los levanten, claro que ella no está tendida, y a mí me parece que tampoco está muerta, cómo va a estarlo, si tiene la piel tan suave como un melocotón, pero muy pálida, eso sí, como la cera, será porque esas damas he oído yo decir que tomaban vinagre…» «¡Del olvido las torvas espadañas!», casi gritó de entusiasmo el inspector, y temiendo no acordarse luego de un endecasílabo tan indiscutible volvió a su escritorio y lo anotó en el margen de un oficio, fingiendo que apuntaba algún detalle de la declaración de la guardesa. Una hora después, extenuado por la imposibilidad de no seguir repitiendo en silencio palabras absurdas terminadas en «añas» y de lograr que la guardesa ajustara su narración a un orden cronológico, el inspector Florencio Pérez oprimió enérgicamente varios timbres, sostuvo dos conversaciones telefónicas colgando luego el auricular con la adecuada violencia, se puso la gabardina y el sombrero y dio orden de preparar un automóvil adscrito al parque de la comisaría, al objeto de presenciarse con la mayor prontitud en el lugar de los hechos, según explicó más tarde en un informe cuya redacción le costó más desvelos que la primera estrofa del soneto al general Orduña, a la cual añadió en los sótanos de la Casa de las Torres un verso que terminaba en «telarañas», por las muchas que tuvo que apartar con infinita repugnancia de su cara y sus manos cuando procedió a la detenida inspección ocular de lo que llamó en su informe el escenario del crimen, no tanto porque creyera que se había cometido uno como por el escrúpulo de no repetir al cabo de sólo cuatro líneas «el lugar de los hechos».

En sus memorias constan los nombres de los testigos que bajaron con él al sótano donde había aparecido la mujer incorrupta: el médico don Mercurio y su cochero Julián, el forense Galindo, Medinilla, el escribiente del juzgado, que con los años llegó a regentar una opulenta gestoría y a convertirse en procurador en Cortes por el tercio sindical, el guardia Murciano, la guardesa contumaz, y por último Ramiro Retratista y su ayudante Matías, que era sordomudo desde que pasó un día entero sepultado bajo los escombros de una casa hundida por un obús. Para escarnio del inspector, en cuanto llegó don Mercurio, a quien por cierto nadie había llamado, los otros se inclinaron con reverencia unánime ante su autoridad y a él dejaron de verlo, como si no existiera, como si no fuera él quien ostentaba en ese momento y en la Casa de las Torres la máxima jerarquía. «Se trata de un caso insólito de momificación», dijo el forense cuando la guardesa cerró las puertas de la calle y las voces de la vecinas se escucharon con la lejana confusión de un zureo de palomas. «No creo que sea más insólito que yo mismo», dijo don Mercurio, parado junto al inspector como si no lo viera, admirando distraídamente las columnas de mármol y los arcos inseguros del patio: «A mi edad comprenderán ustedes que de lo que más entiende uno es de momias.» «Por la ropa que lleva yo diría que fue emparedada hará sesenta o setenta años.» En los casos desesperados el inspector Florencio Pérez procuraba restablecer su tambaleante autoridad con un matiz científico. «¡Sesenta años!», la guardesa gritó como si reprobara una blasfemia, haciendo sonar amenazadoramente el manojo de llaves. «Sesenta siglos más bien, desde que hicieron la casa. Sería cautiva de los moros…» «No diga usted disparates, señora», Medinilla, el escribiente del juzgado, que era soplón de la secreta, esgrimió ante la guardesa su cartapacio abierto y la estilográfica con la que hacía como que tomaba notas, «que yo aquí lo apunto todo, y luego consta».