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Pero no podía ser una momia, pensó Ramiro Retratista cuando le vio de cerca la cara, mientras su ayudante desplegaba el trípode y situaba en los lugares adecuados los focos de magnesio, era una señorita muy joven aunque un poco antigua, mírela usted, le dijo al comandante Galaz, sosteniendo la fotografía con sus manos ya temblonas de viejo, muy tranquila y muy bella, con los pómulos anchos y los ojos abiertos, con el pelo recogido en rodetes y tirabuzones, y hasta le pareció que tenía algo de color en las mejillas, apenas una pincelada, como en los retratos coloreados a mano, y que sus ojos de muerta lo estaban mirando como las mujeres de verdad no lo miraron nunca, porque no lo veían, las mujeres no se paran a mirar al retratista, explicó, están pensando en el caballero al que le enviarán su foto con una dedicatoria elegante, cariñosa o apasionada, según. Se fijó en la cara, y pensó que era lozana y redonda, ya que había leído esos dos adjetivos en una novela, y luego sus ojos descendieron tímida y respetuosamente hacia el cuello que parecía de cera y vieron la medalla con la imagen piadosa en la que por un momento creyó notar una imperceptible respiración de catalepsia. Fue él, Ramiro, el único que se atrevió a tomar entre sus dedos la medalla, procurando que los demás no lo advirtieran, le dio la vuelta y vio que al otro lado no había una estampa religiosa, sino la foto de un hombre muy joven, con bigote y perilla, como Gustavo Adolfo Bécquer, le dijo al comandante Galaz. Vio también, justo en el lugar donde el comienzo de los senos ahuecaba levemente el escote, el filo de algo que parecía una hoja de papel doblada muchas veces. Se echó hacia atrás, mirando siempre aquellos ojos como de pálido vidrio azul escarchados de polvo e invariablemente fijos en los suyos, corrigió la disposición de los focos, moviendo las manos casi a la misma velocidad que su ayudante, con el que mantenía en silencio copiosas diatribas, escondió la cabeza bajo la cortinilla de felpa negra de la cámara, que se pareció entonces a la joroba de don Mercurio, y cuando iba a pulsar la arcaica pera de goma del disparador, al ver la imagen invertida de la muchacha muerta, creyó que también él se había vuelto ingrávidamente del revés, y deseó sin consuelo que el fogonazo del magnesio le devolviera a ella la vida al relucir en sus pupilas, al menos durante las décimas de segundo que tardaría en extinguirse.

Me acuerdo del invierno y del frío, del azul absoluto en las mañanas de diciembre y el sol helado en la cal de las paredes y en las piedras amarillas de la Casa de las Torres, me acuerdo del vértigo de asomarme a los miradores de la muralla y ver delante de mis ojos toda la hondura de los precipicios y la extensión ilimitada del mundo, las terrazas de las huertas, las lomas de los olivares, el brillo quebrado y distante del río, el azul oscuro de las estribaciones de la Sierra, el perfil de estatua derribada del monte Aznaitín, de cuyas laderas colgaban caseríos blancos y donde por la noche brillan luces como velas de iglesias y faros de automóviles solitarios que cruzan la oscuridad como reflectores antiaéreos y aparecen y desaparecen entre las hileras de olivos y en las curvas de la carretera. En la transparencia delirante del aire las cosas más lejanas adquieren una exactitud de cristales de hielo. Señalaban hacia aquellas montañas y decían que al otro lado estuvo el frente de la guerra, y que el viento del sur traía algunas veces los truenos retardados de una batalla remota. Sobre ese horizonte volaban de vez en cuando aviones enemigos que casi nunca se acercaron a Mágina y apenas eran reflejos metálicos de sol en la claridad del mediodía. De allí, del otro lado de la Sierra, venían los viajeros y los fugitivos, por esas veredas que ascienden desde el valle vino caminando mi abuelo Manuel cuando salió del campo de concentración y en una ladera junto al río recibió Domingo González los dos tiros de sal que lo dejaron ciego: por las camadas de esos olivares subió hacia la ciudad arrastrándose como un perro malherido. Hacia esa única dirección se orientaban todos los caminos posibles, más allá de los terraplenes sin vías del ferrocarril