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«Se oyeron cosas hace muchos años», dijo don Mercurio. Había escuchado a Ramiro Retratista con el desinterés de un muerto por los asuntos y las confidencias de los vivos. «Pero no puedo asegurarle que aquellas murmuraciones se refirieran a la misma mujer, ni que tuvieran fundamento. Por entonces la gente era muy aficionada al teatro de verso y a las novelas de don Manuel Fernández y González. He oído que en estos tiempos luctuosos el cinematógrafo sonoro y los seriales radiofónicos causan estragos semejantes. Y ahora que lo pienso, ¿no será usted una de sus víctimas, mi joven amigo?» Las pupilas de don Mercurio se volvieron más dilatadas y brillantes entre los rugosos párpados sin pestañas, adquiriendo aquella intensidad fanática que les hacía parecerse tanto a las de un gallo de corral. Se inclinó sobre la mesa, indicándole con un gesto de hipnotizador a Ramiro que se acercara un poco más a él, le apresó la muñeca derecha con dos dedos tan precisos y helados como pinzas de acero, hundiéndole su pequeño pulgar en el punto exacto donde se notaba con más viveza el latido de la sangre, tomó de entre las páginas del gran libro de tapas negras en el que había estado leyendo su lupa con empuñadura de plata y sus ojos, mientras examinaba la cara de Ramiro, adquirieron un tamaño desaforado y una expresión monstruosa, como la de los ojos de esos pulpos que el fotógrafo había visto alguna vez en las pescaderías del mercado. Él, que a tantos muertos había retratado en el depósito, tenía la sensación de estar asistiendo a su propia autopsia, pasivo y vulnerable como un cadáver ante el examen indiferente del médico. «No se moleste, don Mercurio, si yo me encuentro como nunca», dijo, con la mano todavía aprisionada sobre la mesa, queriendo sonreír. Cuando don Mercurio lo soltó tenía una mancha morada en la muñeca y el corazón le latía mucho más de prisa. Esperó sus palabras tan ávidamente como habría aguardado la sentencia de un juez, o más bien la predicción de un adivino.

«Me lo temía, lo supe en cuanto lo vi. Pulso arrítmico, palidez excesiva e insana, iris dilatados, lacrimales enrojecidos. Falta de luz solar y de ejercicio físico y tendencia exacerbada a los desahogos del espíritu. Inhalación habitual de vapores tóxicos y alimentación desordenada, con dosis insalubres de alcoholes destilados. Sueño intranquilo y tardío, ausencia absoluta de expansiones carnales, a no ser algún esporádico recurso a las artes de Onán, no tan perniciosas como asegura la moral eclesiástica, pero sí insuficientes para el equilibrio de un organismo adulto. Semen retentum venenum est, amigo mío. El celibato, se lo digo por experiencia, aunque en mi caso, como usted comprenderá, sea una experiencia arqueológica, requiere para no ser nocivo el contrapeso de un moderado libertinaje. Pero me va pareciendo que usted es más casto que el casto José.» «No crea, don Mercurio, que aquí donde me ve yo también tengo corrido lo mío», dijo Ramiro Retratista, pero a él mismo le pareció inverosímil su embuste, no sólo porque no sabía mentir, sino porque aun en el caso de que supiera hacerlo estaba seguro de que el médico era capaz de adivinarle el pensamiento como un temible quiromante que viera en las líneas de sus manos y en la mirada triste y cobarde de sus ojos todo su pasado y también todo su porvenir, su censurable afición a las postales sicalípticas de don Otto Zenner, el miedo y la desdicha que le deparaba siempre la proximidad de las mujeres, su amor insensato por la fotografía de una momia. «Pero siga contándome, don Mercurio», dijo, temiendo que el médico hubiera empezado a perder la memoria, «me decía usted no sé qué de una leyenda».

