No es que no se acuerde, es que no sabe o no quiere regir la disposición de su memoria: ve imágenes detalladas y absurdas como fragmentos de sueños, está mirando a mi madre que limpia el hule ante él con un paño mojado y de pronto quien se inclina sobre una mesa desnuda es otra mujer, mi abuela Leonor cuando era muy joven y acababan de casarse y lo enloquecía de deseo el resplandor blanco de su piel y la caliente suavidad de sus muslos. Sonríe entonces muy tenuemente, con los ojos entornados y húmedos y un gesto amargo de agravio en la boca cerrada, como si vislumbrara durante unos segundos los paraísos de su vida y se diera cuenta de lo lejos que están, el amor de las mujeres, la soberbia y el coraje de su juventud, la música de los desfiles cuando marcaba el paso por una calle soleada y alzaba los ojos hacia los balcones donde aplaudían muchachas acodadas sobre banderas tricolores. Cuarenta y nueve años después de emprender el regreso hacia Mágina desde los corralones del campo de concentración sueña o recuerda que camina de noche y está tan cansado que a veces se duerme sin que sus pasos se detengan, tan vívidamente se sueña a sí mismo caminando que a pesar de la fatiga y del hambre siente de nuevo el vigor de sus piernas subiendo desde los talones como un flujo de savia, el gozo del aire limpio en los pulmones, el olor a hinojo y a tomillo y a noche húmeda de octubre. «Veinticuatro horas estuve andando sin parar», me decía: ha decidido que no se detendrá hasta que llegue a Mágina, y para avivar el paso imagina que desfila, como en las paradas del catorce de abril, la cabeza alta, el codo en ángulo recto junto al costado izquierdo para sostener la culata del máuser, me explicaba, usando una azada como fusil, la mano derecha llegando con energía hasta la altura del hombro, la respiración acompasada, aspirando el aire por la nariz para matar los microbios y expulsándolo siempre por la boca: con su uniforme puesto era más gallardo que nadie, pero lo de marcar el paso nunca se le dio bien, se distraía mirando a las mujeres con vestidos claros y escarapelas tricolores que aplaudían el desfile, sobre todo a los gastadores, los más altos, los primeros de todos.
Sonríe y tal vez no sabe por qué, abre los ojos del todo y no recuerda el sueño del que ha despertado, mira a su alrededor y tampoco reconoce la habitación donde está, se palpa las piernas bajo las faldillas y las nota rígidas de frío, así que no puede ser él ese hombre que camina infatigablemente de noche y marca el paso con un hatillo al hombro en lugar de un fusil, pisando la grava de la carretera con unas alpargatas que no se quitará hasta que las suelas se le hayan gastado, pues quiere reservar para las veredas de la Sierra las botas que le ha cambiado un preso por su ración de tabaco. Se muere de sueño, de cansancio y de hambre y no quiere detenerse ni comer todavía la poca longaniza que le queda ni el chusco negro que apenas ha mordido dos o tres veces desde que echó a andar, cualquiera sabe lo que tardará todavía en llegar a Mágina, cuándo verá a lo lejos el perfil de sus torres sobre la colina y la muralla, el Guadalquivir, la llanura, los olivares, el verde reluciente y húmedo de los granados en las huertas. Se quedaba dormido caminando y lo despertaba de pronto el golpe de su cara contra la tierra, se incorpora y no sabe dónde ésta, en un sueño dentro de otro sueño, en la carretera sin luces que lo llevará más tarde o más temprano a Mágina, en una habitación grande y caldeada donde suena la música de un programa de televisión y una voz que tarda en identificar lo reprende, pero Manuel, será posible, otra vez te has dormido.
Pero no duerme, no quiere dormir, sólo camina y marca el paso y sigue buscando en la negrura del cielo los primeros indicios del amanecer, le parece mentira haber sido tan joven, un día y una noche caminando como si lo empujara la corriente de un río, sin comer apenas, hablando para no dormirse, cantando flamenco por lo bajo con aquella voz que se parecía a la de Pepe Marchena: lo llevaba dentro, en cuanto bebía dos copas de aguardiente y escuchaba palmas animándolo se arrancaba por derecho, entonando bajo, o rompiendo en un grito como Miguel de Molina, y con el cante y el alcohol se le olvidaba todo y volvía a casa borracho y sin un céntimo, pero no iba a ser todo doblarse sobre la tierra desde que Dios amanecía y encerrarse a la caída de la noche como los animales en la cuadra. Eso mi abuela Leonor no quería entenderlo, por muy tarde que llegara lo esperaba despierta y le llamaba golfo, sinvergüenza, borracho, como si él anduviera siempre por ahí y no se matara trabajando por el pan de sus hijos. De haber podido elegir su destino le habría gustado ser cantaor, aunque lo de guardia tampoco estaba mal, colocación para toda la vida y paga del gobierno, cartilla del economato, tarjeta gratis para los tranvías, y luego lo que más le gustaba, el respeto del uniforme, el halago de que las mujeres se lo quedaran mirando por la calle, tan alto como un artista de cine, lo recuerda mi madre, con el mentón ceñido por el barbuquejo y aquella voz de autoridad que ponía, vamos, circulen, abran paso, respeten el orden de la cola o me veré obligado al uso de la fuerza, quién iba a decirle a él que de mozo de mulas llegaría a gastador de la Guardia de Asalto.