que nunca existió y de la corriente cenagosa del Guadalquivir, en aquellos roquedales que se volvían cárdenos al anochecer habitaban los juancaballos y tenían sus sanatorios los tísicos, que algunas veces venían a Mágina en furgonetas negras cargadas de grandes bidones vacíos de cristal que rebosaban de sangre cuando emprendían el regreso, sangre humana extraída con largas agujas de acero que ellos manejaban con guantes de goma y se limpiaban luego en los faldones de sus batas blancas, sangre de niños que tardaban en volver a casa cuando ya era de noche y veían abrirse la portezuela de un automóvil negro y una mano pálida que los reclamaba ofreciéndoles un caramelo o una onza de chocolate. Luego encontraban sus cuerpos lívidos en un muladar o en el arcén de una carretera y en los brazos o en el cuello les quedaba la señal morada de la aguja que les bebió lentamente la sangre. Veíamos pasar de lejos un ataúd blanco y alguien aseguraba que en su interior yacía, vestido de comunión, con un rosario y un libro con las tapas de nácar entre las manos, un niño atrapado por los tísicos. De vez en cuando se corría la voz por los patios de la escuela o en los corrillos de la plaza de San Lorenzo, han llegado los tísicos, alguien había visto sus largos coches funerarios o escuchado al pasar el ruido con que chocaban entre sí los bidones de vidrio, alguien había estado a punto de que lo atraparan y había huido desprendiéndose de las manos rapaces y frías con guantes de goma y de las caras cubiertas con mascarillas tras las que se oía una respiración sofocada por la avaricia de sangre, y entonces, durante unos días, hasta que el terror se esfumaba igual que había aparecido, nadie se atrevía a quedarse en la calle después del atardecer ni a desviarse del camino hacia la escuela, y mirábamos con espanto los pocos automóviles que circulaban todavía por la ciudad, y se extendía sobre los callejones y las plazuelas de nuestro barrio un silencio prematuro que era como la niebla tenue y violeta que manchaba el aire en cuanto el sol se ponía en las tardes de invierno, un silencio de augurio, poblado por los fantasmas nacidos del miedo de varias generaciones sucesivas, por el eco de los cerrojos y de los llamadores en las puertas, por los pasos de los desconocidos, los borrachos, los asesinos y los locos que perduraban en la memoria acobardada de Mágina y en las palabras siempre clandestinas o ambiguas de nuestros mayores, escoria del miedo y de las desgracias de la guerra.

Me acuerdo de la luz húmeda y dorada tras los días de lluvia y del verde de la hierba recién aparecida en los intersticios de empedrado y de la intensidad con que el sol relucía en ella y me veo a mí mismo desde mi distancia y mi estatura de adulto buscando insectos para guardarlos en una caja de cerillas que me aplicaba luego al oído escuchando el roce mínimo sobre el cartón de sus antenas y sus patas, siempre solo, salvo cuando estaba con mi amigo Félix, siempre mirando de lejos los juegos de los otros, asustado por ellos, que se maltrataban ferozmente entre sí y perseguían con saña a los débiles, a los pequeños y a los tontos, escondiéndome tras la ventana del portal para espiar sin peligro sus juegos y sus conversaciones, imaginándome aventuras que agrandaban el tamaño de los lugares y las cosas, que convertían los mínimos tallos de hierba en árboles de un bosque y los insectos en criaturas prehistóricas como las que había visto en el cine y el portalón cerrado de la Casa de las Torres en la muralla de un castillo, siempre esperando algo que no sabía lo que era, la llegada de mi padre o de mi abuelo Manuel, que vendrían del campo trayendo de reata a un mulo cargado de aceituna, de hortaliza o de forraje, y olerían a barro y a pana y a hierba segada, el regreso de mi madre, de la que me decían que estaba en un hospital y aparecía de pronto cuando ya casi me había olvidado de ella, parada en el umbral de una puerta, desconocida al principio, porque estaba más delgada y más pálida, inclinándose hacia mí para levantarme del suelo y oprimiéndome contra su pecho blando y cálido, llorando en silencio, limpiándome las lágrimas con un pañuelo que sacaba del mandil y que también tenía un olor de enfermedad y hospital.