Le pareció que el médico tardaba en recordar, o que lo fingía, por desgana. Concluido el examen de la salud de Ramiro Retratista, don Mercurio volvió a encogerse al otro lado de la mesa, jorobado, diminuto, decrépito, con su batín de tela de cortina y aquel bonete como de caricatura de usurero, con los ojos fijos y brillantes bajo la línea hirsuta de las cejas, hundidos en la doble sombra de los cuévanos que ya muestran la forma indudable de la calavera: así lo fotografió Ramiro Retratista unos días o unas semanas después, convencido de que entre todas las caras de Mágina la suya era la única que merecía la inmortalidad de un retrato. Está sonriendo, con su cara de pájaro disecado echada hacia adelante y las dos manos unidas sobre un gran libro con las tapas de cuero negro, tal vez el mismo que Nadia y Manuel han encontrado en el baúl de Ramiro Retratista, pero tiene la boca un poco torcida como por una apoplejía, y en su mirada hay una fijeza de pavor. «Leyendas», dijo con desprecio, escupiendo la palabra con su pequeña lengua rosada, «novelas por entregas»: un conde viejo y misántropo que vivía en la Casa de las Torres tan aislado como en un castillo medieval, casado con una mujer mucho más joven que él, asistido perpetuamente en sus devociones por un capellán que casi era también su ayuda de cámara, tal vez un pariente suyo de una rama empobrecida a quien él le costeó los estudios eclesiásticos. «De modo que ya tiene usted el decorado y el reparto», dijo don Mercurio con sorna cavernosa, «salones de bóvedas, candelabros encendidos, portalones que crujen, el aristócrata feudal, la dama hermosa y encerrada, el capellán apuesto. Barítono, soprano y tenor, coro de criados viejos y fieles y de vecinas chismosas. La dama muy pálida asomándose como una aparición a la ventana más alta de la torre, el capellán tomando a solas con ella el chocolate cuando el marido tirano se encuentra inspeccionando sus posesiones rurales, baldías, por supuesto, hipotecadas hasta la veleta del último palomar. De pronto el capellán desaparece y no vuelve a saberse nada de él, dicen que era un sinvergüenza y que ha muerto en una riña de tahúres o que ha tenido que ocupar a la fuerza una parroquia en el arzobispado de Filipinas. Al poco tiempo, el viejo aristócrata y su esposa también salen para un viaje muy largo. Dicen que ella ha enfermado de tisis aguda y que el esposo ha malvendido su palacio y sus últimas fincas para pagarle la estancia en un sanatorio de los Alpes. Pero también dicen que no es seguro que fuese ella quien subió al coche de caballos con su marido, porque llevaba cubierta la cara con un velo negro, y hubo a quien le pareció menos alta, o más gorda de lo que recordaban, aunque casi nunca la habían visto. Y aquí termina la historia, amigo mío. No hay último acto, o se ha extraviado el último pliego del folletín. ¿Mató el conde Dávalos a su esposa joven y adúltera y al capellán que había hecho doblemente escarnio de sus votos y de la lealtad debida a su señor? ¿La emparedó en el sótano de la Casa de las Torres y compró el silencio de la criada que se puso su vestido y su capa de viaje y se cubrió la cara con un velo para hacerse pasar por ella? Amigo mío, novelas por entregas, barbas de estopa, mazmorras de cartón». La risa amarga de don Mercurio sonó como una tos muy seca: hundió la barbilla en el pecho, alzó luego los ojos despacio, mirando oblicua y fijamente a Ramiro Retratista, que había empezado a notar en él un olor a polvo tan rancio como el de la momia. Don Mercurio abrió el libro al azar y usó la lupa para leer en voz alta, siguiendo las líneas con un curvado dedo índice: «Como el que toma la sombra y persigue al viento es aquel que mira en sueños. La visión de los sueños es una cosa que se parece a otra, y como una semejanza de rostro delante de otro rostro. Del inmundo, ¿qué cosa saldrá limpia? Y del falso, ¿qué cosa verdadera?» «Pero no es un sueño, don Mercurio, esa mujer estaba allí, usted y yo la hemos visto, y ahora la han robado.» El médico no le respondió. Se lo quedó mirando, las dos manos unidas sobre las anchas hojas del libro, le sonrió con un aire fatigado de piedad o de burla, volvió a ponerse la lupa ante el ojo derecho y fue bajando el dedo índice a lo largo de la misma página donde había leído hasta encontrar lo que buscaba: «Yo muchas cosas he visto en mi peregrinación, y más cosas entiendo de las que puedo decir.»

Cuando llegaba el buen tiempo , en las tardes de abril, cuando flotaba el polen en el aire dorado y quieto de la plaza y los hombres traían del campo ramas recién florecidas de olivos cuyos brotes amarillos, de un amarillo más intenso y limpio que el de los jaramagos, eran examinados como el primer augurio de la cosecha futura, mi bisabuelo Pedro se sentaba a tomar el sol en el escalón, con su perro echado entre las piernas, y los dos presenciaban en un silencio impasible los juegos de los niños y el paso de los hombres y de los animales, el desfile diario de la gente nómada y desconocida que no pertenecía a nuestras calles ni tampoco a Mágina y declamaba sus pregones con acentos extraños, los afiladores gallegos que hacían sonar sus flautas mientras llevaban del manillar una bicicleta que plantaban luego en el suelo en posición invertida para girar la piedra de asperón con el impulso de la rueda, los traperos que pedían a gritos alpargates viejos y pieles de conejo, los hojalateros cetrinos que parecían recién chamuscados en un horno, en las calderas de Pedro Botero, los temibles carboneros de cara negra y brillantes ojos de africanos, los manchegos con blusas negras y romanas al hombro que llevaban quesos en sus blancos sacos de lona, y que llamaban siempre a casa de Bartolomé, porque era el único en toda la plaza que tenía dinero para comprarles sus quesos grandes y rudos como panes, los mendigos solitarios y huraños, los mendigos rezadores, los matrimonios viejos de mendigos que hacían sonar una escudilla de lata cantando al unísono las letanías de la Virgen del Pilar y la canción de Rocío, ay mi Rocío, manojito de claveles, los ciegos que recitaban romances de milagros y crímenes guiados por sus lazarillos, niños de cabeza pelada bajo la boina y chaquetas de adulto con los bolsillos desfondados y un brazal de luto en la manga, los vendedores de tiestos y cántaros con sus burros enjaezados de amarillo y de rojo, los arrieros blasfemos, los gitanos colchoneros y paragüeros, los que cambiaban garbanzos crudos por garbanzos tostados, los cabreros y vaqueros que bajaban con sus manadas al pilar de la muralla dejando a su paso un hedor de estiércol y una polvorienta sequedad de barbecho, los campesinos tan pobres que ni siquiera tenían una bestia y subían del campo doblados bajo una carga de leña o un saco de aceituna rebuscada en los olivares de otros, de hortaliza o de hierba.

