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y cuerpos cortados por las piernas que sin embargo caminan. Veo o sueño a un niño dormido y desnudo sobre una piel de oveja y una serpiente se desliza por un túnel de piedra arenosa y el niño se revuelve sin despertar y yo cierro los ojos porque sé que la serpiente va a picarle y que tal vez ese niño soy yo. Mi madre está hablando con una vecina y de pronto me aprieta contra su pecho y rompe a llorar y la vecina dice dos palabras que no entiendo: cometa y fin del mundo. Mi padre está acostado, con la cara muy blanca, más que la tela de la almohada, y sobre la mesa de noche hay frascos de medicinas y pequeñas cajas de cartón que han sido recortadas hasta adquirir formas de animales: un perro de orejas caídas, un burro con su serón, un gato con los bigotes retorcidos. Estoy jugando en una casa que no es la mía y de pronto extraño a mi madre y sé que no va a venir si la llamo. Estoy acostado en una cama extraña, frente a una puerta de cristales con visillos más allá de la cual hay una habitación que me da miedo: una mesa muy larga, de madera brillante, y sobre ella un perro de escayola con la lengua hacia afuera, y a su alrededor seis sillas tapizadas de verde en las que se me antoja que hay sentados seis hombres invisibles. Alzo la cabeza al oír una voz y mi madre viene hacia mí, sonriente y cambiada, me estrecha en su regazo y me toca con las manos frías la cara llena de lágrimas. Un hombre que ha venido y se ha sentado junto a la cabecera de la cama donde está acostado mi padre aunque es de día abre su mano derecha y en la palma hay un caramelo envuelto en un papel de color verde, y el sabor del caramelo en la boca es más verde aún, picante, muy intenso, el aire se vuelve fresco al entrar en la nariz. Es de día y de pronto es de noche. Estoy en el cuarto de la viga y unos hombres sacan por la ventana los muebles y luego estoy en el corral de nuestra casa en la Fuente de las Risas, mirando una hilera de hormigas rojas que suben por el tronco de un granado. Los granos son rojos como las cabezas de las hormigas. Las hojas de la higuera sueltan una leche blanca y picante que me escuece los ojos cuando los froto con los dedos manchados. Estoy jugando en la calle con un indio de goma que tenía mi madre en el bolsillo del mandil cuando apareció en la puerta donde un segundo antes no estaba y la sombra de alguien desconocido se inclina sobre mí y luego la cara y ya no tengo el indio. Veo a un niño flaco, parado frente a mí, con los ojos grandes y la cabeza pelona, con un mandil como el mío. Mi madre habla con la suya, que tiene las rodillas amoratadas y rojas bajo el borde de la falda, y dice: «Éste es el Félix, a ver si os hacéis amigos.» Veo una caja de lata con dibujos de puentes y de mujeres con moños y sombrillas y al abrirla descubro un tesoro en billetes de banco, y más al fondo, en el armario, toco un cinturón y una funda de cuero con forma de pistola, pero la abro y está vacía. Veo un caballo de cartón que tiene los ojos grandes y quietos como ese niño llamado Félix y cuando me acerco a tocarlo alguien grita, en broma, «¡que te muerde!», y aparto la mano y escucho las carcajadas de mi abuela Leonor, que luego se repiten en un sueño. Se ha ido la luz mientras subía las escaleras, y una voz desde abajo, la de uno de mis tíos, murmura, ay mama mía mía mía, quién será, cállate hija mía mía mía, que ya se irá. En el sueño mi abuela Leonor y las vecinas de la calle ríen sin parar en la plaza de San Lorenzo y cada vez son más pequeñas y más gordas y tienen las bocas más grandes. Me despierto y no hay nada en la oscuridad. Eso mismo veía la mujer a la que emparedaron en la Casa de las Torres. Estoy de pie, en la oscuridad, sobre una superficie muy alta, una mesa, y hay contra mi pecho un cristal tan helado como el de las ventanas en los días de invierno. Extiendo las manos y no hay nada, ni arriba ni abajo, ni día ni noche. Una mano toca la mía y oigo las voces de mi madre y de mi abuela, que hablan con alguien como si yo estuviera dormido y dicen una palabra que no entiendo y que me da mucho miedo: radiografía. Ahora hay tanta luz que tengo que cerrar los ojos y un hombre de bata blanca que no huele como los hombres de mi familia está mirándome y su cabeza tiene alrededor una cinta de goma y en su frente hay un espejo redondo en el que veo mi propia boca abierta. Tengo frío en el pecho y a veces tengo mucho calor y mucha sed, una