No veo su cara de entonces, me acuerdo de su pelo canoso y de sus facciones envejecidas de ahora y no quiero imaginarla, igual que no quiero pensar que mi padre no es invulnerable al tiempo ni acordarme de mi abuelo Manuel y de mi abuela Leonor varados en un sofá como en la sala de espera de la muerte, pero alguna vez, cuando la llamo por teléfono desde algún lugar que ella no sabría identificar en los mapas, desde una lejanía que ella sólo puede concebir si la asocia a los paisajes de los sueños y de las películas, oigo su voz y es la misma voz que tenía cuando era mucho más joven, y agradezco su ternura ofrecida y su acento de Mágina y reconozco en ella la inocencia y la angustia, el tono con que me despertaba en las mañanas de invierno cantándome romances mientras abría los postigos y barría las baldosas y tendía las camas. Ésa era la voz que tenía antes de que yo naciera: no la voz de alguien cuya existencia se resume en el hecho de que es mi madre sino la de esa muchacha que tiene un lazo en el pelo y sonríe a la cámara con los labios apretados para que no se le vean los dientes y la de la mujer que posa en escorzo con un vestido de novia, con una manera de mirar y sonreír ladeando la cabeza que quiere parecerse involuntariamente al gesto con que posaban entonces las artistas de cine, apartando con la mano derecha una cortina tras la que se ve una balaustrada y un lánguido jardín francés que tal vez fue pintado hacia los años veinte por don Otto Zenner, apóstol en Mágina de la fotografía de estudio, antecesor y maestro de Ramiro Retratista.

No me acuerdo de su cara y huyo de la culpabilidad de imaginarme cómo será ahora mismo su vida, el progreso de la vejez, el dolor de las articulaciones, la dificultad de subir las escaleras, de mantener limpia la casa, ella sola, sin la ayuda de nadie, de cargar la leña para encender el fuego antes del amanecer, de cuidar y vestir y lavar a mis abuelos, la ciega obligación del trabajo a la que se ha inmolado desde que tuvo uso de razón, siempre obedeciendo a otros, siempre temiendo su crueldad o lacerada por su indiferencia, no creyendo jamás que merecía algo, que habría sido posible vivir de otro modo. Prefiero oír su voz tan joven en el teléfono y no pensar que tiene una vida exterior a la mía en la que apenas ha conocido algo más que el miedo, el trabajo, la necesidad y el dolor. Me despido, cuelgo el teléfono, me desprendo de la nostalgia y del remordimiento y me quedo mirando la ventana de la habitación del hotel o el vestíbulo del aeropuerto desde donde la he llamado para no imaginar la penumbra triste de mi casa, para no verla a ella, que aún sostiene en la mano el auricular como si no se resignara a no seguir escuchándome, como si el pitido de la línea fuera un valioso indicio de que yo todavía estoy al otro lado. Huyo en secreto, cumplo con una ficticia aplicación mis tareas, converso en dos o tres idiomas igual que si viajara por países o vidas a los que no pertenezco, sin un minuto de retraso entro en la cabina de traducción que me ha sido asignada, compruebo el micrófono, los auriculares, eludo la tentación de encender un cigarrillo, oigo una voz que habla y procuro repetir en español sus palabras sin que me importe lo que dicen, mientras escucho y hablo con un acento cuidadoso y neutral miro por los cristales de la cabina hacia una sala donde hombres y mujeres vestidos con una uniformidad que siempre se me antoja tan irreal o tan futurista como las expresiones de sus caras y el brillo de los tubos fluorescentes gesticulan y mueven los labios en un silencio de peces o dormitan o se aburren con los cables grises de los auriculares colgándoles alrededor de la barbilla como adornos quirúrgicos.