Aunque no quiera estoy volviendo, aunque habite en idiomas extraños y me esconda en ellos como en una falsa identidad y camine por ciudades cuyos nombres ellos sólo han leído en las bandas iluminadas de aquella radio donde oíamos las novelas y las canciones de Antonio Molina y de Juanito Valderrama, aunque Nadia no esté tendida a mi lado en la oscuridad y me estreche por la espalda y me diga al oído cuéntame cómo eran, cómo vivían, cómo se imaginaban la forma del mundo, cómo pudieron entender y aceptar que tú te marcharas, de dónde pudieron obtener el coraje y la inocencia necesarios para sobrevivir sin rencor y no ser manchados por el sufrimiento. Entonces mi voz repite para ella lo que me contaron otras voces y me parece que le estoy hablando no de mi propia vida, sino de otro tiempo mucho más lejano del que no es posible que yo haya sido testigo, a no ser que ese pronombre esconda más de una identidad o se dilate más hondo y más lejos que mi conciencia y que mi torpe memoria igual que mi cuerpo algunas veces se pierde y se confunde en el suyo y ya no sé a quién de los dos pertenecen las manos o los labios o la respiración o la saliva. Quién recuerda y quién habla, quién veía al ciego Domingo González bajar por la calle del Pozo tanteando el empedrado y las rejas de las ventanas con la contera del bastón y llevando siempre escondida la mano derecha en el bolsillo del abrigo donde abultaba una pistola o un guijarro, quién escuchaba a medianoche, desvelado en su dormitorio, los pasos de ese hombre que pasaba junto a nuestra puerta rozando las paredes y se detenía ante la suya y sacaba una llave muy grande con la que tardaba unos minutos intolerables en abrir, murmurando mientras tanto en voz baja, volviéndose por miedo a que los pasos que resonaban en su oscuridad fueran los del hombre que lo había dejado ciego y ahora regresaba para matarlo, de quién es el recuerdo o el sueño de haberse extraviado una noche por plazas desconocidas entre hombres que sostenían antorchas y banderas y llevaban camisas blancas y pañuelos rojos al cuello, quién ve la cara de mi abuelo Manuel sucia de barba y amarilla de terror y de hambre y adherida a las rejas de una prisión, quién lo busca una madrugada de lluvia corriendo a lo largo de una fila de camiones que tienen los faros encendidos y los motores en marcha y bajo cuyas lonas chorreantes se agrupan sombras de prisioneros esposados. Una de las primeras noches de la guerra mi madre, que tenía seis años, se perdió en la calle y fue arrastrada por la multitud que corría hacia los descampados del cuartel y mi abuela Leonor pasó varias horas de angustia buscándola por toda la ciudad, chocando con hombres y mujeres que gritaban cosas que ella no atendía, escuchando disparos. Tres años más tarde fue a llevarle a mi abuelo una cesta de comida al convento donde lo tenían encerrado y vio faros de camiones que emprendían la marcha y le dijeron que en alguno de ellos iba su marido. Corrió de uno en uno buscándolo entre las caras que miraban la lluvia bajo las lonas, repitiendo su nombre con la voz rota y ahogada por el estrépito de los motores y los gritos de mando, pero los camiones fueron alejándose y cuando ya no tuvo fuerzas para seguir corriendo vio las luces rojas del último y se figuró que había visto a mi abuelo haciéndole señas con la mano, como si se despidiera o la llamara. Sólo entonces tuvo miedo de verdad, porque hasta esa madrugada nunca creyó que pudieran matarlo, si él no ha hecho nada, se decía, al ver llorar a las otras mujeres, si él nunca se ha metido con nadie, ni ha robado ni matado, lo soltarían cuando se dieran cuenta de su error, no era posible que a un hombre lo encarcelasen por nada, nada más que por cumplidor y un poco charlatán, eso sí, la lengua lo perdía, al contrario de ella, que siempre prefirió callar, como su padre, que en los últimos años de su vida eligió el silencio como si se retirara a una casa de paredes inviolables de aire en la que vivía solo con su perro, hablándole en voz baja, abrumado no por la vejez sino por la vergüenza inextinguible y secreta de no haber conocido a sus padres y de llamarse Expósito Expósito: también ella, a los ochenta y cinco años, más de un siglo después de que mi bisabuelo fuera abandonado en la inclusa, conserva intacto el dolor de la injuria, igual que se acuerda todos los días de un hijo que se le murió de unas fiebres a los seis meses de nacer y de la noche en que vinieron a decirle que no esperara levantada a su marido porque lo habían hecho preso.