Pero no es mi madre ahora, soy yo quien recuerda, quien enumera para Nadia y para mí mismo las figuras de ese tiempo sin fechas que su imaginación tiende a situar en otro siglo, no en la memoria y en la vida de alguien que tiene aproximadamente su misma edad y que se abraza estrechamente a ella para hablarle al oído en la fatigada oscuridad de una noche de amor mientras muy lejos, al otro lado del océano, en la cima de una larga colina que parece mucho más alta si se la mira desde la orilla del Guadalquivir, el sol lleva varias horas brillando sobre los tejados pardos y las torres color arena de Mágina, sobre las fachadas y las tapias blancas del barrio de San Lorenzo y la maleza y el musgo que coronan las bardas y los cobertizos de los corrales abandonados, como una escenografía intacta de la que desertaron hace tiempo los actores y el público dejando sin embargo en el aire el estremecimiento de sus voces, igual que cuando acaba de hacerse de noche y todavía queda en el silencio un rescoldo de los sonidos del día: la flauta monótona del afilador, las esquilas de las ovejas, el pregón agudo del hojalatero, los golpes en los llamadores de las casas, las voces de los niños que aún siguen jugando a la luz de las bombillas a pesar de que hace rato que sus madres los llamaron para que volvieran. Un viejo aparecía todas las tardes a la misma hora doblando la esquina de la Casa de las Torres y avanzaba encorvado hacia la calle del Pozo, porque vivía un poco más arriba, en la de los Hortelanos, y al llegar frente a mi bisabuelo soltaba el saco para tomar un respiro, se limpiaba el sudor y le decía: «Pedro, ya no quedamos más que tres y don Mercurio», y luego se echaba otra vez su carga a la espalda y seguía caminando a pasos breves y lentos, parecía que en cualquier momento iba a caer desfallecido bajo el peso liviano de su saco de hierba, porque era el hombre más viejo que mi madre había visto nunca, con las rodillas curvadas y temblorosas, con las manos moradas, con los ojos húmedos y los párpados tan caídos que mostraban el rojo crudo de los lacrimales, con una expresión de animal abandonado en las pupilas. Le preguntaba a su abuelo por qué aquel hombre le decía todas las tardes lo mismo, pero él no le contestaba, le sonreía y le acariciaba las mejillas y continuaba absorto en algo que ella no podía descubrir, en la contemplación de los tejados de la plaza o de las copas de los árboles o de las caras de los desconocidos que pasaban, siempre callado, pero no hostil hacia ella, mirándola rociar de agua el empedrado frente a la puerta de la casa y barrerlo luego con la misma desenvoltura de mujer adulta con que llevaba en brazos a sus hermanos menores o se arrodillaba con un trapo empapado en la mano para fregar las losas del portaclass="underline" la miraba, se acuerda ella, con dolor y ternura, la vio crecer mientras él permanecía sentado inmutablemente junto al fuego o en su silla baja del corral o en el escalón de la puerta, y ella nunca pensaba que pudiera morir alguna vez, que se volviera con los años tan frágil y patético como aquel hombre que pasaba todas las tardes junto a su casa con un saco de hierba a la espalda y se detenía jadeando para decirle, unos meses después: «Pedro, ya no quedamos más que dos y don Mercurio.» Le preguntó a su madre, pero Leonor Expósito se encogió de hombros y le dijo que ella tampoco comprendía esas palabras, eran cosas de viejos: no le gustaba hablar de la juventud de su padre, tal vez porque sabía muy poco de ella, pero sobre todo por la vergüenza de acordarse de que no tenía apellidos legítimos, recién nacido lo abandonaron en la inclusa, y le pusieron Pedro por el día en que fue recogido por las monjas y Expósito Expósito como una doble injuria de la que era inocente pero que iría con él, adherida a su nombre, hasta que se muriera, y que ella, mi abuela, transmitiría a sus hijos en el segundo apellido, una mancha que no puede borrarse, le decía teatralmente mi abuelo Manuel cuando quería herirla, cuando llegaba bebido de la taberna y la golpeaba y buscaba a sus hijos por las habitaciones azotando las paredes y los muebles con la hebilla de su cinturón, grande y brutal, desconocido, tan amenazador como los gigantes de los cuentos, sentía mi madre, oyendo sus pasos que hacían temblar las escaleras y las baldosas de los dormitorios mientras se quedaba escondida y sin respiración bajo una cama o bajo las faldillas de una mesa, tapándose los oídos con las manos y apretando los dientes para no escuchar los gritos, los correazos y el llanto, o junto a su abuelo Pedro, cobijada entre sus piernas igual que su perro sin nombre.