sed desesperada que me impide despegar la lengua del paladar y pedir agua. Mi madre me tiene en brazos junto a una puerta de cristales escarchados, y una mujer vestida de blanco me sonríe y me habla y yo sé que me miente y me arranca de los brazos de mi madre y me lleva al otro lado del cristal, donde está el médico con esa lámina de cristal o de acero en la frente que parece un ojo muy grande. En los descampados de la Fuente de las Risas Félix y yo removemos la tierra húmeda y grumosa buscando hormigas aladas. Alzan el vuelo y brillan en la mañana dorada y azul como fragmentos de cristal. Mi madre me lleva de la mano y no sé hacia dónde y estoy muerto de terror. En un escaparate hay una carroza de juguete, con cuatro caballos de color verde y un soldado que sostiene un látigo. He oído decir que antes de que yo naciera había carro de los muertos tirado por caballos y que un jinete los hacía galopar a latigazos. El nombre de ese carro me daba más miedo que la palabra tísico o la palabra hospitaclass="underline" la Macanca. Tengo en brazos a un gato pequeño y rubio que jugaba conmigo bajo la mesa camilla mientras los mayores hablaban muy por encima de nosotros y sin que nadie me vea lo encierro en un cajón donde hay cuchillos y cucharas y un artefacto metálico con mango rojo que sirve para batir huevos y que a veces uso yo como un arma de película. Mi madre tira de mí por un pasillo muy largo y mi mano sudada se escurre entre la suya y me quedo parado entre dos baldosas, un pie en una baldosa blanca y otro en una baldosa negra. No sé dónde estoy, pero no es en Mágina, y me va a ocurrir algo. En el corral de una casa donde hay ruedas amontonadas de coches mi amigo Félix come puñados de tierra oscura. La tierra sabe amarga y se deshace en la boca como una onza de ese chocolate que tiene dibujada a una Virgen. Bajo el envoltorio de colores algunas veces encuentro estampas de aventuras o de artistas de cine que huelen intensamente a cacao. Abro cajones y están vacíos. Abro cajones donde hay hojas amarillas de periódicos. Me gusta abrir cajones y mirar debajo de la ropa doblada para encontrar fotografías. Mi madre dice que ese hombre de pelo blanco que está sentado en un escalón y acaricia el lomo de un perro era su abuelo: qué raro, ella no es una niña y tiene o ha tenido abuelo, igual que yo, pero dónde está ahora, se lo pregunto y no me quiere contestar. A veces los mayores se quedan callados y no responden las preguntas. Abro un cajón y un gato con el pelo erizado salta sobre mí y me araña las manos y la cara y lo veo todo rojo, como cuando me oculto tras la cortina roja del cuarto de mis padres y no contesto si me llaman. Estoy atado a un sillón con correas y el hombre del espejo en la frente sostiene debajo de mi boca una palangana de sangre. El suelo donde estoy sentado junto a Félix mientras comemos tierra está frío y húmedo y sé que dentro de poco se encenderán las luces y será de noche y oiremos la trompeta del cuartel. Cuando la tierra está fría y huele a humo viene mi padre montado sobre un mulo y es que ya es de noche. Algunas veces la noche es más grande y azul y la luna está en el aire y también en el agua de las albercas. En las noches azules se ven desde el terraplén luces que tiemblan en la lejanía, se oyen las voces y la música del cine de verano y en el cielo hay un camino blanco y una luna amarilla sobre los tejados que parece una cara. Estoy tendido en una cama cuando abro los ojos y no sé dónde estoy, pero sobre la mesa de noche hay una carroza de juguete con cuatro caballos y un soldado que maneja un látigo. Cerca de mí dice una voz: «ya está volviendo de la anestesia», y siento que me duermo pensando en esa última palabra, que tiene el olor del hospital y un sabor amargo de medicina. Cuando tengo sueño mi madre dice, vámonos al cine de las sábanas blancas, y yo la creo porque pienso en la sábana blanca y vacía que hay frente a nosotros cuando aún no se ha apagado la luz. En el cine todo el mundo está callado y huele a la superficie roja y suave de las butacas o a pipas de girasol o a galanes de noche y no se ve nada en la pantalla, que es una sábana blanca. Luego en la pantalla es de día y más arriba y a su alrededor es una noche de verano sobre la que permanece inmóvil la cara de la luna, que se parece a la cara de mi madre. Dicen operación, dicen hospital, dicen sanatorio, próstata, penicilina, radiografía, anestesia. Las piernas con medias negras de la