Y mientras escucho palabras que no me importan y busco equivalencias con un automatismo instantáneo oigo detrás de esas voces y de la mía propia otras voces que vuelven y que parecen hablarme al oído como si fueran ellas las que suenan en el interior de los auriculares acolchados, monótonas, escondidas, tan fieles como los latidos de mi sangre, diciéndome que vuelva, anunciándome que no han dejado de existir en el instante en que yo cuelgo con alivio un teléfono, que han seguido sonando en la casa y en la plaza sin álamos y en las calles de donde yo me marché con el propósito enconado de no volver nunca, hace exactamente la mitad de mi vida. Ya hay timbres y no llamadores de metal en las puertas, la Casa de las Torres es ahora una escuela de artes y oficios, ya están vacías casi todas las viviendas de la plaza y el piso de tierra ahora es de cemento y han terminado de derribar la casa del rincón, que fue la primera donde no vivió nadie y estuvo años cayéndose, la que era de aquel hombre que mataron, dice mi madre, te acuerdas, donde vivió después aquel ciego que se volvía cada pocos pasos y levantaba el bastón y sacaba una pistola amenazando al aire. Pero en el interior de la casa que sigo llamando mía al cabo de tantos años sé que reina ahora la misma penumbra de cuando caminaba solo por las habitaciones en las tardes de invierno y buscaba fotografías y objetos misteriosos bajo la ropa blanca guardada en las cómodas y tras los cristales con visillos de las alacenas, cuando pasaba todo el día en la casa desierta con mi abuela Leonor porque mi abuelo y mis padres se habían marchado al amanecer a la aceituna y espiaba los sonidos de la calle esperando oír los cascos de los animales y las ruedas de los carros y los pasos de los aceituneros que volvían al filo de la noche trayendo consigo como un rumor de ejército fracasado, la puerta abriéndose al aire frío y al escándalo de las voces, los hombres descargando a los mulos sudorosos y el olor a estiércol, a tierra, a hierba, a tela de saco y a jugo de aceitunas machacadas, mi madre despeinada, envuelta en un chal negro con los filos manchados de barro, con las manos ásperas y los dedos desollados de recoger del suelo las aceitunas, mi abuelo entrando en la plaza de San Lorenzo con aire episcopal sobre un burro aplastado por su corpulencia, dando órdenes que estremecen la casa, muy alto, infatigable, iracundo, jovial, exigiendo la cena, volcando el agua helada de un cántaro sobre una palangana, lavándose la cara a manotazos en la cocina donde el puchero de la cena ya hierve junto al fuego. Yo me siento a su lado, le alcanzo un ascua con el pequeño badil de mover el brasero para que encienda un cigarrillo, miro sus manos abiertas y posadas como raíces en las rodilleras de pana de su pantalón, espero su voz, le pido que me cuente algo, que me hable de la mujer emparedada en la Casa de las Torres, que imite los aullidos de los lobos en la sierra de Mágina, cuando él la cruzaba de noche camino del heroísmo y de la guerra, y me sonríe y fuma despacio y empieza a contar procurando que lo oiga mi abuela Leonor, que lo interrumpe con ira y le dice que miente más que ve y duerme con los ojos abiertos, que sólo tiene en la cabeza pájaros y fantasías, que es mentira que él encontrara aquella momia en la Casa de las Torres, porque cuando apareció ella se acuerda de que todavía estaba preso, tanto presumir de buena memoria, le dice, y lo que te conviene se te olvida.
Pero yo he visto sus fotografías escondidas en los cajones y duplicadas ahora en el baúl que Nadia examina a mi lado pidiéndome que asigne nombres a las caras que vemos, que calcule fechas y vínculos y le cuente historias que pueblen únicamente para nosotros dos el espacio vacío de nuestro pasado común, inventado, imposible, y al encontrar la foto de mi abuelo Manuel firmada en el último año de la guerra por don Otto Zenner lo veo tal como mi imaginación me lo exaltaba cuando veía su retrato en los cajones prohibidos, como lo recuerda mi madre bajo la luz de su infancia, no una tiesa figura en blanco y negro sino un hombre más alto que ningún otro que ella conociera, rubio y grande con su uniforme azul y su gorra de plato, alzándola vertiginosamente en el aire para darle un beso antes de marcharse como todos los días a ese cuartel de donde una vez no volvió porque lo habían detenido. Yo lo he escuchado contar con una voz caudalosa y dramática el sacrificio de un batallón entero de guardias de asalto en la cuesta de las Perdices y he aprendido de él palabras que resplandecían en mi desconocimiento como hogueras o relámpagos en la oscuridad, guerra, batallón, acabamiento del mundo, ametralladora, ofensiva, escalinata, comunismo, carro de combate, yo he encontrado entre las ropas de su armario una guerrera azul con botones dorados y un correaje y una pistolera negra que olía intensamente a cuero y que me dio tanto miedo como si contuviera todavía un revólver, yo he abierto una caja de lata y he visto en su interior grandes fajos de billetes morados y he pensado con inquietud y orgullo que mi abuelo esconde un tesoro ganado hace mucho tiempo en una guerra, esa de la que se acuerdan siempre los mayores y que yo asocio oscuramente a las guerras de las películas y a las de los tebeos, y cuando mi abuelo nombra ante mí al general Miaja imagino una cara redonda con una blandura como de miga de pan y cuando se refiere a alguien llamado don Manuel Azaña me acuerdo de los tebeos de Hazañas Bélicas que alquila en la plaza del General Orduña un hombre con las piernas cortadas.