Lo guarda todo dentro de sí misma vigilante y callada como si no hubiera ninguna herida que el tiempo pudiera mitigar. Maldice a los canallas de los seriales sudamericanos de la televisión con la misma furia con que maldecía hace treinta años a los malvados de voz oscura y metálica de las novelas de la radio y a los de aquellos folletines que mi abuelo nos leía en las noches de invierno. La veo sentada en el sofá, con su bata azul marino, con su toquilla azul sobre los hombros, casi ciega, con un ojo escarchado por una catarata, con el pelo blanco y la cabeza todavía erguida por el mismo orgullo ensimismado que tiene en las fotografías de su juventud, con los pómulos pronunciados y anchos que daban a sus facciones una belleza arcaica, extendiendo la mano para tocarme el pelo y la cara y reconocerme con una precisión que la mirada ya no le permite, diciéndome, te acuerdas cuando eras chico y me pedías que te leyera por las noches, preguntándome dónde vivo y con quién, por qué no vienes casi nunca, cómo es posible que te quepan en la memoria tantas palabras y que puedas entender lo que dicen esos extranjeros en la televisión. A quién ve ella ahora mientras roza el mentón áspero de un hombre y no puede reconocer con la memoria de sus manos una cara infantil, de quién se acuerda cuando pregunta por mí y no le dicen que tal vez a esas horas estoy viajando en un avión para que el miedo no le impida dormir, a quién atribuye la voz que escucha de tarde en tarde en el teléfono, que sostiene rígidamente junto a su cara sin aceptar del todo el hecho inexplicable de que le permita hablar con alguien que está ahora mismo al otro lado del océano. La recuerdo parada en el escalón, junto a la puerta entornada, asomándose a la calle que ya no pisa casi nunca, las manos juntas en el regazo, apoyada en mi madre, mirándome mientras subo a un taxi y diciéndome adiós mientras piensa que ésta puede ser la última vez que me ve. Porque es el miedo lo que más firmemente sigue aliándome a ellos: en cualquier parte, cada vez que me sobresalta el timbre de un teléfono en mitad de la noche me despierto temiendo oír una voz que me diga que uno de ellos acaba de morir.
Vería la cara formándose delante de sus ojos, primero tenues líneas grises y luego manchas todavía indecisas bajo las ondulaciones del líquido del revelado, en la penumbra rojiza del laboratorio, encerrado tras una espesa cortina negra y una puerta que su ayudante sordomudo tenía prohibido abrir, en la cámara oscura, le decía don Otto Zenner, su maestro, que era algo espiritista, en el lugar de los misterios, donde la ciencia de la luz obraba su milagro y de la nada y del agua y de las sales de plata surgían las caras y las miradas de los hombres, perfilándose en el blanco de la cartulina y en la transparencia del líquido como si los dibujara una mano invisible o los convocara una silenciosa llamada inapelable: vio surgir la figura cada segundo más precisa de la muchacha emparedada y se acordó de un grabado o de la fotografía de un cuadro que había visto en el archivo de don Otto, una mujer dormida o ahogada y casi flotando en el agua inmóvil de un lago, tan pálida como ésta y peinada igual y con un vestido semejante, Ofelia, se llamaba, era lo único que había entendido de la leyenda escrita al pie, que estaba en alemán, pero aquélla tenía los ojos cerrados y ésta miraba fijamente, lo miraba desde el fondo del lavabo que usaba para revelar como si respirara bajo el agua y en el interior de la muerte, como había mirado durante setenta años y sigue haciéndolo al cabo de otro medio siglo en la fotografía que le hizo Ramiro Retratista, la única ampliada y enmarcada de todo su archivo, perdida entre la muchedumbre de las otras, sepultada en ellas y bajo la tapa del baúl donde permaneció en su nuevo tránsito por la oscuridad, como una estatua rescatada de un monumento funerario que yace luego durante décadas en los almacenes de un museo.