madre de Félix aparecen junto a nosotros, su mano con la manga enlutada lo levanta del suelo, le golpea la cara y la boca abierta de Félix está manchada de saliva, de tierra y de mocos. Dicen palabras que poco a poco voy reconociendo y empiezo a comprender, aunque a veces tengan significados imposibles, dicen matar el tiempo y yo imagino a un hombre encorvado que maneja un cuchillo contra la oscuridad, dicen estrella de cine y veo en el cine a oscuras y en la pantalla negra una luz que la cruza en diagonal como las estrellas fugaces en las noches de verano, dicen tirar la casa por la ventana y veo la ventana de nuestra cocina en la calle Fuente de las Risas y a mi padre investido de una estatura hercúlea que arranca la reja y levanta en sus manos una maqueta de la casa y la tira a la calle donde se rompe sobre el empedrado con un estrépito de cristales y de tejas. Hablan entre sí, cuentan, no paran nunca de contar, mi abuelo Manuel me sienta en sus rodillas, junto al fuego, se quita la boina y su calva brilla bajo la luz como la panza de un cántaro, sonríe y me dice, quieres que te cuente un cuento recuento que nunca se acaba con pan y pimiento, y yo le digo que sí o que no y él repite una y otra vez lo mismo hasta exasperarme, no te he dicho que me digas que sí o que no, sino que si quieres que te cuente un cuento recuento que nunca se acaba con pan y pimiento, o se me queda mirando y mueve la cabeza y dice con aire pensativo, bueno, hombre, bueno, así que tú eres el guarda de don Juan Moreno, y si le contesto que no vuelve a decir, bueno, hombre, bueno, pues yo pensaba que eras el guarda de don Juan Moreno. Sueño voces, las oigo a todas horas en la radio, venidas de no sé dónde, del interior del aparato, me subo a una silla para alcanzar su repisa y trato de mirar bajo ese resquicio por donde fluye al anochecer su luz verdosa queriendo descubrir quién se oculta dentro, cómo es posible que baste mover suavemente el sintonizador para que se sucedan voces de hombres y mujeres, canciones que algunas veces no se entienden, como las palabras de las emisoras extranjeras, aventuras que tienen lugar en los mares del Sur o en las calles de París, para que suene el estrépito del mar con más fuerza que en el interior de una caracola y la lluvia y el viento y los truenos de una tormenta, para que relinchen y galopen caballos y aúllen los lobos como en los relatos que me cuenta mi abuelo. Oigo las voces, les atribuyo caras, oigo el mar y lo veo con el mismo color azul oleoso y brillante que tiene en las películas, y que ya para siempre me gustará más que el color de los océanos verdaderos, oigo nombres de ciudades y de mujeres y me conmueve un amor desconsolado y simultáneo por ellas, discos dedicados, a la señorita más guapa de Mágina de parte de su novio, al niño Paquito Puga en el día de su primera comunión, oigo pitidos y murmullos semejantes a los ecos que suenan en una iglesia desierta y distingo voces que no puedo comprender, en idiomas extraños que a mi abuela le dan mucha risa, hay que ver, dice, lo raro que habla esa gente, con lo fácil y lo claro que hablamos nosotros, aprendo a distinguir la ironía en la voz de mi abuela Leonor y el miedo y la ternura en la de mi madre, que me despierta todas las mañanas cantando romances y canciones de Concha Piquer y del negro Machín mientras friega los suelos y hace las camas en el dormitorio contiguo, abro los ojos, escucho su voz, que ya había estado oyendo en los últimos minutos de sueño, sé que cuando entre a mi dormitorio va a descorrer las cortinas y a decirme mientras me sacude suavemente, las mañanitas de abril, gustosas son de dormir, y las de mayo, ni fin ni cabo, mientras del otro lado del balcón viene una luz de un amarillo de polen y un aleteo de golondrinas. Oigo las voces de las niñas en la calle, los pregones de los buhoneros que pasan, las palabras en latín que resuenan en la penumbra cóncava y fría de la iglesia, descubro que las voces pueden sonar también en el silencio, estoy tendido de noche en la oscuridad e imagino que oigo mi propia voz contándome una historia que me ha contado mi abuelo o que se repite la letanía temible de la madre y la hija que escuchan los pasos de su asesino o la de la Tía Tragantía, esa giganta vestida de harapos que ronda las esquinas sin luces en las primeras noches del verano, yo soy la tía Tragantía, hija del rey Baltasar, el que me oiga cantar no vivirá más que un día y la noche de San Juan.