Cuelgo el teléfono y sé que cuando mi madre vuelva al comedor lo verá sentado en un sillón como un buda voluminoso y decrépito, como un mueble arcaico que nadie se atreve a desplazar, los ojos lacrimosos y azules absortos en el televisor o en la pared o en el puro vacío, los hombros montañosos caídos hacia adelante, como si gravitara sobre ellos una pesadumbre geológica, las manos en el regazo o en el filo curvo de la mesa, nudosas y torcidas como raíces de olivo, con manchas pardas en el dorso violáceo, inútiles para otra cosa que no sea levantar las faldillas sobre sus piernas reumáticas para guardar con avaricia el calor del brasero, que siempre le parece escaso, aunque mi madre acabe de remover con el badil las ascuas de orujo y arda al mismo tiempo el fuego en la chimenea, que le enciende el color en su cara congestionada e impasible pero no llega a vencer el frío alojado en las médulas de sus huesos y en las articulaciones de sus rodillas, endurecidas por la inmovilidad, tan frágiles que le parece que van a quebrarse y que no podrán sostenerlo cuando logra incorporarse después de varias tentativas gradualmente angustiosas en las que no permite la ayuda de nadie y avanza palmo a palmo apoyándose en el bastón, en la mesa, en los espaldares de las sillas, respirando como si tuviera en los bronquios telarañas o piedras, deslizando con prudencia lentísima las suelas de goma de sus zapatillas sobre las baldosas, asiéndose luego a la baranda que cruje cuando empieza la tarea agotadora y eterna de subir las escaleras, después de medianoche, cuando ya han terminado los programas de la televisión y mi madre la apaga y le dice que a qué espera para acostarse. Con esa voz ahora tan débil que yo no reconozco en el teléfono murmura buenas noches y mi madre, que se quedará a tejer punto, o a intentar la lectura difícilmente silabeada de un periódico, o a esperar que yo llame desde un país donde aún es de día, le contesta, si Dios quiere, y lo ve alejarse por el portal bajo el agobio de la anchura de baúl de sus hombros, le recuerda que dé la luz, no vaya a caerse, que tenga cuidado en la escalera, que no lo corre nadie, muy pronto ya no podrá subirla sin ayuda y habrá que ponerle una cama en la planta baja, porque ella es incapaz de sostener ese cuerpo tan desmadejado y tan grande que cada día pesa más. No se queda tranquila hasta que no escucha el conmutador de la luz en el piso de arriba y luego la puerta del dormitorio, los pasos que ahora suenan sobre su cabeza y el crujido del somier cuando el cuerpo se desploma en la cama, despertando acaso a mi abuela Leonor, que se acostó más temprano y reniega medio dormida contra él, porque por culpa suya, igual que todas las noches, seguramente va a desvelarse, no como él, que dice que no duerme, pero que en cuanto cae en la cama empieza a roncar como un cetáceo y ya no se despierta hasta muy avanzada la mañana, cuando el brasero de ascuas y la lumbre encendida por mi madre al amanecer hayan caldeado el comedor de donde ni él ni mi abuela se moverán en todo el día, sentados el uno junto al otro en el sofá de plástico marrón, severos e inmóviles como esos muertos de las fotos de principios de siglo, rígidos, agraviados, silenciosos, como si ya no vivieran en este mundo del que les da terror que se los lleve la muerte, atónitos, sumidos en una indiferencia vigilante y tal vez rencorosa, dejándose vencer cada pocos minutos por un sueño intranquilo del que despiertan con el sobresalto de haber podido morir mientras estaban dormidos. Durante el sueño la cabeza de mi abuelo Manuel va cayendo hacia atrás y se le descuelga la quijada inferior, y a través de los párpados entornados se le ve el blanco sin pupila de los ojos, que entonces parecen ojos de muerto o de ciego, y el aire silba entre sus dientes postizos, de los que tan orgulloso estaba hace veinte años, cuando acababan de ponérselos y adquirió una sonrisa feroz de tan desmesurada, como si por error hubieran injertado en su cara de siempre la boca de otro hombre mucho más joven o la carcajada de una máscara. Entonces se quitaba la dentadura para mostrar su maravilla a la admiración de los vecinos o para desconcertarnos a mis primos y a mí, nos sacaba la lengua por debajo del rosa crudo de las falsas encías, haciendo así que pareciera que tenía dos bocas superpuestas, una tensa y cerrada y amenazadora con su doble fila de dientes iguales, la otra blanda y de burla, con la punta de la lengua asomando entre el labio inferior y la ortopedia de la encía.
