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Pero él no venía, notaba relámpagos agudos de dolor en las ingles y una quietud no habitual en el vientre, si el niño ya no se le movía era porque estaba encajado, le había dicho su madre, oyó el toque de fajina en el cuartel y luego la sirena de las dos y media en la fundición y seguía sin verlo aparecer en las esquinas despobladas de la calle, se le habría hecho tarde en el mercado, y tal vez se había ido directamente a la huerta de su padre, sin pararse a comer, algunas veces parecía no necesitar ni la comida ni el sueño, como si fueran debilidades que a un hombre no le valía la pena permitirse. Pero adónde podía ir si el viento y la lluvia batían en aquella tarde prematuramente oscurecida las calles de Mágina con una furia que le hacía acordarse de las tormentas que provocaban naufragios en el cine, si las ramas más altas de los árboles se volcaban sobre los tejados y los cristales de la ventana temblaban como si fueran a romperse en astillas. Oía silbar el viento en el interior de la casa, en las junturas de las puertas, en los huecos de las chimeneas, y le parecía que el techo temblaba sobre su cabeza y que empezaban a moverse las baldosas que pisaba y también los muebles de la habitación, se movían girando, muy lentamente al principio, luego con el vértigo del ojo de un huracán, desvaneciéndose en manchas y en rápidas sensaciones de color, como las columnas de polvo que ascienden durante una tormenta de verano, estaba de pie, junto a la ventana, con la cara apoyada en el cristal, vigilando la calle donde él no aparecía, y tuvo que aferrarse con las dos manos al filo de la mesa y que buscar casi a tientas una silla sobre la que se derrumbó muy despacio su cuerpo cada vez más pesado. No podía desmayarse ahora, si caía al suelo aplastaría al niño, si perdía el conocimiento estaría en una cama de hospital cuando se despertara y le dirían que su hijo había nacido muerto, por culpa suya, por la debilidad de sus miembros y su falta de coraje, extendió las manos hasta tocar la moldura de los pies de la cama y logró incorporarse y llegar hasta ella, atravesada ahora de parte a parte por un dolor que le cortaba el aliento, incapaz de gritar, mordiéndose los labios que mojaban sus lágrimas y una saliva como de llanto infantil, se echó de lado en la cama y el dolor cesó durante unos segundos, logró tenderse boca arriba, hincando los codos y los talones en la colcha, se quedó inmóvil frente al techo tan bajo donde rugía ásperamente el viento, esperando que volviera el dolor, las dos manos en el vientre, como si quisiera contener el derrame de sus intestinos y la hemorragia caudalosa de su sangre. Notaba punzadas, mordiscos entre las ingles, relámpagos, cuchilladas lentas de dolor, imaginaba que el niño estaba abriéndose paso entre sus vísceras con arañazos de gato, que se ahogaba y se desesperaba y se detenía jadeando, igual que ella, anegado en sudor, impulsado de nuevo por una rabia más tenaz que la del viento, veía ante sus ojos el vientre como una montaña bajo cuyo peso iba a sucumbir y mordía gimiendo la colcha y hundía la cara en la almohada húmeda de sudor, de saliva y de lágrimas, de la sangre de sus labios heridos. El viento creció hasta convertirse en un grito no del todo humano que sonaba dentro de la habitación, un grito de mujer, pero nunca había oído gritar de ese modo y tardó en darse cuenta de que se estaba oyendo a sí misma. Advirtió como en sueños que decrecía la luz y que los muebles iban convirtiéndose en manchas oscuras, tanteó la cabecera de la cama hasta alcanzar la mesa de noche, el borde frío y agudo del cristal, el cable de la lámpara, pero sus dedos no tocaban el interruptor, derribaron algo que cayó al suelo con un estrépito de desastre, y entonces empezó a sonar un timbre que hería sus oídos con la misma crueldad que el dolor en el vientre, había tirado el despertador y cuando él volviera la reñiría, pero tenía que pararlo, era preciso que ese timbre dejara de sonar o ella se moriría o se volvería loca, se arrastró hacia el borde de la cama, con la misma sensación de peligro que si se asomara a un precipicio, extendió la mano derecha hasta tocar las baldosas, pero sus dedos se movían en el aire sin encontrar la superficie curvada y metálica del despertador, y era incapaz de volver la cabeza y de distinguirlo con sus ojos, ahora el timbre sonaba justo entre sus dos sienes, dentro de ella, la atravesaba en línea recta de un tímpano a otro igual que las agujas del dolor atravesaban de parte a parte su vientre: de pronto el timbre se detuvo, se abrió la puerta y ya era de noche. Alguien la miraba desde muy alto, una cara desconocida y muy pálida, alumbrada a rachas por la claridad convulsa que venía de la calle, y que al inclinarse sobre ella, mientras repetía su nombre, se agrandó como si la viera reflejada en una lente convexa: lo conoció por su aliento tan cálido, por la aspereza de las manos que le acariciaban la frente y le apartaban el pelo empapado, no por su voz, que tenía una tonalidad extraña de cobardía, delicadeza y ternura, tranquila, le oyó decir, no te preocupes, mandaré a alguien que avise a tu madre y a la comadrona, estáte quieta, no te muevas, no tengas miedo, temblando él también, despavorido, recogiendo del suelo el despertador, pulsando en vano el interruptor de la lámpara, será posible, dijo, ahora se ha ido la luz. Cuando él se incorporó quiso retenerlo a su lado, no te vayas, repetía, no me dejes morirme, pero él se desprendió de sus manos diciendo que volvería en seguida y al quedarse sola y extender los brazos en su busca sintió que empezaba a hundirse en una tempestuosa oscuridad, como si las aguas y el viento la tragaran, arrastrada hacia el fondo bajo el peso del vientre, hendida por el dolor como por un hachazo certero que divide en dos mitades el tocón de un olivo, sintiendo que se desangraba y que se le iba la vida entre los muslos mientras la cama y el suelo y el techo y las paredes de la casa se estremecían con las sacudidas del viento que arrancó aquella noche árboles de raíz y derribó los postes y los cables de la luz dejando a la ciudad entera en una oscuridad de terror y desastre que a muchos les hizo recordar los apagones que seguían a las alarmas antiaéreas. Oyó de nuevo voces, pero los latidos de su corazón las ahogaban, vio una luz acercándose en el aire escarchado por las lágrimas e inundado por un brillo de sudor, la llama de una vela sobre una palmatoria azul, y una mano que la sostenía, reconoció la cara de Leonor Expósito y el tacto de sus dedos, notó manos brutales que la abrían hundiéndose en ella como las manos de los matarifes en los lebrillos de sangre, empuja, le decían, casi le gritaban, pero estaba segura de que si seguía empujando la mataría el dolor, apretó los dientes, cerró los ojos, había algo que brotaba rompiéndola, que de una manera súbita empezó a deslizarse con una suavidad tan líquida que la empujaba al desvanecimiento, caras y cuerpos moviéndose en la penumbra, apareciendo y borrándose a la claridad escasa de la vela, confundiéndose con las sombras quebradas que se alargaban en el techo mientras ella cerraba otra vez los ojos y oía el crujido de sus dientes y seguía empujando hasta perder del todo el conocimiento en un delirio desgarrado y final. Cuando volvió en sí una cosa morada y sangrienta colgaba boca abajo suspendida delante de la luz, como un animal todavía palpitante al que le hubieran arrancado la piel, ínfimo, vulnerable, oscilando, no una cara con rasgos sino tan sólo una boca abierta como una desgarradura que emitía un llanto mucho más débil que los embates y los silbidos del viento en una noche invernal de hace treinta y cinco años.