Y de repente la catástrofe, como si un rayo lo hubiera partido cuando más a gusto se encontraba en la vida, a pesar de la escasez de los últimos meses de la guerra y de los rumores sobre el desmoronamiento de los frentes. A él eso ni le iba ni le venía, pensaba con su imperturbable suficiencia de siempre: ¿había hecho él algo malo? ¿Se había manchado las manos de sangre? «El que algo teme algo debe, Leonor», le dijo a mi abuela el último domingo de su libertad, «y como yo no he hecho nada de lo que deba avergonzarme no me pienso esconder». Todo en vano, todo perdido para siempre desde aquella mañana en que se lo llevaron esposado como a un criminal, con sus botas limpias, sus guantes blancos y su uniforme de gala, a él, que nunca se metió en nada, que hasta estuvo a punto de que lo fusilaran aquella vez que los milicianos ocuparon el cortijo donde había trabajado hasta el principio de la guerra y la señora, que lo quería mucho, lo llamó a su palacio de Mágina y se le hincó de rodillas y le dijo, llorando con tales veras que en nada estuvo que le contagiara las lágrimas: «Manuel, por lo que más quieras, tú no eres como esos ingratos, ve al cortijo y habla con ellos a ver si puedes salvar algo, que yo te sabré corresponder.» Pero cuando llegó aquellos vándalos ya habían incendiado la casa y no pudo rescatar del incendio más que unos pocos libros y unas cucharillas de plata, así como un busto bendecido de Nuestra Señora del Gavellar, patrona de Mágina, que se llevó oculto bajo la chaqueta, y no faltó mucho para que le dieran un tiro o lo arrojaran a la lumbre, no por lacayo del capital y traidor a su clase, como los milicianos le decían, sino por idiota, dijo mi abuela Leonor al verlo con la ropa chamuscada y la cara negra de tizne, como recién salido de las calderas de Pedro Botero, quién te manda, le gritaba, qué se te había perdido a ti en el cortijo, haberle dicho a la señora que bajara ella misma a defender lo suyo, si tanto aprecio le tenía.
Engolaba la voz y adquiría un pesado aire de afrenta, una sonrisa amarga de desengaño o de desdén que tal vez había aprendido de los galanes del teatro: él, aunque pobre, no tenía más carrera ni patrimonio que su honra, y no podía negarse a la súplica de una mujer. Si él estaba de parte de algo era del orden, y le gustaron siempre los desfiles y las ceremonias y se emocionaba leyendo en El Debate los discursos de Gil Robles, aunque también los de Julián Besteiro y los de Azaña. El 15 de abril del treinta y uno se le saltaron las lágrimas leyendo en ABC la carta de Alfonso XIII a los españoles, pero lloró igual cuando en el balcón del ayuntamiento vio izarse la bandera tricolor, y hubiera llorado de entusiasmo si hubiera visto entrar en Mágina a los moros y a los requetés. No lo podía remediar, todos los himnos le erizaban el vello, escuchaba un discurso o miraba una bandera o leía un artículo y se le llenaban los ojos de lágrimas, y acababa aplaudiendo con la misma entrega en un mitin anarcosindicalista que en el sermón de un capellán ultramontano. No había fervor que no se le contagiara ni arenga que no le pareciera admirable, y cuando presenciaba una diatriba política en la barbería adoptaba sucesivamente y con igual virulencia el punto de vista de cada uno de los oradores, y si le pedían que leyera en voz alta se mostraba de acuerdo con los artículos de fondo de todos los periódicos. Declamadas o escritas, las palabras ejercían sobre él un efecto euforizante parecido al del vino, así que regresaba tan mareado de la barbería como de la taberna y terminaba la lectura de dos periódicos hostiles entre sí sumido en una confusión semejante a la de una resaca de licores mezclados.
La universalidad de su entusiasmo pobló mi infancia de desconocidos admirables: don Santiago Ramón y Cajal, don Miguel de Unamuno, don Alejandro Lerroux, don Juan de la Cierva, Largo Caballero, el Lenin español, don Niceto Alcalá Zamora, don Miguel Primo de Rivera, Millán Astray, el general Miaja, el comandante Galaz, Azaña, los héroes del Plus Ultra, Madame Curie, a quien le atribuía el invento benéfico de los aparatos de radio, Roosevelt, Stalin, el doctor Fleming, Mussolini, Adolfo Hitler, y hasta el emperador de Abisinia, cuyo exilio le costó a mi abuelo Manuel lágrimas tan sinceras como el heroísmo de los italianos que lo derrocaron, y a quien llamaba Jaime Selassie, o el Negrus, imaginando que el color de su piel era el motivo del apodo que le daban en las crónicas internacionales. Las palabras esdrújulas y los latiguillos verbales relucían como joyas en su imaginación, y llamaba a la Guardia Civil «La Benemérita», aunque algunas veces se le enredaban las sílabas, y «La ciudad condal» a Barcelona, y sabía que las turbas de las que hablaban los periódicos de derechas eran multitudes amotinadas y que la Sociedad de Naciones estaba en Ginebra, si bien nunca logró entender un mapa. Se le confundían las líneas de las fronteras y los ríos tan insolublemente como las cantidades de una suma, y cuando yo quise explicarle en el mapa de mi enciclopedia escolar dónde estaba Mágina se negó a creerme: no podía ser tan pequeña y estar tan perdida y tan lejos del mar, si él lo había visto una mañana desde la cumbre del monte Aznaitín, desde lo más alto de la Sierra, tan cansado de andar que ya creía que iba a morirse, unos minutos antes de volver sus ojos hacia el norte y ver como un espejismo el valle del Guadalquivir cubierto por un océano inmóvil de niebla violeta sobre la que se levantaba como una isla muy distante la colina de Mágina.