Pero ya apenas sonríe y casi no habla, tan aletargado en el silencio como en la pantanosa inmovilidad de su cuerpo cada día más pesado y más torpe, hinchado de tanto comer y de no moverse, un día le va a dar algo malo, le decía mi madre la última vez que fui a verlos, en un paréntesis apresurado entre dos viajes, no coma usted tanto pan, no moje esas sopas tan grandes en el aceite de las ensaladillas, pero él no hace caso, le dura todavía el miedo al hambre, como a todos ellos, finge que duerme cuando le regañan, y lo cierto es que muchas veces se queda dormido con el plato delante, la papada caída sobre el cernadero blanco que le atan al cuello para que no lo manche todo, pues le tiemblan mucho las manos y al llevarse la cuchara a la boca derrama la mitad. Él, que para mí fue el héroe de todas las aventuras, que se defendió a tiros cuando unos encapuchados quisieron robarle el sobre con mensajes secretos que le había confiado el comandante Galaz para que lo entregara personalmente y respondiendo con su vida al general Miaja, que aterrorizó con sus gritos y con el silbido de su cinturón la infancia de sus hijos, ahora deja resignadamente que mi madre lo afeite, que le ate al cuello el babero, que le ponga sobre los hombros una toquilla de punto para que la espalda no se le enfríe, pero lo que no permite es que le ayude nadie cuando entra en el cuarto de baño, y así lo deja todo, dice mi madre, le han comprado un recipiente con un tubo de plástico para que orine dentro pero se niega a usarlo o tal vez lo intenta y no puede, por culpa del temblor de las manos, de manera que cada vez que se levanta y cruza la habitación y abre la puerta del retrete pasan minutos larguísimos durante los cuales mi abuela y mi madre prestan una atención angustiada al menor ruido que escuchan, parece que tarda mucho, no se le oye, le habrá dado algo, un ataque, un desvanecimiento, y cuando no está en la casa mi padre se imaginan con terror qué ocurriría si resbalara en las baldosas del baño y se cayera, cómo podrían levantarlo, a quién le pedirían ayuda, si en la plaza de San Lorenzo están vacías la mitad de las casas y no vive nadie que sea joven y fuerte en las que permanecen habitadas. Quién queda todavía: la viuda de Bartolomé, que era en mi infancia una mujer opulenta y con la cara cremosa de pinturas y ahora está ciega y paralítica; Lagunillas, que tiene ochenta y cuatro años y una cara imberbe de niño disecado y vive en compañía de un perro y una cabra y para a los desconocidos por la calle preguntándoles si no conocerán por casualidad a una mujer hacendosa y honrada que esté buscando novio; un hombre triste y de ojos claros que se quedó viudo hace poco y no habla con nadie: ése es ahora el lugar que fue el centro de mi vida, el corazón del barrio de callejones empedrados y casas blancas de cal donde bullían voces de pregoneros y relinchos de caballos y donde las bandas populosas de niños emprendían tremendas guerrillas a pedradas o jugaban a procesiones y a películas y se subían a buscar nidos a las copas de los álamos y se colaban en las escalinatas y en los sótanos de la Casa de las Torres en busca de una momia fantástica y huían perseguidos por los alaridos de la guardesa y por los molinetes que hacía con su porra de vaquero, donde se oían al asomarse a los brocales de los pozos las conversaciones de los vecinos y llegaban en las noches quietas de agosto las voces y las tempestades del cine de verano y el clamor de los aplausos con que eran recibidos al final de las películas las cabalgatas victoriosas de los héroes. Junto a esas puertas clausuradas se reunían en los amaneceres de invierno las cuadrillas de aceituneros, y bajo ese suelo de cemento todavía están las raíces de los álamos cortados y la tierra dura y desnuda donde cavábamos los agujeros para jugar a las bolas y donde hincábamos la lima y trazábamos los cuadros numerados de la rayuela y del rongo, junto a esas esquinas desiertas donde ahora las luces son tan débiles como en el pasado se sentaban a tomar el fresco por las noches los grupos de vecinos y yo permanecía muy atento a sus palabras sin entenderlas casi nunca y miraba las paredes contra las que se aplastaban cabeza abajo salamanquesas inmóviles cuya saliva maléfica tenía la propiedad de dejar calvo a quien bebiera agua de un cántaro en el que ellas hubieran escupido.