Fue al revelar los negativos obtenidos en la Casa de las Torres cuando Ramiro Retratista comprendió la abrumadora magnitud de la belleza de la mujer incorrupta, y como no encontraba términos de comparación en la realidad ni estaba familiarizado con la pintura se acordó de las mujeres retratadas por el insigne Nadar, en cuyo ejemplo lo había educado don Otto Zenner: esa delicada firmeza de la mirada y de los rasgos, esa inmutable elegancia que desdeñaba el tiempo y se establecía en él con una majestad irónica y severa. Le pareció que pertenecía como ellas a un mundo y a un tiempo que no eran ni habían sido nunca el mundo y el tiempo de los vivos, aunque tampoco de los muertos, porque los muertos no existen ni tienen cara ni mirada, o al menos eso decían los detractores del espiritismo, ciencia o superstición a la que Ramiro Retratista había sido adepto durante algunos años y que abandonó en parte porque se supo víctima más bien idiota de impostores que la tergiversaban y en parte por miedo a no poder dormir y a volverse loco, especialmente desde que encontró entre los papeles de don Otto Zenner un álbum donde venían supuestos retratos de fantasmas tomados a principios de siglo por un fotógrafo espiritista de Maguncia. Lo que más miedo le daba al mirar aquellas fotos de muertos era lo exactamente que se parecían a las de los vivos, y eso agravó en él una tendencia gradual a confundirlos entre sí. Veía a alguien posando en su estudio y antes de esconder la cabeza bajo la cortinilla ya se imaginaba la cara que tendría en la foto cuando estuviera muerto, y sólo se olvidaba de ese vaticinio lúgubre cuando miraba a través de la lente la figura invertida: entonces el caballero solemne o la dama vanidosa o el jerarca mutilado con boina roja y condecoraciones se convertían en equilibristas absurdos que intentaran mantener cabeza abajo toda su irrisoria dignidad. De tanto ver a la gente del revés tras el objetivo de su cámara acabó perdiendo el respeto por toda autoridad y adquirió una secreta irreverencia, y cuando iba por la calle y se cruzaba con un militar de alta graduación, con un capellán belicoso o una señora de mantilla y abrigo con cuello de astracán, al mismo tiempo que los saludaba con una mansa inclinación de cabeza se los imaginaba automáticamente caminando del revés y contenía con dificultad un ataque de risa. Con los años fue empezando a sentir hacia el género humano un desapego de médico acostumbrado a ver en la pantalla de los rayos X la fosforescencia del esqueleto, y cuando examinaba una foto recién hecha pensaba que a la larga sería, como todas, el retrato de un muerto, de modo que lo intranquilizaba siempre la molesta sospecha de no ser un fotógrafo, sino una especie de enterrador prematuro: eso le pasaba por haber vivido tan solo, le dijo con melancolía al comandante Galaz, por haberse dedicado más a mirar que a vivir y no haber tenido otra compañía que la de aquel sordomudo que era en gran parte un resucitado, pues lo habían dado por muerto cuando lo sacaron de entre los escombros de la casa recién bombardeada donde sucumbieron sus padres y abrió los ojos en el ataúd unos minutos antes de que lo cerraran, y desde entonces no volvió a decir una palabra ni dio muestras de escuchar nada, y vivió en el silencio como en una botella de formol, con un aire eterno de zangolotino cada vez más embobado, servicial, inquietante, apacible, mirando a Ramiro Retratista con ojos de búho, deambulando por el estudio y por el sótano donde estaban el laboratorio y el archivo con una expresión continua de asombro y pavor, como si viera en el aire las caras de los muertos de las fotografías.